domingo, 5 de marzo de 2017

RECUERDOS DE LA PLAZA DE ACHO DE LIMA

En mi país hay mucha afición por las corridas de toros, y yo no podía ser una excepción, porque cuando me enteraba de que en Acho había una corrida me apuraba a sacar mi entrada para ese domingo estar en el bicentenaria plaza de Acho, allí a las faldas del Cerro San Cristóbal, que es el que cuida el barrio del Rimac y la ciudad de Lima.

En el Perú fue siempre muy grande la afición del pueblo limeño a las corridas de toros, y Lima ha presenciado corridas de aquellas que generalmente forman época. Los antiguos limeños no sabían hablar de otra cosa de los toros que en la Plaza Mayor se lidiaron para las fiestas reales con que el vecindario solemnizó el advenimiento  de Carlos IV al trono español, o a la entrada de los virreyes  O´Higgins, Avilés, Abascal y Pezuela. El virrey La Serna no disfrutó de tal fiesta, pues por aquella época las cosas políticas andaban muy revueltas.

Desde los días del marques Francisco Pizarro, diestrísimo picador y muy aficionado a la caza, hubo en Lima gusto por las lidias, pero la escasez del ganado las hacía imposible. “ya que sólo se remonta a los primeros años de la llegada de los españoles, y por supuesto no antes de que el ganado bovino importado por los colonos llegara al Perú, primero para alimentación de la población hispana y luego cuando se desarrolló se pudo realizar selección sobre el ganado bravo”.

Ricardo Palma en un lugar de su obra “Tradiciones Peruanas” dice “que la primera corrida lidiada en Lima fue en 1538 en celebridad de la derrota de los Almagristas, de lo cual no hay una fuente de datos fidedigna”, La primera corrida que presenciaron los limeños se dio el lunes 29 de marzo de 1540, segundo  día de Pascua de Resurrección, por la consagración de óleos, hecha por el obispo Fray Vicente Valverde, de la cual también se da cuenta en libros narrativos e históricos del clero.

La corrida se celebró en la Plaza Mayor, comenzando  a la una de la tarde, y se lidiaron tres toros de la ganadería de Maranga. Don Francisco Pizarro a caballo mató el segundo toro a rejonazos.

Desde 1559 el Cabildo destinó cuatro días en el año para esta diversión: Pascua de Reyes , San Juan, Santiago y la Ascensión. El empresario que contrataba  las funciones con el Cabildo construía los tablados y galerías alrededor de la plaza, sacando gran provecho en el alquiler de los asientos. En aquellos  tiempos el mercado público estaba situado en la Plaza Mayor, y en los días de corrida se trasladaba a las plazoletas de San Francisco, Santa Ana y algunas otras.

En las solemnes fiestas reales, las corridas de toros se hacían con el siguiente protocolo: Por la mañana tenía lugar lo que se conocía con el nombre de encierro del ganado, se soltaba a la plaza dos o tres toros con las astas recortadas. El pueblo se solazaba con ellos, y muchos aficionados salían con heridas. Esta diversión duraba hasta las diez de la mañana, augurando por los incidentes del encierro, el mérito del ganado que se iba a lidiarse.

A las dos de la tarde, salía del Palacio de Gobierno, el virrey acompañado de una gran comitiva de notables importantes, todos montados en soberbios caballos lijosamente adornados. Mientras recorrían  la plaza, las damas desde los balcones y azoteas, arrojaban flores sobre ellos, y el pueblo que ocupaba las graderías de madera en el atrio de la  Catedral y los portales y vitoreaban frenéticamente. Todas las órdenes religiosas encabezadas por el arzobispo y el obispo.     

Un cuarto de hora, después de que todos estaban sentados, el Virrey ocupaba  asiento, bajo dosel en la galería de Palacio, y arrojaba a la plaza la llave del toril, gritando: “¡Viva el Rey!”. La llave era recogida por un caballero a quien anticipadamente se le había conferido tal honor, que había sido elegido entre muchos aspirantes, y a media rienda se dirigía a la esquina de la calle Judíos, donde se encontraba colocado el toril, cuya puerta dirigía abrir con la llave que momentos antes le había entregado el Virrey.

