jueves, 23 de julio de 2015

EL PRIMER GRAN MARISCAL

El nombre del primer peruano que invistió en el Perú, la alta clase de gran mariscal del Ejército es casi desconocido para la generación actual. Aún los historiadores de la época de la Independencia apenas si hacen de él mención.
En cuanto a su desgraciado fin, pues concluyó por suicidarse, es tan ignorado en el Perú como su hoja de servicios.
Don Toribio de Luzuriaga, nació en el departamento de Huaraz el 18 de abril de 1782, fueron sus padres  María Josefa Mejía Estrada y Villavicencio (natural de Huaraz) y del vizcaino Manuel de Luzuriaga  y Elgarresta, acaudalado comerciante que se ocupaba en el rescate de pastas.
A la edad de quince años, en 1797, era don Toribio amanuense del gobernador del Callao, marqués de Avilés, quien le profesaba  tan paternal cariño que, al ser promovido a la presidencia de Chile, lo llevó consigo. Nombrado Avilés virrey de Buenos Aires, también lo acompañó y allí obtuvo en junio de 1801, el empleo de alférez en un regimiento de caballería. Sus ascensos, hasta el de capitán, los alcanzó batiéndose contra los ingleses, en 1806 y 1807.
Al estallar la revolución del 25 de mayo de 1810, era ya Luzuriaga comandante de artillería, y contribuyo no poco al buen éxito del movimiento.
Según el historiador Vicuña Mackenna, la elegancia y exquisitos modales de Luzuriaga influyeron mucho en el adelanto de su carrera. Llevaba en su físico un pasaporte  que le conquistaba universales simpatías. Era del número de los favorecidos por Dios con varonil belleza, palabra halagüeña y despejada inteligencia. Así se explica que, después de haber desempeñado en Buenos Aires el cargo de director de la Academia Militar, fuera en 1813, a los doce años de servicio, coronel del batallón número 7, encargándosele, aunque interinamente, el despacho del Ministerio de Guerra.
De regreso del Alto Perú, donde estuvo a las órdenes de  Belgrano, Balcárcel y Castellini, batiéndose contra las aguerridas tropas de España, fue ascendido a general, y en 1816 mereció ser nombrado gobernador de la provincia de Cuyo (Mendoza). En este importantísimo y delicado empleo auxilio eficazmente la expedición de San Martín sobre Chile Y tanto, que debiese a su actividad y acertados cálculos la memorable hazaña del paso de los Andes, y el Gobierno argentino lo autorizó para remplazar a San Martín en el mando del Ejército, si ocurría alguna eventualidad no prevista.
En febrero de 1821, Chile que había condecorado a Luzuriaga con la Legión de Mérito, le confirió  la clase de mariscal de campo.
San Martín, que estimaba a Luzuriaga como a su leral hermano, y que además era padrino de uno de sus hijos, le comprometió para que, renunciando  la gobernación de Cuyo, lo acompañase a acometer más ardúa empresa. Luzuriaga no había olvidado que era nacido en el Perú, y no vaciló un momento. En Lima fue condecorado con el distintivo de la Orden del Sol, y el 22 de diciembre de 1821 obtuvo el ascenso a gran mariscal del Perú.
Corta fue la permanencia de Luzuriaga  en el Perú. Después de desempeñar satisfactoriamente  una misión en Guayaquil, sirvió por pocos meses la prefectura de Huaraz y luego regreso a Buenos Aires con el encargo, según Paz Soldán, de influir cerca de Pueyrredón en el desarrollo del plan monarquizador que García del Río y Peroissien iban a iniciar en Europa.
Cuando en el año de 1825, la anarquía empezó a enseñorearse del territorio argentino, Luzuriaga, que se inclinaba al partido presidencial, se retiro a la vida privada, no queriendo militar en bando opuesto al de su hermano don Manuel, entusiasta partidario de Dorrego.
Compró entonces en subido precio, y comprometiendo su crédito para conseguir los capitales precisos, la estancia de Tontezuelas, confiando en que pocos años de asiduo trabajo bastarían para libertarlo de acreedores.
Pero la guerra civil que en 1829 y 1830 desbastó la campaña del norte puso a nuestro compatriota casi en condición mendicante.
Comprobando el estado de penuria a que se vio reducido, nos refiere  el señor Trelles: “Luzuriaga tuvo que vender a don Pedro de Angelis todas las condecoraciones, adquiridas en la guerra de la Independencia, entre las cuales figura una que es personal, pues le fue decretada  por haber descubierto y sofocado la conspiración de los prisioneros españoles en San Luis en 1819. Las condecoraciones del gran Mariscal , fueron  vendidas por el señor de Angelis en 1852, al doctor Lama , quien las conserva hoy en su valiosa colección de medallas americanas.”
En 1835 publicó Luzuriaga en buenos Aires un folleto documentado sobre los motivos que tuvo para hacer  dimisión del mando de la provincia de Cuyo y afiliarse con San Martín en la expedición libertadora que vino al Perú. También  dio a luz por entonces una exposición relativa a los se4rvicios que prestara en Guayaquil.
Las decepciones y sufrimientos produjeron en el organismo de Luzuriaga un principio de reblandecimiento cerebral. Su palabra de hizo lenta, su paso vacilante, y lo acometieron accesos de profundísima melancolía.
El gran mariscal del Perú don Toribio Luzuriaga, dice Quesada: “Tuvo un momento de debilidad. Acosado por la pérdida de su fortuna, aquel espíritu  varonil se amilanó, y puso término a su larga y trabajada existencia. La desgracia produce un vértigo que no disculpa, pero que explica ciertos desastres”.
Fue el 4 de mayo de 1842, a los sesenta años de edad, cuando el cañón de una pistola puso triste fin  a la angustiosa existencia de nuestro compatriota.
La clase de gran mariscal, equivalente a la de capitán general en España, era de la jerarquía militar el summum de las aspiraciones  de nuestros hombres de espada. ¡ Cuántos motines de cuartel y cuánta sangre ha costado a mi patria este tan codiciado ascenso!. Felizmente la Constitución política de 1860 se encargó de proscribirlo.
En este año investían el mariscalato don Miguel San Román, don Ramón Castilla y don Antonio Gutiérrez de la Fuente, tres soldados de la época de la Independencia que llegaron a ceñir la banda presidencial. Para el gran mariscal, el mando supremo de la República era un accesorio. A un gran mariscal no le era lícito morir sin haber sido gobierno.

Con La Fuente que falleció en 1878, murió  el último gran mariscal del Perú. En el desprestigio que pesa sobre el cesarismo con uniforme; cuando los pueblos empiezan a acatar como dogma evangélico el principio de que las glorias alcanzadas por la pluma son más consistentes  que las obtenidas por el sable, no hay que temer la resurrección  de los grandes mariscalatos. ¡Dios mío!. Haz que, como pasó para el mundo la época  del predominio frailesco, acabe de pasar para la América la de las charreteras y entorchados.

