En mi país hay mucha afición por las corridas de
toros, y yo no podía ser una excepción, porque cuando me enteraba de que en
Acho había una corrida me apuraba a sacar mi entrada para ese domingo estar en
el bicentenaria plaza de Acho, allí a las faldas del Cerro San Cristóbal, que
es el que cuida el barrio del Rimac y la ciudad de Lima.
En el Perú fue siempre muy grande la afición del
pueblo limeño a las corridas de toros, y Lima ha presenciado corridas de
aquellas que generalmente forman época. Los antiguos limeños no sabían hablar
de otra cosa de los toros que en la Plaza Mayor se lidiaron para las fiestas
reales con que el vecindario solemnizó el advenimiento de Carlos IV al trono español, o a la entrada
de los virreyes O´Higgins, Avilés,
Abascal y Pezuela. El virrey La Serna no disfrutó de tal fiesta, pues por
aquella época las cosas políticas andaban muy revueltas.
Desde los días del marques Francisco Pizarro,
diestrísimo picador y muy aficionado a la caza, hubo en Lima gusto por las
lidias, pero la escasez del ganado las hacía imposible. “ya que sólo se remonta
a los primeros años de la llegada de los españoles, y por supuesto no antes de
que el ganado bovino importado por los colonos llegara al Perú, primero para
alimentación de la población hispana y luego cuando se desarrolló se pudo
realizar selección sobre el ganado bravo”.
Ricardo Palma en un lugar de su obra “Tradiciones
Peruanas” dice “que la primera corrida lidiada en Lima fue en 1538 en
celebridad de la derrota de los Almagristas, de lo cual no hay una fuente de
datos fidedigna”, La primera corrida que presenciaron los limeños se dio el
lunes 29 de marzo de 1540, segundo día
de Pascua de Resurrección, por la consagración de óleos, hecha por el obispo
Fray Vicente Valverde, de la cual también se da cuenta en libros narrativos e
históricos del clero.
La corrida se celebró en la Plaza Mayor,
comenzando a la una de la tarde, y se
lidiaron tres toros de la ganadería de Maranga. Don Francisco Pizarro a caballo
mató el segundo toro a rejonazos.
Desde 1559 el Cabildo destinó cuatro días en el año
para esta diversión: Pascua de Reyes , San Juan, Santiago y la Ascensión. El
empresario que contrataba las funciones
con el Cabildo construía los tablados y galerías alrededor de la plaza, sacando
gran provecho en el alquiler de los asientos. En aquellos tiempos el mercado público estaba situado en
la Plaza Mayor, y en los días de corrida se trasladaba a las plazoletas de San
Francisco, Santa Ana y algunas otras.
En las solemnes fiestas reales, las corridas de toros
se hacían con el siguiente protocolo: Por la mañana tenía lugar lo que se
conocía con el nombre de encierro del ganado, se soltaba a la plaza dos o tres
toros con las astas recortadas. El pueblo se solazaba con ellos, y muchos
aficionados salían con heridas. Esta diversión duraba hasta las diez de la
mañana, augurando por los incidentes del encierro, el mérito del ganado que se
iba a lidiarse.
A las dos de la tarde, salía del Palacio de Gobierno,
el virrey acompañado de una gran comitiva de notables importantes, todos
montados en soberbios caballos lijosamente adornados. Mientras recorrían la plaza, las damas desde los balcones y
azoteas, arrojaban flores sobre ellos, y el pueblo que ocupaba las graderías de
madera en el atrio de la Catedral y los
portales y vitoreaban frenéticamente. Todas las órdenes religiosas encabezadas
por el arzobispo y el obispo.
Un cuarto de hora, después de que todos estaban
sentados, el Virrey ocupaba asiento,
bajo dosel en la galería de Palacio, y arrojaba a la plaza la llave del toril,
gritando: “¡Viva el Rey!”. La llave era recogida por un caballero a quien
anticipadamente se le había conferido tal honor, que había sido elegido entre
muchos aspirantes, y a media rienda se dirigía a la esquina de la calle Judíos,
donde se encontraba colocado el toril, cuya puerta dirigía abrir con la llave
que momentos antes le había entregado el Virrey.
