Se denomina Motín
de Esquilache a la revuelta que tuvo lugar en Madrid en marzo
de 1766, siendo rey Carlos III.
La movilización popular fue masiva (un
documento contemporáneo cita la cifra de treinta mil participantes
-posiblemente una exageración para una población de ciento cincuenta mil
habitantes-), y llegó a considerarse amenazada la seguridad del propio rey. No
obstante, a pesar de su espectacularidad y su extensión o coincidencia de
revueltas por causas semejantes en otros lugares de España, la más evidente
consecuencia política del motín se limitó a un cambio de gobierno que incluía
el destierro del marqués de Esquilache, el principal ministro del
rey, al que los amotinados culpaban de la carestía del pan, y que se había
hecho extraordinariamente impopular como consecuencia de la prohibición de
algunas vestimentas tradicionales. Su condición de italiano contribuyó de
forma importante a ese rechazo. Las iniciales medidas de apaciguamiento y el
especial cuidado que a partir de entonces se puso en el abasto de Madrid fueron
suficientes para garantizar el orden social en los años siguientes.
Se han identificado diferentes intereses
y grupos de poder nobiliarios y eclesiásticos, tanto entre los acusados de
instigar el motín (que según las conclusiones de la Pesquisa Secreta llevada
a cabo por las autoridades desde el mes de abril de 1766 estuvo planificado por
los jesuitas y personalidades afines, como el marqués de la Ensenada
–ensenadistas-) como entre los beneficiados por la nueva situación
(denominados albistas por el Duque de Alba, aunque el personaje
que alcanzó mayor poder fue el conde de Aranda -cabeza del partido
aragonés-; junto con un equipo de burócratas ilustrados –Roda o Campomanes-).
La historiografía actual lo interpreta como un movimiento popular espontáneo,
pero con una instrumentalización política evidente en medio de una lucha por el
poder entre dos facciones de la Corte, por lo que se ha calificado de motín
de Corte para indicar que no se reduce al modelo de motín de substencias.
El bando de capas y sombreros.- Leopoldo
de Gregorio, marqués de Esquilache, ministro de absoluta confianza del rey, al
que venía sirviendo desde su anterior reinado en Nápoles (1759), se
había propuesto un programa de modernización de la villa de Madrid (cuya
suciedad, insalubridad e inseguridad eran consideradas indignas de una Corte
ilustrada) que incluía la limpieza, pavimentación y alumbrado público de
las calles, la construcción de fosas sépticas (lo habitual hasta entonces
era el agua va -es decir, arrojar las aguas sucias desde las
ventanas a los arroyos que corrían por medio de las calles-) y la creación de
paseos y jardines. Entre tales medidas se incluyó la renovación de una
prohibición ya existente, pero cuya repetición era muestra de su incumplimiento
(Reales Órdenes y bandos publicados en los años 1716, 1719, 1723, 1729,
1737, 1740... y especialmente la Real Orden... que se renovó en el año de 1745).
Pretendía erradicar definitivamente de uso de la capa larga y el chambergo (sombrero
de ala ancha, gacho, redondo, montera calada y
otros modelos especificados) bajo el argumento de que el embozo permitía
el anonimato y la facilidad de esconder armas, lo que fomentaba toda clase de
delitos y desórdenes.
El bando publicado el 10 de marzo de 1766 dice: “quiero y mando que toda la
gente civil... y sus domésticos y criados que no traigan librea de las que se
usan, usen precisamente de capa corta (que a lo menos les falta una cuarta para
llegar al suelo) o de redingot o capingot y de peluquín o de pelo
propio y sombrero de tres picos, de forma que de ningún modo vayan
embozados ni oculten el rostro; y por lo que toca a los menestrales y todos los
demás del pueblo (que no puedan vestirse de militar), aunque usen de la capa,
sea precisamente con sombrero de tres picos o montera de las permitidas al
pueblo ínfimo y más pobre y mendigo, bajo de la pena por la primera vez de seis
ducados o doce días de cárcel, por la segunda doce ducados o veinticuatro días
de cárcel... aplicadas las penas pecuniarias por mitad a los pobres de la cárcel
y ministros que hicieren la aprehensión...”
La medida fue vista como la imposición
de una moda de procedencia extranjera. Paradójicamente, la castiza
vestimenta origen de la polémica había sido introducida apenas cien
años antes por las tropas del general Schömberg y popularizada en
Madrid por la guardia de la reina Mariana de Austria, regente en la
minoría de edad de Carlos III.
