lunes, 30 de marzo de 2015

VERANOS CON ROPAJES COLONIALES

Cada vez que hay un verano como este, de calor infernal y sol asesino, no dejo de preguntarme  como hacían los limeños  de antaño con faldellines, calzas, jubones, capotillos, sayas y demás, pues es evidentemente impensable que un avecindado de a metrópoli estuviese si quiera con las mangas descubiertas. Compárense con las bermudas y el torso descubierto con el que mucha gente  camina hoy en día por las calles. Panzas calatas andariegas.
Tengamos presente también que la costumbre y moda de bano de mar se vuelven globales recién a partir  de mediados del siglo XIX y es cuando van apareciendo las estaciones balnearias para que la gente pueda meterse al mar y percibir la brisa marina. Ambas cosas  dentro de una mentalidad de salubridad y no tanto de ocio al principio. Ya sabemos que el enfoque y la balanza ha cambiado al lado del ocio en nuestros días. También existieron en ese siglo los famosos  baños (como los de piedra Liza o de Otero) en donde la gente se banaba, no a refrescarse sino para lavarse en tiempo de poca higiene. Si la gente se metía al río era para pescar carnes o lavarla ropa. Nada más.
Retrocedamos a la época colonial ¿como demonios hacían entonces  los dones y donas en el estío? No era que la gente no pensase en refrescarse. Lo hacían en las alamedas y los alrededores arbolados, ese era el  frescor del cerpo y del alma, del romance en ropajes coloniales. Aunque en el caso de los descalzos el romance era con Dios pues la gente no llegaba a tan alejado convento sino fuera  por la sombra de los arboles y las piletas de agua. Lo mismo para los portales  de la Plaza Mayor y, para tal efecto, las  de la mayoría  de plazas coloniales en el Perú : el trato era resguardar a los vecinos de los rigores del sol, esto en tiempos del virrey Toledo.
Desde aquellas épocas existió también la fama de bajar la temperatura por dentro. Uno de esos refrescos fue un menjunje alcohólico llamado aloja, un fermento de miel de azúcar, pimienta, otras especies y vino, que se tomaba muy frió. ¿ Y cómo se enfriaba? Dejándola en recipientes repletos de nieve de los andes traída por el camino de Nievería, que cruza las actuales  Cajamarquilla y Huachipa . La bebida paga impuestos para mantener  y embellecer ala alameda, es decir, un refresco refrescaba otro.

La nieve era todo un negocio pues había quien tenía la concesión del asiento con mitayos que hacían  el peligroso trabajo  de romper los bloques de los nevados y bajarlos a lomo de mula. Supongo que la raspadilla les salía cara a los limeños de entonces.


Distintas formas de encarar el calor del verano y hacerlo que amengue, por dentro y por fuera, en medio de una Lima con olores no tan santos, olores de estio, de descomposición , de acequia, gallinazo y sobaco. No es suficiente  que Chabuca Granda  nos cante del puente a la alameda si no imaginamos  también que el menudo pie le apestaba a los mil demonio. Igualito que ahora, ni más ni menos.

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