Solo en el gobierno de Francisco Pizarro y de los
virreyes conde de Nieva y segundo marqués de Cañete, se vio en Lima romper
cañas a los caballeros divididos en dos bandos.
Después de ellos fue cuando se introdujeron en la corrida cuadrillas de
parlampanes, papahuevos, cofradías de africanos y payas.
En el año de 1701 fue cuando por primera vez, se
imprimieron cuartillas de papel con los nombres de los toros y de las
ganaderías o haciendas. En esta época, las corridas que no entraban en la
categoría de fiestas reales se
efectuaban en la plaza de Otero.
Parece que, para estas corridas, el Cabildo
comprometió a cada hacendado de los valles
inmediatos a Lima, para que obsequiase y toro, y es natural que el
ganadero obsequiara lo mejor de su ganadería.
En los libros en que están consignadas las descripciones de fiestas reales e
encuentran abundantes pormenores sobre las corridas. En el libro de Terralla,
“El Sol en el mediodía”, escrito en 1790, para las fiestas reales de Carlos IV,
trae el artículo más curioso sobre corrida de toros
El 6 de octubre
de 1798 por Real cédula, se ordenó que las corridas fuesen el día lunes,
porque las autoridades eclesiásticas creían que por celebrarse en domingo, se
quedaba mucha gente sin oír la misa. Periodo que duró hasta el año de 1845.
En 1768 en los terrenos de Agustín Hipólito Landáburu, quien
terminó como empresario, fabricó una plaza para las lidias de toros en los
terrenos denominados de Hacho, y que con el transcurrir perdieron una letra,
convirtiéndose en Acho. En castellano la palabra acho,
o mejor hacho, significa
"sitio elevado cerca de la costa, desde donde se descubre bien el mar y en
el cual solían hacerse señales con fuego". En sus primeros años, la plaza fue
llamada indistintamente "del Hacho" o "del Acho". El cerro de San Cristóbal, a cuyo pie se
levanta esta plaza, sería entonces el Hacho de Lima (compárese con el Hacho de la ciudad de Ceuta).
En la construcción
de la plaza se emplearon tres años y se invirtió cerca de cien mil
pesos, debiendo, después de llenadas ciertas cláusulas del contrato, que las
específica “Fuentes en su estadística de Lima”, pasar el edificio a ser
propiedad de la Beneficencia, que desde 1927 lo administra.
La Sociedad de Beneficencia de Lima
Metropolitana, conocida como Beneficencia Pública o Beneficencia de
Lima, es una institución de caridad, fundada en 1834, que administra el
Cementerio Presbítero Maestro, el Cementerio El Ángel, la Plaza de toros de
Acho, el Puericultorio Pérez Aranibar, entre otras instituciones. Siendo su primer presidente Domingo de Orúe y Mirones fue un alcalde de Lima (1806,
en cogobierno con el alcalde Manuel de Villar), general de los ejércitos del Perú que con el grado de coronel intervino
en la proclamación de la independencia (1821) diputado
al Congreso Constituyente (1822); director
civil de la Sociedad de Beneficencia de Lima en su fundación (1825) bajo el
gobierno de Simón Bolívar. Fue propietario
de la hacienda de caña Huaito, en
el valle de Pativilca, de la
provincia de Barranca (por
entonces aún no separada de la antigua provincia
de Chancay), en el departamento
de Lima; hacienda muy fértil y de gran producción, en la que el general José de San Martín alojaba a sus
soldados enfermos de Huaura, antes de la proclamación de la independencia. A principios del siglo xix su casa en
Lima estaba en la calle del Mascarón (hoy 5ta. cuadra de la Av. Cuzco).
La plaza de toros de Acho, es el coso de
toros más antiguo de América, puede
admitir cómodamente unos 10.000 espectadores. Es un polígono de quince lados,
con un diámetro que mide ochenta y cinco varas. En la actualidad es una de
las más grandes del mundo, es la más importante de las 56 plazas oficiales de
toros con que cuenta el país.
Al principio se acordó dar la licencia solo para ocho corridas
al año, concesión que poco a poco fue adquiriendo elasticidad. Había una
función llamada de encierro y con la cual terminaba la temporada. Los toros que
se lidiaban en La corrida de encierro no eran estoqueados.