martes, 21 de julio de 2015

EL QUITASOL DEL ARZOBISPO

Ricardo Palma, creía que el sustantivo “guaragua”, en la acepción de contorneo en el andar o de perfiles y rodeos ociosos en las acciones y en la conversación, era un limeñísimo puro, nacido en el siglo XIX. “Pero me ha hecho caer en mi asno de lectura de un pasquín, que allá por los fines de 1658, apareció en la puerta del Palacio Arzobispal  y de gobierno”. Dice así:
¡Vitor el rey español/ que no entiende de guaraguas!/Ni para aguas paraguas, /ni para sol parasol. ¡Vitor el rey español!
¿Qué motivó este pasquín? ¿Cuál el entripado de sus paranomasias? Esto es lo que se va a contar para que el lector lo entienda.
Un grave entredicho había entre el arzobispo de Lima, don Pedro de Villagómez, sobrino de Santo Toribio, y el virrey conde de Alba de Liste y Villaflor, don Luis Henríquez  de Guzmán.
Como es sabido, este virrey vivió rompiendo lanzas  con la Inquisición de Lima y el Metropolitano, mereciendo que el fanático pueblo lo bautizase con el apodo de virrey hereje. Dejando a un lado sus querellas con el Santo Oficio, acusáronlo ante el soberano de haber demorado por quince días la promulgación de una real  cédula de Felipe IV, por la que dispuso Su Majestad que la Universidad de San  Marcos no confiriese grado de bachiller, licenciado o doctor, sin que previamente firmase el aspirante juramento de defender la pureza de la Virgen, concebida sin pecado original. No hubo en este retardo malicia por parte del virrey, sino una de esas distracciones o descuidos a que en nuestras oficinas son dados los subalternos y hasta los portapliegos; pero el chisme llego a España, y aunque con suavidad en los términos, vinole al de Alba de Liste una reprimenda, que no otra cosa significaba el consejo de que en lo sucesivo “fuese menos tibio en su religiosidad.
De Madrid le participó un amigo palaciego a su excelencia que el chisme era de origen arzobispal, y fácil de adivinar que si antes virrey y arzobispo se mascaban y no se tragaban, después de la repasada  regia no les faltaría más que darse de mordiscones.
En esta hostil disposición de ánimos, y dividida la sociedad limeña en partidos, uno por su excelencia y otros por su ilustrísima, llegó la fiesta del Corpus de3l año 1657. La procesión fue solemnísima, esplendida. Hasta el sol estuvo reverberante y picador.
El virrey iba cirio en mano con la cabeza descubierta, mientras el arzobispo se resguardaba de los de los rayos de “Febo” bajo un lujoso quitasol o baldaquino de Damasco con flecos de oro, sostenido por uno de sus familiares.
Había la procesión descendido las gradas  de la Catedral y hallábase la comitiva oficial frente al Sagrario cuando el de Alba de Liste se detuvo.
¿Qué pasaba?. Lo que todo el mundo veía era que un capitán de la guardia del virrey se acercó al arzobispo, le habló casi al oído, volvió donde su excelencia, le dijo algo  sottovoce, regresó donde el señor Villagómez, tornó donde su excelencia, y la procesión sin dar paso.
Al fin el arzobispo se separó de su puesto y se metió en su palacio, frente a cuya puerta estaba. Y la procesión siguió su curso.
Era el caso que el de Alba de Liste le había mandado decir a su ilustrísima que cuando el representante del monarca iba descubierto ante el rey de reyes, no podía, sin mengua del patronato y prestigio real, consentir en que el arzobispo fuese a cubierto del sol.
El arzobispo, después de la réplica y contrarréplica, optó por retirarse…, pero sin cerrar su quitasol.
¡O somos o no somos!
Ya se imaginarán ustedes el toletole y polvareda que el incidente levantaría. Si no hubo revolución fue…porque todavía no estábamos locos de remate.
Cuestión idéntica sobre el quitasol arzobispal hubo en el siglo pasado entre el ilustrísimo Barroeta y el virrey manso de Velasco. Terminó con la traslación de Barroeta al arzobispado de Granada en España.
Por supuesto que la querella ente el señor Villagómez y el conde fue hasta la corte. Su Majestad don Felipe IV se vio de los hombres más apurados para fallar. Sus simpatías  estaban en favor del virrey, que no había hecho más que mantener muy en alto los fueros del patrono; pero el cardenal arzobispo de Toledo defendió, en los consejos del rey, la conducta del señor Villagómez como quien aboga en causa propia.
¿Qué hacer? No dar la razón al uno ni al otro, declarar tablas la partida, y eso fue lo que hizo Felipe IV.
Por real cédula de 13 de marzo de 1658 se dispuso que ni virrey ni arzobispo usasen quitasol en las procesiones, que es lo que aludía el pasquín.




domingo, 19 de julio de 2015

LOS APOSTOLES Y LA MAGDALENA

El cronista Martínez Vela, en sus “Anales de la villa imperial del Potosí”, habla extensamente sobre el asunto.
Al citar a la autoridad histórica, a fin de que nadie murmure contra lo auténtico  del hecho.
Cuenta Palma lo siguiente: “Allá por los años del Señor de 1657 era grande la zozobra que reinaba entre los noventa mil habitantes de la villa y en puridad de verdad que la alarma tenía razón de ser”. Era el caso que a todos traía con el credo en la boca la aparición de doce ladrones capitaneados por una mujer. Un zumbón los llamó los doce apóstoles y la Magdalena, y el mote se fue generalizando y popularizó, y los mismos bandidos lo aceptaron con orgullo. Verdad es que más tarde aumentó el número, cosa que no sucedió con el apostolado de Cristo.
Los apóstoles practicaban el comunismo, no sólo en la población, sino en los caminos, y con tan buena suerte y astucia, que burlarón  siempre los lazos que les tendiera el corregidor don Francisco Sarmiento. Lo único que supo este de cierto fue que todos los de la banda eran aventureros españoles.
Pero de repente los ladrones n o se conformaron  con desvalijar al prójimo, sino que se pusieron a disposición de todo el que quería satisfacer una venganza pagando a buen precio un puñal asesino. Item, cuando penetraban  en casa donde había muchachas, cometían en la honestidad de ellas desaguisados de gran calibre, y a propósito de esto, cuenta el candoroso cronista, con puntos y comas.
Fuerón una noche los apóstoles a una casa  habitada por una señora y sus dos hijas, mocitas preciosas como dos carbunclos. A los ladrones se les despertó el apetito ante la belleza de las niñas, y las pusieron en tan grave aprieto que madre y muchachas llamaron en su socorro a las que viven  en el purgatorio, que en lances “tales tengo para mí son preferibles a los gendarmes civiles y demás bichos de la Policía moderna. Y ¿quién te dice, lector que las ánimas benditas no fueron sordas al reclamo, como sucede hogaño con el piteo de los celadores, y un cerrar y abrir de ojos se coló un regimiento e ellas por las rendijas de la puerta; con lo cúal se apodero  tal espanto de esos tunos, que tomaron el tole dejando un talego con dos mil pesos de a ocho, que sirvió de gran alivio a las tres mujeres?”. El cronista no dice si dieron su parte del botín, en misas, a las tan solicitas ánimas del otro mundo; pero yo presumo que las pagarían con ingratitud, visto que las pobrecitas no han vuelto a meterse en casa ajena y que dejan que cada cual salga de compromisos como pueda , sin tomarse ya ellas el trabajo de hacer siquiera un milagrito.
Iba una noche el bachiller Simón Toribio, corriendo una aventura por la calle de Copacabana. Simón Toribio, cleriguillo enamoradizo y socarrón, cuando de pronto se halló rodeado por una turba  de encapados.
¿Quién vive? Preguntó el clérigo deshonrando su apellido, es decir, es decir sin atortolase.
Los doce apóstoles .contesto uno. Que sea enhorabuena, señores míos. ¿Y que desean vuestras mercedes?.
Poca cosa, y que con los maravedíes del bolsillo entregue la sotana y el manteo.
Pues por tan parva materia no tendremos querella, repuso con sorna el bachiller.
Y quitándose sotana y manteo, prendas que en aquel día había estrenado, las dobló, formó con ellas un pequeño lío, y al termino dujo:  Gran fortuna es para  mí haber encontrado, en mi peregrinación, sobre la tierra, a doce tan cumplidos y privilegiados varones como vuestras mercedes. ¿Conque vuestras mercedes con los apóstoles?.
Ya se lo hemos dicho, contestó con aspereza uno de ellos, que por lo cascarrabias y llevar la voz de mando debía ser San Pedro; y despache, que corre prisa.
Más Simón Tórtolo, colocándose el lío bajo el brazo, partió a correr gritando:
¡Apóstoles, sigan a Cristo!  Los ladrones lo intentaron; pero el clérigo, a quien no embarazaba la sotanas, corría como un gamo y si les escapó fácilmente.
¡Paciencia! –Se dijeron los cacos-, “que quién anda a tomar pegas coge unas blancas y otras negras”. No se ha muerto Dios de viejo, y mañana será otro día; “que manos duchas, pescan truchas, y él que hoy nos hizo burla sufrirá más tarde la escarapela”.    
Poco después desaparecía de la villa una señora muy importante. Sus familiares la buscaron con gran empeño, y transcurridos algunos días se encontró su cadáver ven el Arenal con la cabeza separada del tronco. Este crimen  produjo tan honda conmoción que el vecindario reunió en una hora cincuenta mil pesos, y se fijaron carteles ofreciendo esa suma por recompensa al que entregase  a los asesinos.