El hambre, la verdadera causa.- El motín de Esquilache fue una revuelta de
carácter social con reivindicaciones políticas y económicas expresadas de forma
bastante ingenua; pero en ningún caso se manifestó ningún sentimiento popular
contra el poder real o contra los privilegios de la nobleza española (ni mucho
menos del clero). Más allá de las ofendida dignidad nacional ante el bando de
capas y sombreros y la condición extranjera del ministro, la causa material del
descontento era la subida de los precios de los alimentos de primera necesidad,
que produjo una verdadera situación de hambre entre las capas
populares, y que se atribuía a las medidas de reforma económica promovidas por
Esquilache.
El pan, elemento fundamental en
la dieta, había duplicado su precio en cinco años, pasando de siete cuartos la libra -460 gramos- en 1761 a doce cuartos en 1766 y a un máximo de catorce
en los días previos al motín. El jornal diario podía ser, para distintos
oficios y categorías, de entre dos y ocho reales. Un ingreso medio de
cuatro o cinco reales diarios (34 o 42,5 cuartos a 8,5 cuartos por real)
llegaba apenas para comprar entre dos y tres libras de pan a ese precio máximo.
Visto el proceso con mayor perspectiva temporal, se ha calificado de hundimiento el
descenso de los salarios reales en la segunda mitad del siglo XVIII; mientras
que las periódicas crisis de subsistencias de carácter puntual habían ocurrido
con parecida gravedad, y aún duraban en la memoria colectiva de los madrileños
las terribles hambres de la crisis secular del XVII, cuando el nivel de
los once y doce cuartos por libra de pan también se había alcanzado (el 25 de
abril de 1677, cuando se produjeron protestas contra Juan José de Austria,
y el 28 de abril 1699, cuando se produjo el llamado Motín de los Gatos o
de Oropesa).
Siguiendo las clásicas pautas de los motines
de subsistencia del Antiguo Régimen, la carestía del pan en todas
esas crisis llegó a ser insoportable para los más humildes en la época del año
en que justamente el trigo es más caro, antes de la cosecha y cuando se están
agotando las reservas del año anterior, provocando un máximo de conflictividad
coincidiendo con los meses de primavera (llamados tradicionalmente meses
mayores a esos efectos). En esta ocasión, no fueron únicamente las malas
cosechas las que estaban detrás de tal escalada de precios; sus efectos se
intensificaron por la aplicación del decreto de 1765 (de supresión de la tasa
de granos), que preveía la liberalización del comercio del trigo. Dada
la inexistencia de un mercado interior ágil ni de dimensiones nacionales
(por razones tanto geográficas como tecnológicas y de estructura económica y
social), no se produjeron los benéficos efectos que el programa reformador
ilustrado preveía del libre juego de la oferta y la demanda. Los acaparadores
de trigo (empezando por nobleza y clero, que perciben la mayoría de sus rentas
en especie) no tenían ningún incentivo para vender barato, esperando a que el
precio subiera al máximo.
El problema de la causa en las
revueltas populares está extensamente tratado en la historiografía.
Normalmente se utiliza la expresión «causas lejanas» o precondiciones y «causas
próximas» o precipitantes (la pólvora y la chispa en una explosión). Actuaron
como precondiciones (como pólvora) la depauperación de las clases populares,
pero sobre todo la percepción que tenían del abandono por parte de las
autoridades de la misión que se les atribuía: garantizar el abasto barato
de bienes de consumo (la denominada economía moral de la
multitud), en un contexto de transición no completada del feudalismo al capitalismo.
Como chispa actuó el bando de las capas, un precipitante más bien espontáneo,
aunque sin duda se vio favorecido por intrigas socio-políticas de
extraordinaria complejidad entre banderías nobiliarias (albistas y ensenadistas),
distintas partes del clero, en el contexto de la ampliación del regalismo,
y redes clientelares de origen universitario (los jesuitas apoyados por
los colegiales golillas, enfrentados con las demás órdenes religiosas y
los manteístas; y divisiones semejantes entre las mitras episcopales,
a su vez enfrentadas con las togas -letrados, tanto golillas como manteístas-
y las corbatas -militares-). La xernofobia antiitaliana,
como la antiflamenca de la Guerra de las Comunidades dos siglos
antes, fue un elemento movilizador de primer orden.