Solo en el gobierno de Francisco Pizarro y de los virreyes conde de Nieva y segundo marqués de Cañete, se vio en Lima romper cañas a los caballeros divididos en dos bandos.  Después de ellos fue cuando se introdujeron en la corrida cuadrillas de parlampanes, papahuevos, cofradías de africanos y payas.

En el año de 1701 fue cuando por primera vez, se imprimieron cuartillas de papel con los nombres de los toros y de las ganaderías o haciendas. En esta época, las corridas que no entraban en la categoría de fiestas  reales se efectuaban en la plaza de Otero.

Parece que, para estas corridas, el Cabildo comprometió a cada hacendado de los valles  inmediatos a Lima, para que obsequiase y toro, y es natural que el ganadero obsequiara lo mejor de su ganadería.

En los libros en que están consignadas  las descripciones de fiestas reales e encuentran abundantes pormenores sobre las corridas. En el libro de Terralla, “El Sol en el mediodía”, escrito en 1790, para las fiestas reales de Carlos IV, trae el artículo más curioso sobre corrida de toros

El 6 de octubre  de 1798 por Real cédula, se ordenó que las corridas fuesen el día lunes, porque las autoridades eclesiásticas creían que por celebrarse en domingo, se quedaba mucha gente sin oír la misa. Periodo que duró hasta el año de 1845.  

En 1768 en los terrenos de Agustín Hipólito Landáburu, quien terminó como empresario, fabricó una plaza para las lidias de toros en los terrenos denominados de Hacho, y que con el transcurrir perdieron una letra, convirtiéndose en Acho. En castellano la palabra acho, o mejor hacho, significa "sitio elevado cerca de la costa, desde donde se descubre bien el mar y en el cual solían hacerse señales con fuego". En sus primeros años, la plaza fue llamada indistintamente "del Hacho" o "del Acho". El  cerro de San Cristóbal, a cuyo pie se levanta esta plaza, sería entonces el Hacho de Lima (compárese con el Hacho de la ciudad de Ceuta).
En la construcción  de la plaza se emplearon tres años y se invirtió cerca de cien mil pesos, debiendo, después de llenadas ciertas cláusulas del contrato, que las específica “Fuentes en su estadística de Lima”, pasar el edificio a ser propiedad de la Beneficencia, que desde 1927 lo administra.

La Sociedad de Beneficencia de Lima Metropolitana, conocida como Beneficencia Pública o Beneficencia de Lima, es una institución de caridad, fundada en 1834, que administra el Cementerio Presbítero Maestro, el Cementerio El Ángel, la Plaza de toros de Acho, el Puericultorio Pérez Aranibar, entre otras instituciones. Siendo su primer presidente Domingo de Orúe y Mirones fue un alcalde de Lima (1806, en cogobierno con el alcalde Manuel de Villar), general de los ejércitos del Perú que con el grado de coronel intervino en la proclamación de la independencia (1821) diputado al Congreso Constituyente (1822);  director civil de la Sociedad de Beneficencia de Lima en su fundación (1825) bajo el gobierno de  Simón Bolívar. Fue propietario de la hacienda de caña Huaito, en el valle de Pativilca, de la provincia de Barranca (por entonces aún no separada de la antigua provincia de Chancay), en el  departamento de Lima; hacienda muy fértil y de gran producción, en la que el general José de San Martín alojaba a sus soldados enfermos de Huaura, antes de la proclamación de la independencia. A principios del siglo xix su casa en Lima estaba en la calle del Mascarón (hoy 5ta. cuadra de la Av. Cuzco).

