viernes, 7 de agosto de 2015

DOÑA ROSA CAMPUZANO "LA PROTECTORA"

Cuenta Ricardo Palma, en sus Tradiciones Peruanas, “que entre sus condiscípulos había un niño de la misma edad, hijo único de don Juan Weniger, propietario de dos valiosos almacenes de calzado en la calle de Plateros de San Agustín. Alejandro, que así se llamaba mi colega, excelente muchacho que corriendo los tiempos, murió en la casi de capitán en una de nuestras desastrosas batallas civiles, simpatizaba mucho conmigo, y en los días festivos acostumbrábamos a mataperrear juntos”.
Alejandro era alumno interno y pasaba los domingos en casa de su padre, alemán huraño de carácter, “en cuyo domicilio, al que yo iba con frecuencia en busca del compañero, nunca vi ni sombra de faldas. En mi concepto, Alejandro era huérfano de madre”.
Como en ningún colegio faltaban espíritus precoces  para la maledicencia, en una de esas frecuentes contiendas escolares trábose Alejandro de palabras con otro compañero, y éste, con aire de quien lanza abrumadora injuria le gritó:
¡ Callate, protector!
Alejandro, que era algo vigoroso, selló la boca de su adversario con un rudo puñetazo que le rompió un diente.
“Confieso que en mi frivolidad semiinfantil, no paré mientes en la palabra  ni la estimé injuriosa. Verdad también que yo ignoraba su significación y alcance, y aún sospecho que a la mayoría de mis compañeros les paso lo mismo”.
 ¡Protector! ¡Protector!, murmurábamos. ¿Por qué se habrá afarolado tanto este muchacho?.
“La verdad era que por tal palabrita ninguno de nosotros habría  escupir sangre a un colega. En fin, cada cual  tiene el genio que Dios le ha dado”.
“Una tarde me dijo Alejandro:  Ven quiero presentarte a mi madre. Y en efecto. Me condujo  a los altos del edificio en que esta situada la Biblioteca Nacional, y cuyo director, que lo era por entonces el ilustre Vigil, concedía habitación gratuita a tres o cuatro familias que habían  venido a menos”.
En un departamento compuesto por dos cuartos vivía la madre de Alejandro. Ella era una señora de aproximadamente unos cincuenta años, de muy simpática fisonomía, delgada, de mediana estatura, color casi alabastrino, ojos azules y expresivos, boca pequeña y manos delicadas. Unos veinte años atrás debió haber sido una mujer seductora por su belleza y gracia y perturbado  a muchos varones en ejercicio de su varonía.
Se apoyaba para andar en una muleta con pretensiones de bastón y cojeaba ligeramente.
Su conversación era muy entretenida y muy graciosa contando chistes limeños, si bien muchas veces parecía presuntuosa por rebuscar las palabras cultas.
“Tal era en 1846 o 1947, años en que la conocí, la mujer que en la crónica casera de la época de la Independencia fue bautizada con el apodo de la Protectora”
Rosa Campuzano, nació en Guayaquil en 1798. Aunque hija de familia que ocupaba posición, sus padres  se esmeraron en darle buena educación, y a los quince años bailaba como una “almea de Oriente”, cantaba como una sirena y tocaba el clavecín y la vihuela todas las canciones del repertorio musical de la moda. Con estos atractivos, unidos al de su personal belleza y juventud, es claro que el número de sus enamorados tenía que ser como el de las estrellas, infinito.
La niña era ambiciosa y soñadora, con lo que esta dicho que después de cumplidos los dieciocho años prefirió a ser la esposa de un hombre pobre de fortuna que la amase con todo el amor del alma, ser la querida de un hombre opulento que, por vanidad, la estimase  como valiosa joya. No quiso lucir percal y una flor en el peinado, sino vestir seda y terciopelo y deslumbrar con diademas de perlas y brillantes.
En el año de 1817 llegó a Lima la Rosita, en compañía de su amante  un acaudalado español, que frisaba la edad de cincuenta años, y cuyo goce era rodear a su querida de todos los esplendores del  lujo y satisfacer sus caprichos y fantasías.