Como el de Cristo, tuvo también su Judas este apostolado; “que no hay mejor remedio que el del mismo paño y nadie conoce a la olla como el cucharón, salvo que aquí la traición no se pagara con treinta dineros roñosos, sino con un bocado muy suculento. Gracias a este recurso, todos los de la banda fueron atados al rollo, y tras de pública azotaina suspendidos en la horca. Sólo la Magdalena escapó de caer en manos de la justicia. Suponemos cristianamente que andando los tiempos, tan gran pecadora llegaría a ser otra Magdalena arrepentida. 


                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                      

viernes, 17 de julio de 2015

LOS TESOROS DE CATALINA HUANCA

Los huancas o indígenas del valle de Huancayo, constituían , a principios del siglo XI, una tribu independiente y belicosa, a la que el inca Pachacutec logró, después de fatigosa campaña, someter a su imperio, aunque reconociendo por cacique a Oto Apu-Alaya y declarándole  el derecho de transmitir título y mando a sus  descendientes.
Los huancas ( Wanka) fue un grupo étnico que se conoció desde el Período de los Estados Regionales y Organizaciones Tribales en los años 1000 - 1460 d. C. tuvo su hábitat en las provincias actuales de  Jauja, Concepción y Huancayo. Fue un pueblo guerrero, cuya economía estuvo basada en la agricultura dedicándose a la siembra y cosecha de maíz, papas y otros productos agrícolas, y en la ganadería se dedicaron al cuidado de las llamas en las tierras de la puna. La mayoría de la población radicaba en el Valle de Jatunmayo o Valle de Huancamayo,llamado desde 1782 como Valle del Mantaro.
Estudios arqueológicos plantearon que el origen de los primeros grupos para el poblamiento de la región de los Wankas, tuvo raíces en región selvática, desplazándose de algún lugar del nor-oriente hacia el sur de la sierra central del Perú. Desde Huánuco (Huargo y Lauricocha) prosiguiendo por Pasco, Junín y Huancavelica; dejando evidencias en Parimachay,Curimachay y Pachamachay en Ordes, Junin y que datan aproximadamente de 9850 a.C. (Rick y Matos 1976, Hurtado de Mendoza 1979), su desplazamiento se proyectó desde la selva central hacia el Valle del Mantaro. En el área de Jauja estudios evidencian ocupaciones de pobladores entre valles rocosos de Tutanya y Helena Puquio en Pachacayo y Canchaillo, ambos en el Distrito de Canchayllo - Jauja.(Oreficso y Mota 1984; Mallma 2002). Y en Huancayo y Chupaca también se encontraron evidencias en abrigos rocosos de Tschopik o Callavallauri (Tschopik 1948; Fung 1959; Kaulicke 1994). La presencia de material lítico en colinas como San Juan Pata en Jauja como esquirlas, lacas, núcleos y performas,  llevaron a planteamientos a esquemas cronológicos por investigadores como (Matos y Parsons 1979) y David Browman (1970) así mismo Catherine LeBlanc (1980) y Christine Hastort (1986) y en algunos casos en cerámica dejaron evidencias que permitieron plantear esquemas cronológicos, que posteriormente albergó a sociedades agro-alfareras el cual surgió la sociedad Pre-Wanka.
... "la primera ocupación fue una sociedad organizada agro-alfarera acontecida alrededor de los 800 a.C. con la fundación de la primera y única aldea Chavín de Ataura- Jauja. Un lugar estratégicamente ubicado en el extremo norte del valle; casi en el acceso del Valle del Mantaro por la ruta del norte" abstracción de: "Primeras sociedades sedentarias del Mantaro", Matos Mendieta, Ramiro (1978)
En Jauja se constituye asentamientos matrices desde donde se difunden los Xauxa, posteriormente los Wankas;3 y es en Jauja que hasta la actualidad se encuentran mayormente restos arqueológicos que datan desde el Pre cerámico, Formativo, Horizonte, Temprano, Intermedio Temprano,y  en el Horizonte Medio van a sufrir presiones foráneas de grupos provenientes del sur altiplánico como Tiahuanaco, posteriormente se producirá la migración de los Yuros, hoy en día ubicada en la Provincia de Yarowica.
Los primeros pobladores que ocuparon el Valle del Mantaro, posiblemente procedieron de las zonas altinas, de las que descendieron siguiendo el curso de los afluentes del río Mantaro. En los efugios naturales del río Cunas, en el distrito de Chupaca hay vestigios de la existencia de una sociedad cazadora nómada cuya economía estaba basada en la recolección de frutos silvestres y en la caza de camélidos andinos. Según las evidencias encontradas, la vida humana en el Valle del Mantaro tiene por lo menos 10 mil años de antigüedad.
Estos primeros pobladores, cazadores y recolectores, con el correr del tiempo experimentaron la domesticación de las plantas, es decir, descubrieron la agricultura. Al encontrar esta valiosa fuente de recursos el hombre se volvió sedentario y abandonó las cuevas para construir albergues de piedra, dando origen a las primeras aldeas, de las que existen en todo el valle, numerosos restos con una antigüedad de 3 mil años.
El hombre de Junín, poco a poco, fue perfeccionando sus herramientas de piedra, no solo para la caza de camélidos, de lo que extrajo carne para alimentarse, pellejo para cubrirse y huesos para sus usos, sino para iniciar la agricultura y la domesticación de plantas.
Con estos hechos, en la historia del hombre en la sierra central del Perú finaliza el periodo pre cerámico y comienza otra etapa en la que aparece la cerámica y luego el surgimiento de las aldeas. Aparecen, asimismo, las primeras prácticas de una religión mágica.
Por aquellos tiempos, hace aproximadamente unos 2000 años, se produce la expansión de la cultura Chavín a la Sierra Oriental, y se advierte su influencia en las diversas zonas del Valle del Mantaro. Las últimas investigaciones han encontrado importantes testimonios de la presencia de la cultura Chavín en Ataura (Jauja) y en San Blas, distrito de Ondores, Junín. Hacia 1300 a. C. aparecen los primeros brotes de cerámicas en la sierra central de estilo chavinoide y se inicia lo que se denomina el horizonte temprano.
El proceso continúa siglo tras siglo, con el correr del tiempo las aldeas que recibieron influencia de Chavín entran en decadencia y los pobladores reafirman su individualidad y se independizan de su predominio cultural. Aparecen entonces influencias de otras sociedades como la de Tiahunaco y Huari.
En el lugar denominado Huari, Ayacucho, aproximadamente 800 años a.C. aparece el primer imperio militarista del antiguo Perú, el que, en el curso de los siglos, somete a pueblos del Collao, llegando hasta la costa, a la región de los nazcas.
Hacia el año 1460, las tropas incaicas llegaron al Valle del Mantaro. Los cuzqueños dieron dos opciones a elegir a los huancas, la entrega y rendición pacífica de su región o la conquista a través de las armas. Los curacas y demás líderes huancas repudiaron a las fuerzas imperiales incaicas y dieron tenaz resistencia pero las tropas del Cuzco, con mejor entrenamiento y armamento, finalmente derrotaron a los huancas. Los incas impusieron su gobierno en las tierras recientemente conquistadas y la nobleza huanca vio reducida sus privilegios.
Prisionero Atahualpa, envió Pizarro fuerzas al centro del país, y el cacique de Huancayo fue de los primeros en reconocer el nuevo orden de gobierno, a trueque de que respetasen  sus antiguos privilegios. Pizarro, que a pesar de los pesares fue sagaz político, aprecio la convivencia del pacto; y para más halagar al cacique e inspirarse mayor confianza, se unió a él  por un vínculo sagrado, llevando a la pila bautismal, en calidad de padrino, a Catalina Apu-Ayala, heredera del título y dominio.
El pueblo de San Jerónimo, situado a tres leguas castellanas de Huancayo y a tres kilómetros del convento de Ocopa, era por entonces cabeza de cacicazgo.
Catalina Huanca, como generalmente  es llamada la protagonista de esta leyenda , fue mujer de gran devoción y caridad. Calcúlese en cien mil pesos ensayados el valor de los azulejos y maderas que obsequio para la fábrica de la iglesia y convento de San Francisco y asociada al arzobispo Loayza y al obispo de la Plata fray Domingo de Santo Tomás, edificó el hospital de Santa Ana. En una de las salas de este santo asilo se puede comprobar el retrato de doña Catalina, obra de pincel churrigeresco.