Aunque se utilizaba la plaza de Acho, no por eso se dejaba de
usar para lidiar toros la Plaza Mayor, en las fiestas reales y recepción de
virreyes. La última corrida que se efectuo en ese lugar fue en obsequio del
virrey Pezuela en 1816…
En 1750, en que se puso a la moda en España la escuela de Ronda,
de matar a los toros recibiendo, esto es cunando el diestro bandola y estoque,
no hubo en Lima, sino rejoneadores para ultimar a los cornúpetas. Pocos años
después vino la escuela de Sevilla en oposición a la de Ronda, con las estocadas y el volapié y la
invención de las banderillas. Los progresos del arte en la metrópoli llegaban
pronto a la colonia. .
La plaza fue fundada el 30
de enero de 1766, durante el gobierno del virrey Manuel de Amat y Junier,
antecediéndola en antigüedad la plaza de toros de Béjar y Zaragoza. La plaza de Sevilla inició
su construcción en 1749, pero
concluyó formalmente después de la de Acho.
En 1770 empezaron a aparecer los listines con una octava o un
par de decimas. La cuadrilla, en ese año, la formaban como matadores: Manuel
Romero “el Jerezano” y Antonio López de Medina Sidonia, José Padilla, Faustino
Estacio, José Ramón y Prudencio Rosales, como rejoneadores y picadores de vara
corta, y como capeadores y banderilleros: José Lagos, Toribio Mujica, Alejo
Pacheco y Bernardino Landáburu, Había además dos cacheteros, dos cacheteros,
dos garrocheros y doce parlampanes.
Estos eran unos pobres diablos que se presentaban vestidos de
mojiganga. Había también unos indios llamados “mojarreros”, que salían del
circo, casi siempre beodos y que armados de rejoncillos, o moharras, y punzaban
al toro hasta matarlo.
Los garrocheros eran los encargados de azuzar al toro arrojando
desde alguna distancia jaras y flechas que iban a clavarse en los costados del
animal.
La suerte de la lanzada consistía en colocarse un hombre frente
al toril con una gruesa lanza que apoyaba en una tabla. El bicho se precipitaba
ciego, sobre la lanza, y caía traspasado; pero hubo algunos casos, en que se
elegía un toro muy bravo y limpio, en
que el animal burlándose de la lanza, acometió al hombre indefenso y le dio
muerte. Era costumbre que el indio de la lanzada se persignara en público pocos segundos antes
de abrirse los toriles para dar paso a la fiera.
Allá por el año 1782 cuando comenzó a ponerse de moda la suerte
de capear a caballo, que se desconocía en España, y en la que fue tan eximio Pedro Zavala, el marqués de Valle Umbroso, que era autor de
un libro publicado en Madrid, por los años de 1831, con el título “Escuela de
Caballería conforme a la práctica observada en Lima” . El capeo a caballo, dice
Mendiburu, no se hizo al principio por toreros pagados, sino por personas que tenían
afición a ese ejercicio, y aún las personas de clase no se menospreciaban de ir
a buscar lances que los acreditasen de jinetes y valientes. Desde finales del
siglo XVIII los capeadores de a caballo fueron asalariados.
Los matadores y banderilleros españoles de esa época eran Alonso
Jurado, Miguel Utrilla, Juan Venegas, Norberto Encalada y José Lagos “Barreta”
Los mejores capeadores de a caballo que han entrado en el
redondel de Lima, fueron Casimiro Cajapalco, Juan Breña “mulata” y Esteban Arredondo.
El marqués de Valle Umbroso dice sobre Casimiro Cajapalco: “Era
muy jinete y mejor enfrenador que he conocido; siempre que lo veía a caballo,
me daban ganas de levantarle una estatua”.
El 22 de abril de 1892 se dio en Acho una corrida a beneficio de
las benditas almas del purgatorio, tal como lo indica el programa de aquella época.
Cogido por un toro el banderillero español José Álvarez, fue ha
hacer compañía a las beneficiadas, las que no tuvieron poder bastante para
librarlo de las astas de un becerro de Bujama.
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