La plaza de toros de Acho, es el coso  de toros más antiguo de América, puede admitir cómodamente unos 10.000 espectadores. Es un polígono de quince lados, con un diámetro que mide ochenta y cinco varas. En la actualidad es una de las más grandes del mundo, es la más importante de las 56 plazas oficiales de toros con que cuenta el país.
Al principio se acordó dar la licencia solo para ocho corridas al año, concesión que poco a poco fue adquiriendo elasticidad. Había una función llamada de encierro y con la cual terminaba la temporada. Los toros que se lidiaban en La corrida de encierro no eran estoqueados.
Aunque se utilizaba la plaza de Acho, no por eso se dejaba de usar para lidiar toros la Plaza Mayor, en las fiestas reales y recepción de virreyes. La última corrida que se efectuo en ese lugar fue en obsequio del virrey Pezuela en 1816…
En 1750, en que se puso a la moda en España la escuela de Ronda, de matar a los toros recibiendo, esto es cunando el diestro bandola y estoque, no hubo en Lima, sino rejoneadores para ultimar a los cornúpetas. Pocos años después vino la escuela de Sevilla en oposición a la  de Ronda, con las estocadas y el volapié y la invención de las banderillas. Los progresos del arte en la metrópoli llegaban pronto a la colonia.     .
La plaza fue fundada el 30 de enero de 1766, durante el gobierno del virrey Manuel de Amat y Junier, antecediéndola en antigüedad la plaza de toros de Béjar y Zaragoza. La plaza de Sevilla inició su construcción en 1749, pero concluyó formalmente después de la de Acho.
En 1770 empezaron a aparecer los listines con una octava o un par de decimas. La cuadrilla, en ese año, la formaban como matadores: Manuel Romero “el Jerezano” y Antonio López de Medina Sidonia, José Padilla, Faustino Estacio, José Ramón y Prudencio Rosales, como rejoneadores y picadores de vara corta, y como capeadores y banderilleros: José Lagos, Toribio Mujica, Alejo Pacheco y Bernardino Landáburu, Había además dos cacheteros, dos cacheteros, dos garrocheros y doce parlampanes.
Estos eran unos pobres diablos que se presentaban vestidos de mojiganga. Había también unos indios llamados “mojarreros”, que salían del circo, casi siempre beodos y que armados de rejoncillos, o moharras, y punzaban al toro hasta matarlo.
Los garrocheros eran los encargados de azuzar al toro arrojando desde alguna distancia jaras y flechas que iban a clavarse en los costados del animal.
La suerte de la lanzada consistía en colocarse un hombre frente al toril con una gruesa lanza que apoyaba en una tabla. El bicho se precipitaba ciego, sobre la lanza, y caía traspasado; pero hubo algunos casos, en que se elegía  un toro muy bravo y limpio, en que el animal burlándose de la lanza, acometió al hombre indefenso y le dio muerte. Era costumbre que el indio de la lanzada  se persignara en público pocos segundos antes de abrirse los toriles para dar paso a la fiera.
Allá por el año 1782 cuando comenzó a ponerse de moda la suerte de capear a caballo, que se desconocía en España, y en la que fue tan eximio  Pedro Zavala,  el marqués de Valle Umbroso, que era autor de un libro publicado en Madrid, por los años de 1831, con el título “Escuela de Caballería conforme a la práctica observada en Lima” . El capeo a caballo, dice Mendiburu, no se hizo al principio por toreros pagados, sino por personas que tenían afición a ese ejercicio, y aún las personas de clase no se menospreciaban de ir a buscar lances que los acreditasen de jinetes y valientes. Desde finales del siglo XVIII los capeadores de a caballo fueron asalariados.
Los matadores y banderilleros españoles de esa época eran Alonso Jurado, Miguel Utrilla, Juan Venegas, Norberto Encalada y José Lagos “Barreta”
Los mejores capeadores de a caballo que han entrado en el redondel de Lima, fueron Casimiro Cajapalco, Juan Breña “mulata” y Esteban Arredondo.
El marqués de Valle Umbroso dice sobre Casimiro Cajapalco: “Era muy jinete y mejor enfrenador que he conocido; siempre que lo veía a caballo, me daban ganas de levantarle una estatua”.
El 22 de abril de 1892 se dio en Acho una corrida a beneficio de las benditas almas del purgatorio, tal como lo indica el programa de aquella época.
Cogido por un toro el banderillero español José Álvarez, fue ha hacer compañía a las beneficiadas, las que no tuvieron poder bastante para librarlo de las astas de un becerro de Bujama.
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