Para sostenimiento del hospital dio demás fincas y terrenos de que poseía  en Lima. Su caridad para con los pobres, a los que  socorría con esplendidez, se hizo proverbial.
En la real caja de censos de Lima establecio una fundación, cuyo producto debía emplearse en pagar parte de la contribución correspondiente a los indígenas  de San Jerónimo, Mito, Orcotuna, Concepción, Cincos, Chupaca  y Sicaya, pueblecitos inmediatos a la capital del cacicazgo.
Ella fue también la que implantó en esos siete  pueblos, la costumbre,  que aún subsiste, de que todos los ciegos de esa jurisdicción se congreguen en la festividad anual del patrón titular de cada pueblo y sean vestidos y alimentados a expensas  del mayordomo, en cuya casa se les proporciona además alojamiento. Como es sabido, en los lugares de la sierra esas fiestas durán de ocho a quince días, tiempo en que los ciegos disfrutan de festines, en que la pachamanca de carnero y la chicha de jora se consumen sin medida.
Catalina Huanca murió en los tiempos del virrey Marqués de Gualcazár, con cerca de noventa años de edad, y fue llorada por grandes y pequeños.
Catalina pasaba cuatro meses  del año  en su casa solariega  de San Jerónimo y al regresar a Lima lo hacía en una litera de plata y escoltada por trescientos indios. Por supuesto, que en todos los villorios y caserios del tránsito era esperada con grandes festejos. Los naturales del país la trataban con las consideraciones debidas a una reina o dama de mucho cascabel, y aún los españoles la tributaban  respetuoso homenaje.
Verdad es que la codicia de los conquistadores estaba interesada en tratar con deferencia a la cacica, que, anualmente, al regresar de su paseo a la sierra, traía a Lima (“¡y no es chirigota!”) cincuenta acélimas cargadas de oro y plata. ¿De dónde sacaba doña Catalina esa riqueza? ¿Era el tributo que le pagaban  los administradores de sus minas y demás propiedades?. ¿Era acaso parte de un tesoro que durante siglos y de padres a hijos, habían ido acumulando sus antecesores?. Esta última era la general creencia.
Cura de San Jeronimo, por los años de 1642, era un farile dominico muy celoso del bien de sus filigreses, a los que cuidaba así en la salud del alma, como en la del cuerpo. Desmintiendo el refrán –“el abad de lo que canta yanta”- el buen párroco de San Jerónimo jamás hostilizó a nadie para el pago de diezmos y primicias, ni cobró pitanza por entierro o casamiento, ni recurrió a tanta y tanta socaliña de frecuente uso entre los que tienen cura de almas a quienes esquilmar como el pastor a los carneros. ¡ Cuando yo digo que su paternidad era avis rara!.
Con tan evangélica conducta, entendido se está que el padre cura andaría siempre escaso de maravedíes y mendigando bodigos, sin que la estrechez en que vivía le quitara un adarme de buen humor ni un minuto de sueño. Pero llego día en que por primera vez, envidiara  el fausto que, rodeaba a los demás curas sus vecinos. Por eso se dijo, sin duda lo de: Abeja y oveja/ y parte de la igreja,/desea a su hijo la vieja.
  Fue el caso que, por un oficio del Cabildo eclesiástico, se le anunciaba que el ilustrísimo señor arzobispo don Pedro Villagómez acabada de nombrar un delegado  o visitador de la diócesis.
Y como acontece siempre en idéntico caso, los curas se prepararon para echar la casa por la ventana, a fin de agasajar al visitador y su comitiva.
Y los días volaban, y a nuestro vergonzante dominico le corrían letanías por el cuerpo  y sudaba avellanas, cavilando en la manera de recibir dignamente la visita.
Pero por más que se devanaba la sesera, sacaba siempre en limpio que “donde no hay harina  todo es mohína, y que de los codos no salen lonjas de tocino”.
Reza el refrán que “nunca falta quien dé un duro para un apuro”; y por esta vez el hombre para el caso fue aquél  en quién menos  pudo pensar el cura; como si dejáramos, el último triunfo de la baraja humana, que por tal ha sido  siempre tenido el prójimo que ejerce los oficios de sacristán y campanero de parroquia.
Éralo de San Jerónimo un indio que apenas podía  llevar a cuestas el peso de su partida de bautismo, arrugado como pasa, nada  aleluyado y que apestaba a miseria a través de sus harapos.
Hizose en breve cargo de la congoja y atrenzos del buen dominico, y una noche después del toque de queda y cubrefuego, acercóse a él y le dijo:
“Taita cura, no te aflijas. Déjate vendar los ojos y ven conmigo, que yo te llevare adonde encuentres más plata que la que necesites”.
Al principio pensó el reverendo que su scristán  había empinado más el codo más de lo razonable; pero tal fue el empeño del indio y tales su seriedad y aplomó, que terminó el cura por recordar el refrán –“del viejo el consejo y del rico el remedio”-y por dejarse poner  un pañizuelo sobre los ojos, coger su bastón y apoyado en el brazo del campanero echarse a andar por el pueblo.
Los vecinos de San Jerónimo entonces como hoy, se entregaban a Morfeo a la misma hora en que lo hacen las gallinas: así es que el pueblo estaba desierto como un cementerio y más oscuro que una madriguera. No había, pues, que temer importuno encuentro ni menos aún miradas curiosas.
El sacristán, después de las marchas y contramarchas necesarias para que el cura  perdiera la pista, dio en una puerta tres golpecitos cabalísticos, abrieron y penetró con el dominico en un patio. Allí se repitió  lo de las vueltas y revueltas, hasta que empezaron a descender escalones que conducían a un subterráneo.
El indio separó la venda  de los ojos del cura diciéndole:
“Taita, mira y coge lo que necesites. El dominico se quedó alelado y como quien ve visiones; y a permitírselo sus achaques, hábito y canas, se habría , cuando volvió en sí de la sorpresa, echado a hacer zapatetas y a cantar: “Uno, dos, tres y cuatro,/cinco, seis, siete,/¡en mi vida he tenido/gusto como éste.
Hallábase en una vasta galería, alumbrada por hachones de resina sujetos a las pilastras. Vio ídolos de oro colocados sobre andamios de plata, y barras de este reluciente metal profusamente esparcidas por el suelo.
¡Pimpinela! ¡Aquel tesoro era para volver loco al Padre Santo de Roma!.
Una semana después  llegaba a San Jerónimo el visitador, acompañado de un clérigo secretario y de varios sacristanes.
Aunque el propósito de su señoría era perder pocas horas en esa parroquia, tuvo que permanecer tres días; tales fueron los agasajos de que se vio colmado. Hubo toros, comilonas, danzas y demás festejos de estilo; pero todo con un boato y esplendidez que dejó maravillados a los filigreses.
¿De dónde s   ºu pastor, cuyos emolumentos apenas alcanzaban  para un mal puchero, había sacado para tanta bambolla? Aquello era de hacer perder su latín al más despierto.
Pero desde que continuó viaje el visitador, el cura de San Jerónimo, antes alegre, expansivo y afectuoso, empezó a perder carnes como si lo chuparan brujas, y a ensimismarse y pronunciar frases sin sentido claro, como quien tiene el “caletre” fuera de su caja.
Llamó también y mucho la atención,  y fue motivo de cuchicheo al calor de la lumbre para las comadres del pueblo, que desde ese día no se volvió a ver al sacristán  ni vivo ni pintado, ni a tener noticia de él, como si la tierra se lo hubiera tragado.
La verdad es que en el espíritu del buen religioso habían se despertado ciertos escrúpulos, a los que daba mayor pábulo  la repentina desaparición del sacristán. Entre ceja y ceja clavósele al cura la idea de que el indio había sido el demonio en carne y hueso, por ende regalo del infierno el oro y plata gastados en obsequiar al visitador  y su comitiva. ¡Digo, si su paternidad tenía motivo, y gordo,  para perder la chaveta!
Y a tal punto llegó su preocupación y tanto melancolizizósele el ánimo, que se encaprichó en morirse, y a la postre le cantaron el gori-gori.
En el archivo de los frailes de Ocopa hay una declaración que prestó el moribundo sobre los tesoros que el diablo le hizo ver. El Maldito lo había tentado por la vanidad y la codicia.

