Cuenta Ricardo Palma, en sus Tradiciones Peruanas, “que
entre sus condiscípulos había un niño de la misma edad, hijo único de don Juan
Weniger, propietario de dos valiosos almacenes de calzado en la calle de
Plateros de San Agustín. Alejandro, que así se llamaba mi colega, excelente
muchacho que corriendo los tiempos, murió en la casi de capitán en una de
nuestras desastrosas batallas civiles, simpatizaba mucho conmigo, y en los días
festivos acostumbrábamos a mataperrear juntos”.
Alejandro era alumno interno y pasaba los domingos en casa
de su padre, alemán huraño de carácter, “en cuyo domicilio, al que yo iba con
frecuencia en busca del compañero, nunca vi ni sombra de faldas. En mi
concepto, Alejandro era huérfano de madre”.
Como en ningún colegio faltaban espíritus precoces para la maledicencia, en una de esas
frecuentes contiendas escolares trábose Alejandro de palabras con otro
compañero, y éste, con aire de quien lanza abrumadora injuria le gritó:
¡ Callate, protector!
Alejandro, que era algo vigoroso, selló la boca de su
adversario con un rudo puñetazo que le rompió un diente.
“Confieso que en mi frivolidad semiinfantil, no paré mientes
en la palabra ni la estimé injuriosa.
Verdad también que yo ignoraba su significación y alcance, y aún sospecho que
a la mayoría de mis compañeros les paso lo mismo”.
¡Protector!
¡Protector!, murmurábamos. ¿Por qué se habrá afarolado tanto este muchacho?.
“La verdad era que por tal palabrita ninguno de nosotros
habría escupir sangre a un colega. En
fin, cada cual tiene el genio que Dios
le ha dado”.
“Una tarde me dijo Alejandro: Ven quiero presentarte a mi madre. Y en
efecto. Me condujo a los altos del
edificio en que esta situada la Biblioteca Nacional, y cuyo director, que lo
era por entonces el ilustre Vigil, concedía habitación gratuita a tres o cuatro
familias que habían venido a menos”.
En un departamento compuesto por dos cuartos vivía la madre
de Alejandro. Ella era una señora de aproximadamente unos cincuenta años, de
muy simpática fisonomía, delgada, de mediana estatura, color casi alabastrino,
ojos azules y expresivos, boca pequeña y manos delicadas. Unos veinte años
atrás debió haber sido una mujer seductora por su belleza y gracia y
perturbado a muchos varones en ejercicio
de su varonía.
Se apoyaba para andar en una muleta con pretensiones de
bastón y cojeaba ligeramente.
Su conversación era muy entretenida y muy graciosa contando
chistes limeños, si bien muchas veces parecía presuntuosa por rebuscar las
palabras cultas.
“Tal era en 1846 o 1947, años en que la conocí, la mujer que
en la crónica casera de la época de la Independencia fue bautizada con el apodo
de la Protectora”
Rosa Campuzano, nació en Guayaquil en 1798. Aunque hija de
familia que ocupaba posición, sus padres
se esmeraron en darle buena educación, y a los quince años bailaba como
una “almea de Oriente”, cantaba como una sirena y tocaba el clavecín y la
vihuela todas las canciones del repertorio musical de la moda. Con estos
atractivos, unidos al de su personal belleza y juventud, es claro que el número
de sus enamorados tenía que ser como el de las estrellas, infinito.
La niña era ambiciosa y soñadora, con lo que esta dicho que
después de cumplidos los dieciocho años prefirió a ser la esposa de un hombre
pobre de fortuna que la amase con todo el amor del alma, ser la querida de un
hombre opulento que, por vanidad, la estimase
como valiosa joya. No quiso lucir percal y una flor en el peinado, sino
vestir seda y terciopelo y deslumbrar con diademas de perlas y brillantes.
En el año de 1817 llegó a Lima la Rosita, en compañía de su
amante un acaudalado español, que
frisaba la edad de cincuenta años, y cuyo goce era rodear a su querida de todos
los esplendores del lujo y satisfacer
sus caprichos y fantasías.
Con el tiempo los elegantes salones de la casa de la
Campuzano, en la calle de San Marcelo, fueron el centro de la juventud dorada.
