Cada
vez que hay un verano como este, de calor infernal y sol asesino, no dejo de
preguntarme como hacían los limeños de antaño con faldellines, calzas, jubones,
capotillos, sayas y demás, pues es evidentemente impensable que un avecindado
de a metrópoli estuviese si quiera con las mangas descubiertas. Compárense con
las bermudas y el torso descubierto con el que mucha gente camina hoy en día por las calles. Panzas
calatas andariegas.
Tengamos
presente también que la costumbre y moda de bano de mar se vuelven globales
recién a partir de mediados del siglo
XIX y es cuando van apareciendo las estaciones balnearias para que la gente
pueda meterse al mar y percibir la brisa marina. Ambas cosas dentro de una mentalidad de salubridad y no
tanto de ocio al principio. Ya sabemos que el enfoque y la balanza ha cambiado
al lado del ocio en nuestros días. También existieron en ese siglo los
famosos baños (como los de piedra Liza o
de Otero) en donde la gente se banaba, no a refrescarse sino para lavarse en
tiempo de poca higiene. Si la gente se metía al río era para pescar carnes o
lavarla ropa. Nada más.
Retrocedamos
a la época colonial ¿como demonios hacían entonces los dones y donas en el estío? No era que la
gente no pensase en refrescarse. Lo hacían en las alamedas y los alrededores
arbolados, ese era el frescor del cerpo
y del alma, del romance en ropajes coloniales. Aunque en el caso de los
descalzos el romance era con Dios pues la gente no llegaba a tan alejado
convento sino fuera por la sombra de los
arboles y las piletas de agua. Lo mismo para los portales de la Plaza Mayor y, para tal efecto,
las de la mayoría de plazas coloniales en el Perú : el trato
era resguardar a los vecinos de los rigores del sol, esto en tiempos del virrey
Toledo.
Desde
aquellas épocas existió también la fama de bajar la temperatura por dentro. Uno
de esos refrescos fue un menjunje alcohólico llamado aloja, un fermento de miel
de azúcar, pimienta, otras especies y vino, que se tomaba muy frió. ¿ Y cómo se
enfriaba? Dejándola en recipientes repletos de nieve de los andes traída por el
camino de Nievería, que cruza las actuales
Cajamarquilla y Huachipa . La bebida paga impuestos para mantener y embellecer ala alameda, es decir, un
refresco refrescaba otro.
La nieve era todo un negocio pues había quien tenía la concesión del asiento con
mitayos que hacían el peligroso
trabajo de romper los bloques de los
nevados y bajarlos a lomo de mula. Supongo que la raspadilla les salía cara a
los limeños de entonces.
Distintas
formas de encarar el calor del verano y hacerlo que amengue, por dentro y por
fuera, en medio de una Lima con olores no tan santos, olores de estio, de
descomposición , de acequia, gallinazo y sobaco. No es suficiente que Chabuca Granda nos cante del puente a la alameda si no
imaginamos también que el menudo pie le
apestaba a los mil demonio. Igualito que ahora, ni más ni menos.
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