Existe en San Jerónimo la casa de Catalina Huaco. El pueblo cree a pie juntillas que en ella deben estar escondidas en un subterráneo las fabulosas riquezas de la cacica, y aun en nuestros tiempos se han hecho excavaciones para impedir que las barras de plata se pudran o críen moho en el encierro.

viernes, 10 de julio de 2015

LA JUSTICIA MAYOR DE LAYCACOTA

En una serena tarde de marzo del año de 1665 hallábase reunida a la puerta de su choza una familia de indios. Componíase esta de una anciana que se decía descendiente del gran general Ollantay, dos hijas, Carmen y Teresa, y un mancebo llamado Tomás.
La choza estaba situada a la falda del cerro de Laycacota. Ella con quince o veinte más constituían lo que se llama una aldea de cien habitantes.
Mientras  las muchachas se entretenían en hilar, la madre contaba al hijo, por la milésima vez, la tradición de su familia. Esta no es un secreto, la escribió Pío Benigno Mesa y está publicada en los Anales del Cuzco.
Esta es la tradición de Ollantay: Bajo el Imperio del Inca Pachacutec, noveno soberano del Cuzco, era Ollantay, curaca de Ollantaytambo, el gran generalísimo de los ejércitos. Amante correspondido de una de las ñustas o infantas,  solicitó de Pachacutec, y como recompensa a importantes servicios, que le acordase la mano de la joven. Rechazada su pretensión por el orgulloso monarca cuya sangre, según las leyes del imperio, no podía mezclarse con la de una familia que no descendiese directamente de Manco Cápac, el enamorado cacique desapareció una noche del Cuzco, robándose a su querida Cusicoyllor.
Durante cinco años fue imposible al Inca vencer al rebelde vasallo, que se mantuvo en armas en las fortalezas de Ollantaytambo, cuyas ruinas son hoy admiradas por los turistas que visitan la capital Antropológica de América. Pero Rumiñahui, otro de los generales de Pachacutec, en secreta entrevista con su rey, lo convenció de que más que a la fuerza, era preciso recurrir a la maña o a la traición para sujetar a Ollantay. El plan acordado fue tomar preso a Rumiñahui, con el pretexto de que había violado  el santuario de las vírgenes del Sol. Según lo pactado se le degradó  y azotó en  la plaza  pública para que, envilecido así, huyese del Cuzco y fuese a ofrecer sus servicios a Ollantay, que viendo en él una ilustre víctima, a la que un general de prestigio, no podía menos que dispensarle entera confianza. Todo se realizó como inicuamente estaba previsto, y la fortaleza fue entregada por el infame Rumiñahui, mandando el Inca decapitar a los prisioneros.
Un leal capitán salvo a Cusicoyllor y su tierna hija Imasumac, y se estableció con ellas en la falda de Laycacota, y en el sitio donde en 1669 debía esgrimirse la villa de San Carlos de Puno.
Concluía la anciana de referir a su hijo esta tradición, cuando se presentó ante ella un hombre, apoyado en un bastón, cubierto su cuerpo con un largo poncho de bayeta, y la cabeza por un  ancho y viejo sombrero de fieltro. El extranjero era un joven de veinticinco años y a pesar de la ruindad  de su traje, su porte  era distinguido, su rostro varonil y simpático  y su palabra graciosa y cortesana.
Dijo que era andaluz, y que su desventura lo traía a tal punto, que se hallaba sin pan ni un hogar. Los vástagos de la hija de Pachacutec le acordaron de buen grado la hospitalidad que demandaba.
Así transcurrieron varios meses. La familia se ocupaba en la cría de ganado y en el comercio de lanas, sirviéndola el huésped  muy útilmente. Pero la verdad era que el joven español se sentía apasionado de Carmen, la mayor de las hijas de la anciana y que ella no se daba por ofendida con ser objeto de las amorosas ansias del mancebo.
Como el platonismo, en `punto de terrenales afectos, no es eterno, llegó un día en que el galán, cansado de conversar con las estrellas en la soledad de sus noches, se animó a hablar con la madre, y ésta, que había aprendido a estimar al español, le dijo:
“Mi Carmen te llevara en dote una riqueza digna de la descendencia de emperadores”.
El novio no dio por el momento importancia a la frase: pero tres días después de realizado el matrimonio, la anciana lo hizo  levantarse de madrugada y le condujo a una bocamina, diciéndole: “Aquí tienes la dote de tu esposa”.
La hasta entonces ignorada, y después famosísima, mina de Laycacota fue desde ese día propiedad de don José Salcedo, que tal era el nombre del afortunado andaluz.
La opulencia de la mina y la generosidad de Salcedo y de su hermano don Gaspar atrajeron, en breve, gran número de aventureros a Laycacota.
“Había allí plata pura y metales, cuyo beneficio dejaba tantos marcos que pesaba el cajón. En ciertos días se sacaron centenares de miles de pesos”.
Estas aseveraciones parecerían fabulosas si todos los historiadores no estuviesen  uniformes en ellas.
Cuando algún español, principalmente andaluz o castellano, solicitaba un socorro  de Salcedo, este le regalaba  lo que pudiese sacar de la mina en determinado número de horas. El obsequio importaba casi siempre por lo menos el valor de una barra, que representaba dos mil pesos.
Muy pronto los españoles oriundos de las distintas provincias de la península, que residían en la mina, entraron en disensiones con los andaluces, castellanos y criollos favorecidos por Salcedo. Se dieron batallas sangrientas con variado éxito, hasta que el virrey don Diego de Benavides, conde de Santisteban, encomendó al obispo de Arequipa, fray Juan de Almoguera, la pacificación de la mina. Los partidarios de los Salcedo derrotaron a las tropas del obispo, librando mal herido al corregidor Peredo.
En estos combates, hallándose los de Salcedo, escasos de municiones, fundieron balas de plata. No se dirá que no mataban lujosamente.
Así las cosas, aconteció en Lima la muerte de Santisteban, y la Real Audiencia asumió el poder. El gobernador que ésta nombro para Laycacota, viéndose sin fuerzas para hacer respetas su autoridad, entregó el mando a don José Salcedo, que lo aceptó bajo título de justicia mayor. La Audiencia se declaró impotente y recelando nuevos ataques de los vascongados, y levantó y preparó una fortaleza en el cerro.