Con el tiempo los elegantes salones de la casa de la Campuzano, en la calle de San Marcelo, fueron el centro de la juventud dorada. Los condes de la Vega del Ren y de San Juan de Lurigancho, el marqués de Villafuerte, el vizconde de San Donás y otros títulos partidarios de la revolución; Boqui, el caraqueño Cortínez Sánchez Carrión, Mariátegui y muchos caracterizados conspiradores  en favor de la causa de la Independencia formaban la tertulia de Rosita, que con el entusiasmo febril con que las mujeres se apasionan de toda la idea grandiosa, se hizo ardiente partidaria de la patria.
Desde que el general Don José de San Martín desembocó en la Península de Pisco, doña Rosa, que tenía como amante oficial al general Domingo Tristán, entabló activa correspondencia  con el egregio argentino. Tristán y La Mar, que era otro de los apasionados de la gentil dama, servían aún bajo la bandera del Rey, y acaso tuvieron en presencia de la joven  expansiones  políticas que ella explotara en provecho de la causa de sus simpatías. Deciase que el Virrey La Serna quemaba el incienso del galanteo, ante la linda gualaquileña y que no pocos secretos planes de los realistas pasaron  así desde la casa de doña Rosa hasta el campamento de los patriotas en Huaura.
Don Tomás Heres, prestigioso capitán  del Batallón Numancia, instado por dos de sus amigos, sacerdotes oratorianos, para afiliarse a la buena causa, se manifestaba irresusuto. Los encantos de doña Rosa acabaron por decidirlo, y el Numancia, fuerte de 900 plazas, paso a incorporarse entre las tropas REPUBLICANAS. La causa de España en el Perú querdó desde ese momento herida de muerte.
En una revolución que a principios de 1821, debió encabezar en la fortaleza del Callao el comandante del Batallón Cantabria, don Juan Santalla, fue doña Rosa la encargada  de poner a este jefe en relación  con los patriotas. Pero Santalla que era un barbarote de tan hercúleo vigor que con solo tres dedos doblaba un peso fuerte se arrepintió en el momento preciso y rompió con sus amigos, poniendo la trama en conocimiento del virrey, si bien tuvo la hidalguía de no denunciar a ninguno de los complicados.
San Martín, antagónico en esto a su ministro Monteagudo y el Libertador Bolívar, no dio en Lima motivo de escándalo por aventuras mujeriegas. Sus relaciones con la Campuzano fueron de tapadillo. Jamás se le vio en público con su querida, pero como nada hay oculto bajo el sol, algo debió trasluciese, y la heroína quedó bautizada  con el sobrenombre de la Protectora.
Organizada ya la Orden del Sol, San Martín por decreto de 11 de enero de 1822, creo ciento doce caballerescas seglares y treinta y dos caballerescas monjas, escogidas entre las más notables de los trece monasterios de Lima. Entre las primeras se encontraron  las condesas de San Isidro y de la Vega y las marquesas de Torre-Tagle, Casa Boza, Castellón y Casa muñoz.
El viajero Stevenson, que fue secretario de lord Cochrane, y que como tal participaba del encono de su jefe contra San Martín, critica en el tomo III de su curiosa  y entretenida obra, impreso en Londres en 1829.” Historical and descriptive narrative of twenty years residence in South America”, que el protector hubiera investido a su favorita la Campuzano con la banda bicolor (blanco y rojo), distintivo de las caballerescas. Esta banda llevaba en letras de oro la inscripción siguiente: “al patriotismo de las más sensibles”. Parecerme que en los albores de la Independencia la sensiblería estuvo muy a la moda.     
Dice Ricardo Palma: “Sin discurrir sobre la convivencia o inconveniencia de la creación de una Orden  antidemocrática  y atendiendo únicamente al hecho, encuentro injusta  la crítica de Stevenson”. Es seguro que a ninguna otra de las caballerescas debió la causa libertadora, servicios de tanta magnitud como los prestados por doña Rosa. En la hora  de la recompensa y de los honores, no era lícito agraviarla con ingrato olvido.
Con el alejamiento de San Martín de la vida pública se eclipsa también  la estrella de doña Rosa Campuzano. Con Bolívar debía lucir otro astro femenino.
Posteriormente, y cuando los años y acaso las decepciones, habían marchitado a la mujer y traídola a condición estrecha de recursos para la vida, el Congreso del Perú asignó a la caballeresca de la Orden del Sol una modesta pensión.

La Protectora  murió, en L.ima, por los años de 1858 a 1860.

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