Muy significativa es la comparación del
motín de Esquilache como movimiento social (tanto en la Corte como en su
prolongación en las alteraciones en provincias que tuvieron lugar en los meses
siguientes), con la contemporánea gestación de la Revolución francesa de
1789. Las turbas populares que asaltaron el Palacio de Versalles y que trajeron
de vuelta a Paris a la familia real, rebautizados como el Panadero y
la Panadera, no eran muy distintos de las madrileñas de veintidós años antes,
pero la gestión política y social de los acontecimientos fue abismalmente
diferente. En Francia hubo un asalto al poder por parte de una nueva élite dirigente
con conciencia de clase: la burguesía definida como Tercer Estado por
Sieyes. En España no la había. No fue el motín de Esquilache una vacuna contra
la revolución, sino una muestra evidente del atraso relativo de España;
pero las élites ilustradas lo vieron precisamente así: el conde de
Floridablanca, ante las noticias que iban llegando de los desórdenes de 1789,
hizo un curioso análisis: que quizá servirían para restablecer el buen
orden y el crédito en Francia, como había ocurrido en España con el motín
contra Esquilache. Ciertamente, el aprovechamiento de los desórdenes
populares para incrementar el poder de la monarquía tenía precedentes, tanto en
la monarquía francesa (la Fronda) como en la española (Alteraciones de Aragón),
e incluso en el Gran Memorial del Conde Duque de Olivares a Felipe IV se
planteó ese recurso como uno de los que se debían considerar.
Buena muestra del concepto paternalista que
el desñpotismo ilustrado tenía de su relación con el pueblo es
la frase, atribuida al propio rey, y que glosa José María Pemán:
“El rey Carlos III se burlaba de buena fe de esta especie de resistencia
pasiva que advertía en el pueblo frente a sus mejoras, y solía decir que sus
súbditos españoles eran como los niños, "que lloran cuando se les lava y
se les peina…"
El motín.- Publicado el edicto, la
reacción popular fue sustituir los bandos por pasquines vejatorios
contra el italiano, cuya redacción culta no podía atribuirse al vulgo iletrado.
Esquilache, lejos de amedrentarse, ordenó a los soldados que ayudaran a las
autoridades municipales en el cumplimiento de la orden, y las multas comienzan
a producirse, con lo que el descontento crece, sucediéndose pequeños conatos
violentos. Los aguaciles acortaban en plena calle las capas de los
díscolos y a veces trataban de cobrar las multas en su propio beneficio.
Algunos enigmáticos personajes estimulaban el descontento en ambientes
marginales (uno era conocido con el nombre de "tío Paco", que en Lavapies -un
barrio popular, del que salió la figura del manolo - pagaba a los
chicos por gritar).
El Rey Carlos, bonitatis,
el Gobernador, tontitis,
el Confesor, chilindritis,
pero el Ministro, agarrantis.
Los Grandes serán gratis
cabrones sin ton ni son,
Madrid, Datán y Abirón,
y si no hay quien nos socorra
también Sodoma y Gomorra,
excepto la Inquisición.
Pero no fue hasta las cuatro de la tarde
del Domingo de Ramos (23 de marzo) cuando se desencadenó el motín. En
la plazuela de Antón Martín, un embozado con capa larga y chambergo se
acercó provocadoramente al cuartelillo allí existente, llamado de
Inválidos (también era lugar de mercado y repeso, donde los
alguaciles habitualmente vigilaban el cumplimiento del bando de capas y
sombreros, que preveía que unos sastres cortaran y cosieran las ropas que lo
contravinieran). Un sorprendido oficial le dio el alto; tras un breve
intercambio de recriminaciones, el embozado sacó de entre sus ropas una espada
y avisó, silbando, a un grupo más numeroso que estaba prevenido, y al que se
juntaron espontáneamente muchos transeúntes. Los agentes del orden se vieron
obligados a huir, permitiendo al grupo de revoltosos asaltar el cuartelillo y
apoderarse de sables y fusiles. Comenzaron a marchar por la calle de Atocha,
donde se les fueron sumando cada vez más personas, quizá unas dos mil. Sus
gritos eran:¡Viva el Rey! ¡Viva España! ¡Muera Esquilache! Llegados
a la plazuela del Ángel, los amotinados se encontraron con un enigmático
personaje, dentro de una berlina de dos mulas, que se detuvo ante ellos el
tiempo suficiente para animarles (les dijo: Vosotros seguid la liebre,
que ella se cansará) y darles un escrito (redactado con anterioridad, el 12
de marzo) titulado Estatutos del cuerpo erigido por el amor español en
defensa de la patria para quitar y sacudir la opresión de los que intentaban
violar sus dominios, que además de justificar la revuelta y señalar como
objetivo a Esquilache, contenía instrucciones que detallaban el modo en que
habían de comportarse los amotinados, incluso en el caso de ser apresados. El
tumulto continuó por la Plaza Mayor, donde se congregó una verdadera multitud.