En verdad que la Audiencia tenía por entonces muchas cosas mas importantes que ocuparse con los disturbios que promovia en Chile el gobernador Meneses y con la tremenda y vasta conspiración del Inca Bohorques, descubierta en Lima, casi al estallar, y que condujo al caudillo y sus tenientes al cadalso.
El orden se había restablecido por completo en Laycacota, y todos los vecinos estaban contentos del buen gobierno y caballerosidad de la justicia mayor.
Pero en 1667 la Audiencia que tuvo que reconocer  al nuevo Virrey, llegado de España.
Era éste el conde de Lemos, mozo de treinta y tres años, a quien, según los historiadores, sólo faltaba sotana para ser un completo jesuita. En casi cerca de cinco años de mando, brilló poco como  administrador. Sus empresas  se limitaron a enviar, aunque sin éxito, una fuerte escuadra en persecución del bucanero Morgan, que había incendiado la ciudad de Panamá y a apresar, en las costas de Chile a Enrique Clerk. Un año después de  su destrucción por los bucaneros (1670), la antigua Panamá, fundada en 1518, se trasladó al lugar donde hoy se encuentra. Dos voraces incendios, uno en febrero de 1737 y otro en marzo de 1756, convirtieron en cenizas dos terceras partes de los edificios, que algunos debieron ser monumentales, a juzgar por las ruinas que por aquel entonces llamaban la atención de los viajeros.
El Virrey Conde de Lemos se distinguió únicamente por su devoción. Con mucha frecuencia se le veía barriendo el piso de la Iglesia de Desamparados, tocando en ella el órgano, y haciendo el oficio de cantor en la solemne misa dominical, dándole tres pepinillos de las murmuraciones de la nobleza, que juzgaba tales actos indignos  de un grande de España.
Dispuso este virrey, bajo pena de cárcel y multa, que nadie pintase cruz en sitio  donde pudiera ser pisada: que todos se arrodillasen  al toque de oraciones; y escogió para padrino de uno de sus hijos al cocinero del convento  de San Francisco, que era un negro con un “jeme de jeta y fama de santidad”.
Por cada individuo de los que ajusticiaba, mandaba celebrar treinta misas; y consagró, por lo menos, tres horas diarias al rezo del oficio parvo y del rosario, confesando y comulgando todas las mañanas, y concurriendo al jubileo y a cuanta fiesta o distribución religiosa se le anunciara.
Jamás se han visto en Lima procesiones tan espléndidas como las de entonces; y Lorente, en su Historia, trae la descripción de una en la que  trasladó desde Palacio a los Desamparados dando largo rodeo, una imagen de María que el virrey había hecho traer expresamente desde Zaragoza. Arco hubo en esa fiesta cuyo valor se estimó en más de doscientos mil pesos; tal era la profusión de alhajas y piezas de oro y plata que lo adornaban. La calle de Mercaderes lució por pavimento barras de plata, que representaban más de dos millones de ducados. “¡ Viva el lujo y quien lo trujo!”.
El fanático don Pedro Antonio de Castro y Andrade, conde de Lemos, marqués de Sarria y de Gátiva y duque de Taurifranco, que cifraba su orgullo en descender de San Francisco de Borja y que, a estar en sus manos en cada calle de Lima un colegio de jesuitas,  apenas fue proclamado en Lima, como representante de Carlos II, “el Hechizado” se dirigió a Puno con gran aparato de fuerza  y aprehendió a Salcedo.    
El justicia contaba con poderosos elementos para resistir; pero no quiso hacerse reo de rebeldía a su rey y señor natural.
El virrey, según muchos historiadores, lo condujo preso, tratándolo durante la marcha con extremado rigor. En breve tiempo quedó concluida la causa, sentenciando a Salcedo a muerte y confiscando sus bienes en provecho del real tesorero.
Como hemos dicho, los jesuitas dominaban al virrey. Jesuita era su confesor el padre Castillo y jesuitas sus secretarios. Las crónicas de aquellos tiempos acusan a los hijos de Loyola de haber contribuido eficazmente al trágico fin  del rico minero, que había prestado no pocos servicios a la causa de la corona y enviado a España algunos millones por el quinto de los provechos de la mina.
Cuando leyeron a Salcedo la sentencia, propuso al virrey que le permitiese apelar a España, y que por el tiempo que transcurriese desde la salida del navío hasta su regreso con la resolución de la corte de Madrid, lo obsequiaría diariamente con una barra de plata.
Y téngase en cuenta no sólo  que cada barra de plata se valoraría en dos mil duros, sino que el viaje del Callao a Cádiz no era realizable en menos de seis meses.
La  tentación era poderosa, y el conde de Lemos vaciló.
Pero los jesuitas le hicieron presente que mejor partido sacaría ejecutando a Salcedo y confiscándole sus bienes.
El que más influyó en el ánimo de su excelencia fuel el padre Francisco del Castillo, jesuita peruano que está en olor de santidad, el cual era padrino de bautismo de don Salvador Fernández de Castro, marqués de Almuña (título que en la Península no existe) e hijo del virrey.
Salcedo fue ejecutado en el sitio llamado Oroca-Pata, a poca distancia de la ciudad de Puno.
Cuando la esposa de Salcedo supo del terrible desenlace del proceso, convocó a sus deseos y les dijo: “Mis riquezas han traído mi desdicha. Los que las codician han dado muerte afrentosa al hombre que Dios me deparó por compañero. Mirad como le vengáis”.
Tres días después la mina de Laycacota había dado en agua, y su entrada  fue cubierta  con peñas, sin que hasta hoy haya podido descubrirse el sitio donde ella existió: “Los parientes de la mujer de Salcedo inundaron la mina, haciendo estéril para los asesinos  del justicia mayor el crimen a que la codicia los arrastrara”.
La desolada viuda, había desaparecido, y se cree que se sepultó viva en uno de los corredores de la mina.
Otros sostienen que la mina de Salcedo era lo que hoy se conoce  con el nombre de “Manto”. Este es un error que debemos rectificar. La codiciada mina de Salcedo estaba entre los cerros Laycacota y Cancharani.
El virrey, conde de Lemos, en cuyo periodo de mando tuvo lugar la canonización de Santa Rosa, murió en diciembre de 1673, y su corazón  fue enterrado bajo el altar mayor de la iglesia de los Desamparados.
Las armas de este virrey eran, por Castro, un sol de oro sobre gules.