Los condes de la Vega del Ren y de San Juan de Lurigancho, el marqués de
Villafuerte, el vizconde de San Donás y otros títulos partidarios de la
revolución; Boqui, el caraqueño Cortínez Sánchez Carrión, Mariátegui y muchos
caracterizados conspiradores en favor de
la causa de la Independencia formaban la tertulia de Rosita, que con el
entusiasmo febril con que las mujeres se apasionan de toda la idea grandiosa,
se hizo ardiente partidaria de la patria.
Desde que el general Don José de San Martín desembocó en la Península
de Pisco, doña Rosa, que tenía como amante oficial al general Domingo Tristán,
entabló activa correspondencia con el egregio
argentino. Tristán y La Mar, que era otro de los apasionados de la gentil dama,
servían aún bajo la bandera del Rey, y acaso tuvieron en presencia de la
joven expansiones políticas que ella explotara en provecho de
la causa de sus simpatías. Deciase que el Virrey La Serna quemaba el incienso
del galanteo, ante la linda gualaquileña y que no pocos secretos planes de los
realistas pasaron así desde la casa de
doña Rosa hasta el campamento de los patriotas en Huaura.
Don Tomás Heres, prestigioso capitán del Batallón Numancia, instado por dos de sus
amigos, sacerdotes oratorianos, para afiliarse a la buena causa, se manifestaba
irresusuto. Los encantos de doña Rosa acabaron por decidirlo, y el Numancia, fuerte
de 900 plazas, paso a incorporarse entre las tropas REPUBLICANAS. La causa de
España en el Perú querdó desde ese momento herida de muerte.
En una revolución que a principios de 1821, debió encabezar
en la fortaleza del Callao el comandante del Batallón Cantabria, don Juan
Santalla, fue doña Rosa la encargada de
poner a este jefe en relación con los patriotas.
Pero Santalla que era un barbarote de tan hercúleo vigor que con solo tres dedos
doblaba un peso fuerte se arrepintió en el momento preciso y rompió con sus
amigos, poniendo la trama en conocimiento del virrey, si bien tuvo la hidalguía
de no denunciar a ninguno de los complicados.
San Martín, antagónico en esto a su ministro Monteagudo y el
Libertador Bolívar, no dio en Lima motivo de escándalo por aventuras
mujeriegas. Sus relaciones con la Campuzano fueron de tapadillo. Jamás se le vio
en público con su querida, pero como nada hay oculto bajo el sol, algo debió
trasluciese, y la heroína quedó bautizada
con el sobrenombre de la Protectora.
Organizada ya la Orden del Sol, San Martín por decreto de 11
de enero de 1822, creo ciento doce caballerescas seglares y treinta y dos
caballerescas monjas, escogidas entre las más notables de los trece monasterios
de Lima. Entre las primeras se encontraron
las condesas de San Isidro y de la Vega y las marquesas de Torre-Tagle,
Casa Boza, Castellón y Casa muñoz.
El viajero Stevenson, que fue secretario de lord Cochrane, y
que como tal participaba del encono de su jefe contra San Martín, critica en el
tomo III de su curiosa y entretenida
obra, impreso en Londres en 1829.” Historical and descriptive narrative of
twenty years residence in South America”, que el protector hubiera investido a
su favorita la Campuzano con la banda bicolor (blanco y rojo), distintivo de
las caballerescas. Esta banda llevaba en letras de oro la inscripción
siguiente: “al patriotismo de las más sensibles”. Parecerme que en los albores
de la Independencia la sensiblería estuvo muy a la moda.
Dice Ricardo Palma: “Sin discurrir sobre la convivencia o
inconveniencia de la creación de una Orden
antidemocrática y atendiendo únicamente
al hecho, encuentro injusta la crítica
de Stevenson”. Es seguro que a ninguna otra de las caballerescas debió la causa
libertadora, servicios de tanta magnitud como los prestados por doña Rosa. En
la hora de la recompensa y de los
honores, no era lícito agraviarla con ingrato olvido.
Con el alejamiento de San Martín de la vida pública se
eclipsa también la estrella de doña Rosa
Campuzano. Con Bolívar debía lucir otro astro femenino.
Posteriormente, y cuando los años y acaso las decepciones,
habían marchitado a la mujer y traídola a condición estrecha de recursos para
la vida, el Congreso del Perú asignó a la caballeresca de la Orden del Sol una
modesta pensión.
La Protectora murió,
en L.ima, por los años de 1858 a 1860.
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