En la Puerta de Guadalajara detuvieron el carruaje del duque de Medinaceli,
Caballerizo mayor, que acababa de dejar al rey en el cercano Palacio, tras
volver precipitadamente de su cacería en la Casa de Campo al tener noticia
del alboroto. Al ser abordado, el duque se comprometió a transmitir al rey su
descontento y peticiones. Efectivamente, fue a Palacio a informar, y al poco
tiempo volvió acompañado del Duque de Arcos, confiando ambos en que su buena
fama entre el pueblo les haría receptivos a sus razones y depondrían su
actitud.
Los amotinados ignoraron tales consejos
y comenzaron un recorrido por las calles de la ciudad en el que, además de
obligar a desapuntar el sombrero a todos los que lo llevaban
de tres picos (o sea, deshacer las puntadas que lo mantenían conforme al
bando), fueron destrozando cuantos farolas encontraron a su paso
(desde 1765 había 4000 en todo Madrid -su coste de instalación había sido
astronómico: 900.000 reales-, y se les denominaba popularmente esquilaches,
porque su existencia provenía de una orden de Esquilache de obligado
cumplimiento para los vecinos, que eran quienes los debían mantener a su costa,
lo que produjo el encarecimiento del aceite y las velas de sebo, haciendo que
los más pobres vivieran a oscuras en sus casas mientras las calles estaban
iluminadas). Al llegar a la casa de Esquilache (llamada de las siete
chimeneas) la asaltaron, matando a cuchilladas a un servidor que trató de
ofrecer resistencia. El ministro no estaba allí (había huido a San Fernando de
Henares, mientras su mujer había salvado las joyas y se había refugiado en el
lugar donde estudiaban sus hijas, el Colegio de las Niñas de Leganés);
con lo que, tras vaciar la despensa, optaron por dirigirse a las casas de otros
dos ministros italianos: Grimaldi y Sabatini. El día terminó con la quema
de un retrato de Esquilache en la Plaza Mayor.
El Lunes Santo (24 de marzo) se extendió
la noticia de que Esquilache se encontraba en Palacio junto al rey, y una
muchedumbre, en la que había un significativo número de mujeres y niños, se fue
congregando a sus puertas, en el Arco de la Armería. A diferencia de
la guardia española que no hizo el menor asomo de defenderse, la guardia
valona, un cuerpo militar compuesto por extranjeros y muy mal visto por los
madrileños, se mantuvo firme frente a la masa de manifestantes; terminando
por abrir fuego y matar a una mujer. Los amotinados, aún más enardecidos,
coreaban consignas contra Esquilache y contra los valones; en el forcejeo
cuerpo a cuerpo con los guardias valones aumentaron las bajas entre los
amotinados, pero éstos consiguieron atrapar y matar a diez de los guardias, uno
en ese mismo lugar y otros que fueron sorprendidos en otros puntos de la
ciudad; cuyos cadáveres mutilados fueron arrastrados por las calles, quemando
dos de ellos. La temeridad de los amotinados, y el hecho de que los
heridos rehusaran ser oídos en confesión, fueron interpretados posteriormente
como una prueba de que habían sido aleccionados por clérigos que les habían
convencido de la santidad de su causa, y de que no debían temer por la
salvación de sus almas. También parecían estar convencidos de que los heridos o
presos y sus familias serían apoyados económicamente.
En ese momento, un fraile franciscano
(el Padre Yecla o Padre Cuenca) llegó a la zona pretendiendo calmar los ánimos;
aunque lo que consiguió fue actuar como mediador y recibir una lista de
exigencias redactada allí mismo por uno en traje de clérigo. Escoltado
por las tropas, se abrió paso entre la multitud hasta Palacio, donde fue
recibido por el propio rey, que leyó él mismo el documento:
1.