En cuanto a los descendientes de los hermanos Salcedo alcanzaron bajo el reinado de Felipe V la rehabilitación de su nombre y el título de marqués de Villarica para el jefe de la familia.  

miércoles, 8 de julio de 2015

PROCEDEMOS DE LA CULTURA LIMA

El estudio de la producción del conocimiento sobre la cultura Lima (200-650 d.C.) implica, necesariamente, interesarnos en la historia de cómo la disciplina arqueológica ingresó al Perú, así como, la forma en que se "recolectaban" -o mejor dicho percibían y registraban- los datos sobre los cuales se basan nuestras interpretaciones de su proceso cultural. En nuestra opinión, grosso modo esta historia atravesó tres etapas que trazan un derrotero que -al menos en las dos primeras- refleja la historia de la arqueología en el Perú.
Veamos los rasgos más significativos en cada una de ellas. La primera etapa estuvo signada por las actividades del arqueólogo alemán Max Uhle y abarcó un lapso de tiempo que puede considerarse entre 1896 y 1911, es decir, durante el tiempo que trabajó en el Perú y sentó las bases de una arqueología moderna gracias a su sólida formación europea. Dado su carácter fundacional, en este período no se publicaron artículos o monografías específicas sobre la cultura Lima pero ya se advirtieron testimonios de su presencia. Por entonces, las culturas precolombinas se dividían entre Inca y pre-Inca, de allí que se entiende mejor por qué Uhle vincularía las expresiones culturales de esta época en la costa central a "la antigua cultura de Ica y Nazca". Uhle veía vínculos estilísticos con el sur, expresados en la decoración de la cerámica y un mural pintado encontrado en el valle de Chancay que interpretaba como "peces entrelazados". Su planteamiento parecía verse reforzado por un conjunto de piezas de cerámica -de claro estilo Nazca- mostrando paneles de figuras alargadas, aserradas y entrelazadas como motivo decorativo principal en vajillas procedentes del valle de Chancay. 
Además de conocer este conjunto cerámico Lima procedente del valle de Chancay, Uhle estudió otros importantes centros monumentales de esta cultura, como: Copacabana (valle del Chillón), Huaca Aramburú (valle del Rímac), huaca Juliana (o "Pucllana" de Miraflores) y el cementerio de Nievería, además del Santuario de Pachacamac en donde encontró cerámica Lima "debajo de la terraza oriental más inferior del Templo del Sol".  Por estos motivos, y a pesar de su brevedad, este primer período puede ser llamado de "la influencia alemana".
Los ecos de las actividades de Uhle continuarían en la segunda etapa de esta historia de la investigación de la cultura Lima. Las colecciones que formó durante su fructífera estadía profesional en Lima -sea trabajando para la Universidad de California o para el Estado peruano- son objeto de estudios que tratan de describirlas y ordenarlas. Se iniciaría con el trabajo del francés Raoul d´Harcourt (1922) que estudia, principalmente, una parte de las colecciones que Uhle recuperó del cementerio de Nievería y que, entonces, se encontraban en el "Museo de Lima".1 Sigue con las actividades de arqueólogos norteamericanos como Alfred L. Kroeber (1926) y Ann H. Gayton (1927) que, asimismo, analizan las colecciones hechas por Uhle en Chancay y Nievería, respectivamente, depositadas en el museo de la Universidad de California. Uhle las había recolectado cuando trabajaba para esa institución entre y 1899 y 1905. El 1 de enero de 1906 Max Uhle fue contratado por el Estado peruano y nombrado Director del Museo Nacional del Perú (Kroeber y Strong, 
Los también norteamericanos, Gordon Willey (1943), William Duncan Strong y John H. Corbett (1943), Louis M. Stumer (1953, 1954), nuevamente, Alfred L. Kroeber (1954), Thomas C. Patterson (1966), Timothy K. Earle (1972) y Jeffrey Quilter (1986) realizan sendos trabajos de campo en sitios Lima que, mayormente, se publican como monografías y artículos específicos en donde se explayan sobre los testimonios de esta cultura como una clara entidad independiente. También están comprendidos en este período trabajos importantes del peruano Pedro Villar Córdova (1935), el ecuatoriano Jacinto Jijón y Caamaño (1949) y los italianos Pellegrino Claudio Sestieri y Ernesta Cerulli(1967),  Asimismo, en este lapso las expresiones materiales de la cultura Lima se agrupan bajo las etiquetas de "Proto Lima", "Interlocking", "Cajamarquilla", "Playa Grande", "Maranga" y otros.
Lo que nos interesa señalar con este rápido recuento es la preponderancia y el dominio de los arqueólogos norteamericanos que, por la cantidad y calidad de los resultados publicados, pueden dar nombre a este segundo período de investigación como de "la influencia norteamericana". Su punto culminante está marcado por la secuencia estilística de cerámica elaborada por T. C. Patterson (1966), la misma que sigue dictando el ordenamiento cronológico relativo a los restos de esta cultura hasta ahora y de la que se ha tomado el nombre -"Lima"- que la identifica actualmente entre la mayor parte de los estudiosos. Cabe señalar, además, que este período se caracteriza por la proyección y alcances de los trabajos realizados y publicaciones monográficas hechas por los colegas estadounidenses en un nivel, al presente, no igualado.
Cabe reflexionar sobre los factores que habrían posibilitado esta impronta norteamericana en el estudio de la cultura Lima, entre los que podemos mencionar: a) El orden y plan de sus investigaciones, pues comenzaron estudiando las colecciones de Max Uhle en los Estados Unidos, produciendo sendas monografías sobre cada una de ellas, b) Emprendieron programas de investigaciones regionales -excavando y/o prospectando en sitios Lima importantes- con metas claras, como la de establecer columnas cronológicas para ordenar e interpretar este desarrollo cultural en la costa central. Estos fueron los casos del frustrado intento de Louis M. Stumer, el exitoso de Thomas Patterson y el limitado al valle de Lurín de Timothy Earle, c) Sus investigaciones fueron patrocinadas por instituciones universitarias de prestigio contando con becas o fondos de investigación suficientes, d) Fue sostenida en el tiempo, por poco más de medio siglo.
Por último, el tercer período de investigaciones está marcado por la actividad de arqueólogos mayormente peruanos. Puede decirse que se define a principios de los ochenta y dura hasta el presente. Se caracterizaría por trabajos con intentos de articulación o síntesis limitados, ausencia de monografías publicadas que muestren por extenso los resultados de las excavaciones realizadas y un acatamiento, casi sin reservas, de la secuencia de Patterson. Asimismo, se contempla una notable escases de análisis arqueométricos -no obstante la disponibilidad local y externa de muchas de sus técnicas- entre los cuales destaca la relativa ausencia de series de fechados radiocarbónicos, los cuales son importantes para definir mejor la cronología, las variantes y los estilos en la secuencia cerámica y cultural del ámbito que abarcó su ocupación.
Se interviene en yacimientos monumentales como Pachacamac, Huaca Pucllana, Maranga, Melgarejo, Cerro Culebra, Cerro Trinidad, Cajamarquilla y Catalina Huanca.
Además de trabajos en otros sitios de menor tamaño, aunque no menos importantes. Destacan los trabajos de puesta en valor de la Huaca Pucllana, en donde la confluencia de su ubicación en uno de los distritos más ricos de la capital y el trabajo sostenido de tres décadas han dado como resultado el monumento de la cultura Lima más visibilizado en la actualidad (Flores, 2005). Sin embargo, por estar limitado a ese sitio y por la ausencia de publicaciones de envergadura que muestren los resultados de sus excavaciones de manera amplia y detallada, sus investigaciones no han incidido aún de manera sustancial en el esclarecimiento de las diferentes problemáticas de la sociedad Lima. Por los aspectos bosquejados esta etapa de la investigación de la cultura Lima podría denominarse "nacional".
Sus características pueden deberse a varios factores que valen la pena comentar, entre los que no está ausente el "desinterés" en que ha caído el tema por el escaso rédito que -en términos de prestigio intelectual- implicarían "descubrimientos poco espectaculares". Los cuales -pensando erróneamente claro está- no se darían entre las expresiones materiales de los Lima, comparadas con otras de sociedades coetáneas como los Moche de la costa norte y los Nazca de la costa sur. Actualmente, es necesario considerar la promoción mediática -tanto nacional como internacional- y estos factores subjetivos para postular a subsidios o fondos con mayores posibilidades de éxito, principalmente, estatales en el caso peruano. Es probable, asimismo, que este último aspecto tenga algo que ver con la "escasez" de investigadores extranjeros interesados en el estudio de la cultura Lima.
Como sabemos, la práctica de una arqueología moderna exige el análisis multidisciplinario de los restos recuperados. Como, por ejemplo, los ensayos de análisis de levaduras, actividad fermentativa y de polen que Segura (2001) realizó con algunos resultados. Estos constituyen pruebas necesarias para sustentar propuestas más acotadas pero que, a la vez, tendrán mayores implicancias en las hipótesis explicativas. Como aquélla que un evento ENSO (El Niño Southern Oscillation) afectó de modo importante la historia de Cajamarquilla (Mogrovejo y Makowski 1999), como parecen indicar ciertos contextos no publicados en detalle. Sin embargo, cabría preguntarse si los impactos de los eventos ENSO no afectaron a la sociedad Lima en diferentes momentos a lo largo de su historia, de qué modo y en qué medida. En este aspecto, sin duda, la geología del cuaternario tiene algo que decir, como lo pone de manifiesto la aproximación de Valdez y Jacay (Ms). Muchos otros artículos y aportes se han dado en esta última etapa, sin embargo, no logran variar el perfil general aquí trazado.
Por otro lado, volvemos a señalar los escasos fechados radiocarbónicos aplicados a sus restos orgánicos, poco más de una docena publicados al presente (Falcón, ms). Sólo una descripción detallada de los contextos excavados y sus asociaciones marcarán los criterios principales para la segregación de fases culturales y/o eventos sociales y naturales importantes. En este sentido, quedan muchas interrogantes en el estudio de la cultura Lima, algunas nunca enfocadas, como por ejemplo, la ausencia de las denominadas fases tardías (7, 8 y 9) de la secuencia Lima en el valle de Chancay, cuasi exclusivamente determinado por elementos estilísticos de la cerámica.
No se han realizado fechados radio carbónicos para Cerro Trinidad, Chancayllo y Horcón, los tres sitios más importantes de esta cultura en el valle de Chancay, a pesar de la monumentalidad y complejidad de los dos últimos y la antigüedad en la historia de la investigación del tema del primero, con intervenciones directas de Uhle y Willey.
Por otro lado, las fases medias de la secuencia (4, 5 y 6) concentran el 76% de la muestra total de fragmentos cerámicos usados para definirlas y susténtalas  (Patterson, 1966), sin embargo, nuestro conocimiento  de las características  de la arquitectura  y sus asentamientos durante el tiempo  que abarcarían son muy limitados. En consecuencia, sería posible ensayar una hipótesis en el sentido de que la ausencia de cerámica de las fases  tardías en los extensos centros urbanos Lima del valle de Chancay  se deba a causas culturales antes que cronológicas, es decir cabe la posibilidad de u las fases medias en este valle tengan una mayor duración. Esto no lo sabemos a ciencia cierta.


Hay algunas lecciones importantes que sacar de esta breve historia de poco más de un siglo de investigaciones arqueológicas. Seguramente, el futuro de la arqueología de la cultura Lima exigirá mayores esfuerzos y mejores estrategias de investigación y planificación, sustentados en programas de campo institucionales de largo aliento –convenientemente financiados- que permitan conocer mejor el origen, desarrollo y desaparición de una sociedad de fuerte impronta regional que aún conserva importantes yacimientos en el ámbito donde  se asienta la actual capital del Perú.

¿ BALNEARIOS DEL CENTRO?

Balneario es, según el Diccionario de la Real Academia española, un lugar de baños para solaz público. Lugar con presencia de agua de mar, de río o de laguna. Según esa definición, Lima tiene balnearios al sur y al norte de la ciudad ¿ habrá algo asimilable en el centro?.
Lima es ciudad rodeada de desierto, cruzada por tres ríos – Chillón, Rímac y Lurín - que han generado valles milenarios de ordenamiento agrario precolombino.
Sin embargo, tal como ocurre con el mar, a ciudad le da la espalda a sus valles y ha referido sembrar cemento dejando hoy solo menos de 5.000 hectáreas de suelo agrícola disponible.
La tendencia en el desarrollo  de las urbes en el mundo es reconciliarse con sus recursos naturales. Hay ejemplos notabas como la recuperación del río Mapocho en Santiago de Chile, el río Medellín en la ciudad del mismo nombre, la sabana de Bogotá o el río Guayas en Guayaquil.
El río es una bendición  para una ciudad. No solo fuente de agua o navegación, sino de paisaje y área pública de recreación e identidad.
En Lima, los tres ríos son un vertedero de contaminantes, usados como recipientes  de desagües domésticos, desechos industriales, relaves mineros, residuos sólidos, etc.
La autoridad Nacional del Agua, que no tiene real autoridad, propone como salvación una franja original sin uso ambos lados de los ríos de 50 metro, afectado propiedad privada que no expropia y dejando  pista libre a los traficantes de tierras. Medida absurda en un territorio urbano.
El Chillón en su recorrido urbano tiene cerca de 250 hectáreas de uso disponible en ambas márgenes entre Puente Piedra y Carbayllo, mientras el río  Rímac desde Vitarte hasta Chaclacayo tiene cerca de 400 hectáreas, y el río Lurín tiene más de 100. Son casi mil hectáreas que puede ganar la ciudad, generando un metro cuadrado más e área verde por habitante.
Imaginemos al Rímac o al Chillón en su paso por la ciudad debidamente canalizado, descontaminado, formando lagunas, acompañado en ambas imágenes de un gran parque lineal con áreas  para deportes, cultura, recreación y la ciudad mirando al río. Sería un área ambiental y recreativa de uso permanente  con una vía paisajista  y espacios para e ocio, aparte de reserva de agua en el subsuelo para una metrópoli sedienta.
Esto implica  obviamente  proteger los ríos  en las cuencas baja y media, e impedir su contaminación, reordenar todas las zonas de riesgo y convocar alianzas público-privadas para desarrollar proyectos urbanos mirando al río, con los cuales se financian los parques.
Adicionalmente, se incorporaría el rescate de los asentamientos precolombinos de las culturas Ichma y Lima existentes en los tres valles.

Con la recuperación de nuestros ríos, el patrimonio milenario  y el borde costero, la capital sería una marca única en el mundo y un motivo de identidad para todos los limeños. Acá el alcalde tiene un desafío  de este tema ya tratado en el Plan Regional de Desarrollo Concertado (2014). ¿ Por qué no lo hace suyo?. Los vecinos se lo agradeceremos.

EL AUTOGOL DEL RACISMO


Cada vez que el italiano no Paolo di Canio marcaba un gol con la camiseta del Lazio, corría hacia una de  las curvas del Estadio Olímpico de Roma, donde se  ubicaban los barristas ultras de su equipo. Allí frente a ellos les rendía honores con el saludo facista, levantando el brazo derecho. No solo por esto Di Canio generaba controversia. Además de llevar un águila imperial tatuada en la espalda, tiene grabada en su cuerpo la palabra  Dux (Duque) en honor al personaje que más admira, Benito Mussolini.
Aunque algunas barras bravas peruanas usan esvásticas y llevan nombres liados a la barbarie nazi (una de las facciones de la Trinchera norte se llama Holocausto), el racismo en el futbol local está lejos de tener  una simbología de ese tipo. Es más las alusiones al nazismo  no corresponden a una identificación ideológica, sino a un patético intento de demostrar una supuesta fiereza, de hacer sentir miedo. Probablemente  algunos de estos barristas crean que Hitler era un puntero derecho de un equipo berlinés y Goebbels, un despiadado volante que le cubría las espaldas.
El racismo en nuestras canchas es, si cabe el término, más simplón. Se expresa a través de los ”uh uh uh” que, a la manera de sonidos simiescos, grandes y chicos repiten en la tribuna cuando un jugador afrodescendiente toma la pelota. Y con los “negros de mierda” o “serrano estúpido “que se repiten en las graderías o entre los propios jugadores durante el juego.
Sin embargo, el reciente vejamen sufrido por el jugados Luis Tejada, durante el partido del Cienzano y el Aurich en el Cuzco subleva por varias razones. Además de los insultos que obligaron al panameño a abandonar el campo, ni el árbitro ni los organizadores del encuentro reaccionaron adecuadamente. El juego continuo como si nada  importante hubiese ocurrido.
Lo peor vino después. El  administrador del cuadro cuzqueño, Jorge Balbi, envió una carta a la Asociación Deportiva de Futbol  Profesional solicitando que el delantero sea castigado por “victimizarse e incitar a la violencia”, ya que según dijo, los insultos que recibió no fueron racistas.
Sin embargo, luego indicó: ‘Para el próximo partido, si a uno de mis jugadores le dicen “chino de m…’’ó’’ cholo” ¿ voy a pedir que se retiren del campo?
No, pues, esto es un mal presente  en el futbol. El remate de sus declaraciones fue, para usar términos futbolísticos, de campeonato: “ En el Perú, los insultos que hay, no tienen la connotación negativa de racismo que hay en Europa y la gente del futbol lo sabe”.

En realidad, el mal precedente es que existan personas que quieran pasar por agua tibia actitudes que se deben erradicar sin miramientos. Lo que sufrió Tejada sobre el césped del Garcilaso se repite con los mismos o más decibelios en la combi, el mercado, plazas, colegios y avenidas de todo el país. El racismo en el Perú esta enraizado y para ponerse fin un requisito fundamental es empezar por reconocerlo.