Que se destierre de los dominios españoles al marqués de Esquilache y a
toda su familia.
2.
Que no haya sino ministros españoles en el Gobierno.
3.
Que se extinga la Guardia Valona.
4.
Que bajen los precios de los comestibles.
5.
Que sean suprimidas las Juntas de Abastos.
6.
Que se retiren inmediatamente todas las tropas a sus respectivos cuarteles.
7.
Que sea conservado el uso de la capa larga y el sombrero redondo.
8. Que Su Majestad se
digne salir a la vista de todos para que puedan escuchar por boca suya la
palabra de cumplir y satisfacer las peticiones.
La lista incluía amenazas gravísimas (si
no se accede, treinta mil hombres harán astillas en dos horas el nuevo Palacio)
y acababa con una advertencia: de no hacerlo así arderá Madrid entero.
El rey, animado por el fraile (que le ofreció su propia vida en garantía si
hay el menor desorden), parecía dispuesto a presentarse físicamente ante
los amotinados, creyendo que con su mera presencia les calmaría; pero antes de
tomar personalmente ningún tipo de decisión, convocó con urgencia una reunión
de consejeros en su misma antecámara. La mayor parte de los consejeros
militares (duque de Arcos, marques de Priego -francés- y conde de Gazzola -italiano-)
aconsejaron responder con máxima violencia para restablecer el orden, excepto
el mariscal Francisco Rubio y el conde de Revillagigedo (que
votaba el último por ser más anciano y reprochó que alguno de estos señores
ha propugnado la fuerza porque no ha tenido el suelo español por cuna); los
consejeros civiles (marques de Casa-Sarria, conde de Oñate) eran claramente
partidarios de que al pueblo se le dio gusto en todo lo que pide,
mayormente cuando todo lo que pide es justo, y culpaban de todo a
Esquilache. El rey aceptó el criterio de este segundo grupo, y con mayor o menor
convicción, salió acompañado del Padre Eleta (su confesor, también
fraile gilito) y el Conde de Fernán Núñez a un balcón que daba a
la plaza de la Armería. Allí, entre la multitud, un calesero llamado Bernardo
"el Malagueño" resumió a gritos las reivindicaciones: fuera
Esquilache, fuera guardias valones... y que baje el pan. El rey asintió con
gestos y pretendió retirarse, pero tuvo que volver a salir ante la insistencia
de los congregados, que sólo se dieron por satisfechos cuando la guardia valona
se replegó al interior de Palacio, momento en que se lanzaron sombreros e
incluso algunos disparos al aire. Cuando la multitud se dispersó, la calma
parecía reinar de nuevo en la ciudad.
El Martes Santo (25 de marzo) amaneció
tranquilo, con la confianza del pueblo en el cumplimiento de la palabra real.
Enseguida se divulga la noticia de que Carlos III, que se había sentido muy
afectado en su dignidad y estaba fuertemente asustado, había partido hacia el
Palacio de Aranjuez llevando consigo a toda su familia. El miedo de las
élites al pueblo era una constante del Antiguo Régimen. El miedo popular a
la ausencia de la figura del monarca también lo era, buen testimonio del
paternalismo que legitimaba las relaciones sociales y políticas. Ambos
miedos volverán a manifestarse de forma evidente en la jornada del 2 de
mayo de 1808 que abría la guarra de Independencia Española.
La población se inquietó ante los
rumores y el miedo de que esa marcha pudiera significar que el monarca tuviera
la intención de doblegar a la ciudad utilizando al ejército. Aumentó la
agitación en las calles y se produjeron desórdenes y saqueos peores que los de
la jornada anterior. Fueron asaltados almacenes de comestibles, cárceles y
cuarteles. Diego de Rojas, obispo de Cartagena y presidente del Consejo de
Castilla, fue tomado prisionero en su propia casa y obligado a redactar una carta
destinada al rey en la que se detallaba el estado de cosas; o al menos eso
es lo que él sostuvo, puesto que la Pesquisa posterior le
atribuyó (junto a otros, también ex-colegiales en puestos clave, como el corregidor
Alonso Pérez Delgado y el presidente de la Sala de Alcaldes Francisco
Mata Linares) alguna responsabilidad en el propio motín, y fue apartado (como
éstos) de sus cargos políticos. La carta también contó para su redacción
con la colaboración de Luis Velázquez, marques de Valdeflores, y fue
enviada a Aranjuez mediante otro calesero llamado Diego de Avendaño que actuaba
en condición de diputado del pueblo.
Carlos III, consciente ahora de la
torpeza que supuso su marcha de la ciudad, hizo redactar a Roda una
carta que el mismo Avendaño llevó al Consejo de Castilla, donde se recibió el
día 26 a mediodía. El grupo organizado que había mandado la primera carta, ya
había enviado otra, esta vez con el calesero Bernardo el Malagueño (o Juan
"el Malagueño"), que se cruzó con la traída por Avendaño. La
actividad escrita de este grupo incluyó textos para su difusión más amplia,
como unas Ordenanzas que se deben y han de observar indispensablemente
y bajo de las penas que es expresarán, por todos los sujetos de que se compone
el cuerpo de españoles de esta corte, que ansiosamente solicitan ver a su amado
Monarca y Señor Don Carlos Tercero (que Dios guarde), fechadas ese mismo
día de 25 de marzo de 1766 y que, por su forma elogiosa de referirse al obispo
Rojas, sirvieron posteriormente como pruebas de su implicación en el motín.
La carta del rey se hizo pregonar en las
calles de Madrid. En ella, explicando su ausencia por una indisposición,
ratificaba su promesa de respetar las peticiones populares (especialmente la
bajada de cuatro cuartos en todos los precios de alimentos, y más aún en el
pan, que pasaba a valer ocho cuartos la libra); pero advirtiendo que, al
contrario de lo que indicaba una de las peticiones, no se presentaría ante su
pueblo hasta que los ánimos se hubieran calmado. La reacción generalizada entre
la multitud que escuchaba el pregón fue volver a sus casas lanzando vivas al
rey. Las armas que habían sido capturadas por los amotinados fueron devueltas a
sus depósitos. No obstante, siguieron apareciendo pasquines.
Ya falleció de repente
el gran monstruo Esquilache,
y aunque el entierro se le hace,
no está de cuerpo presente.
Mucho llora su gente,
Parayuelo e Ibarrola,
Santa Gadea y Gazola,
no siendo cosa ynhumana [sic]
que quien mandó a la italiana
sea servido a la española.
Requiescat: Murió Squilace,
in pace ha quedado el Reino.
Amén dice toda España,
Jesús, y a qué lindo tiempo!
En una fecha no determinada, pero
contemporánea al motín, los ciegos pregonaron por las calles hojas impresas por
el librero Bartolomé de Ulloa que reproducían los vaticinios de Diego
Torres Villaroel (cuya fama de Gran Piscator Salmantino provenía
de haber pronosticado la muerte de Luis I), previamente publicados (en 1765)
como almanaque para 1766. Allí se pronosticaba, para el mes de marzo, del 11 al
18: un juez se descuida en los procedimientos justos: levantase un
motín en su pueblo, y del 27 al 31 de marzo: un poderoso de cierta
corte vive en trabajos y persecuciones de los que se habría librado si hubiera
sabido gobernar. La indefinición de lo predicho se podía adaptar con
facilidad a los hechos sucedidos; y ante la credulidad de la gente las
autoridades se inquietaron. Se obtuvieron explicaciones y disculpas sumisas del
propio Torres, que incluyó en su siguiente publicación una advertencia contra
la manipulación de sus predicciones.
La guardia valona fue retirada
discretamente, y no volvió a desplegarse en Madrid. Cuando en el mes de mayo un
pequeño número de guardias realizaron un movimiento de persecución de unos
desertores, que podía interpretarse como un intento de comprobar cómo eran
recibidos por los madrileños, volvieron a aparecer pasquines de protesta:
Si volvieran los walones,
no reinarán los
Borbones
Extensión del motín por España.- Las
noticias del motín de Madrid provocaron una oleada de emulación en otras ciudades
como Cuenca, Zaragoza, Barcelona, Sevilla, Cádiz, Lorca, Cartagena, Elche, La
Coruña, Oviedo, Santander y poblaciones de Vizcaya y Guipízcoa (donde se
les dio la denominación local tradicional de machinadas); en las que, con
muy distintas particularidades, por lo general se hacían peticiones de
proteccionismo hacia el consumidor, el modelo clásico de motín de
subsistencia. No había ninguna coordinación entre ellas, ni hubo ninguna
continuidad. No se aprovechó tampoco, como durante la crisis de 1640,
para movimientos políticos de más calado por parte de ninguna oposición
organizada realmente peligrosa.
Cambios políticos.- Muy a disgusto del Monarca,
Esquilache partió al destierro. El conde de Aranda, capitán general de
Valencia, que con sus tropas desplazadas a Aranjuez había tranquilizado al
amedrentado monarca, se convirtió en el hombre fuerte del nuevo gobierno, que
posteriormente se identificaría con la etiqueta de partido aragonés (personalidades
próximas a Aranda, vinieran de Aragón o no, militares y manteístas-letrados plebeyos-)
desplazando a los italianos y a los golillas (que se habían formado en los
aristocráticos colegios mayores, mecanismo clásico de formación de las élites);
no obstante, golillas y ministros italianos, como el genovés
Grimaldi, siguieron ostentando cargos de la confianza real. Otras figuras
emergentes fueron personajes de la talla política de Pedro Rodríguez de
Campomanes, y el conde de Floridablanca, que terminarían consiguiendo la
caída de Aranda (desplazado a la embajada de París en 1773).
Colegio Imperial de
la Compañía de Jesús, en la Calle de Toledo, situado entre los puntos
neurálgicos del motín (a la izquierda, la Plaza Mayor, a la derecha, la bajada
a Lavapiés, detrás, la Cárcel de Corte y la calle Atocha, que va a la plazuela
de Antón Martín). Campomanes anotaba cuidadosamente todos los rumores que
implicaron a los jesuitas en el motín: cómo se vio a ocho o nueve
padres de la compañía en la portería de su colegio, celebrando lo que
ocurría a sus mismas puertas; o en el mismo lugar una mujer gritaba
"¡Tumulto!".
Expulsión de los Jesuitas.- La
atribución a posteriori de la culpa no tardó en sustanciarse en la Pesquisa
Secreta promovida desde finales de abril por Aranda y Campomanes.
Tenía todo el sentido de la oportunidad de encontrar chivos expiatorios,
lógicamente, entre los enemigos del partido que ocupaba ahora la confianza del
soberano: el marqués de la Ensenada fue desterrado de la Corte;
también fueron castigados Isidoro López (procurador general de la provincia
de Castilla de la Compañía de Jesús) como inspirador del motín, y como sus
cómplices, el abate Miguel Antonio de Gándara, Lorenzo Hermoso de Mendoza, y Luis Velázquez, marqués de Valdeflores.
La Compañía de Jesús fue expulsada de
todos los reinos de la Monarquía Hispánica al año siguiente, 1767.
La expulsión de los jesuitas no fue exactamente un signo de
anticlericalismo (aunque la masonería se ha asociado con la
figura de Aranda), pues la medida tuvo el acuerdo de la mayor parte del clero,
tanto secular como regular (sus principales enemigos eran las
otras órdenes religiosas).
Vuelta al paternalismo
de los abastos.- El abasto y el consumo alimentario en Madrid fueron, en lo
sucesivo, vigilados especialmente a través de las instituciones tradicionales y
sin las veleidades liberalizadoras de los decretos de libre comercio,
respondiendo anti cíclicamente a los periodos de escasez y carestía. En el
vértice del aparato institucional estaba el Consejo de Castilla y la
Sala de Alcaldes de Casa y Corte, mientras que la base descansaba en los
alguaciles, la red de repesos y los minoristas (tablajeros, panaderos);
entre vértice y base se encontraban agentes intermedios y
verdaderos grupos de presión (Pósito, obligados, Cinco Gremios Mayores,
Ayuntamiento de Madrid).
La moda y el casticismo.- Suavemente, y
con el consenso de la atemorizada sociedad madrileña, las capas y chambergos
desaparecieron, curiosamente, para pasar a identificarse con la vestimenta
del verdugo, a quien nadie quería recordar. El traje de las capas
populares pasó a ser identificado con el de un personaje de sainete:
el manolo, que los aristócratas imitaban por casticismo, como las
diversiones populares (flamenco y toros); una promiscuidad estética que en
otras cortes europeas hubiera sido inimaginable, y que, de hecho, funcionó como
factor de cohesión y freno a los cambios sociales. En el siglo XIX se
identificó como moda española la denominada capa española.
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