Sebastián Vallejo
|
|
El bar es el templo de las melancolías, esa
prostituta del recuerdo. Las ciudades sólo tienen alma si es que poseen bares.
Ahí se halla su registro de ternuras y su canon de pasiones. Los limeños a
partir de los cincuenta, casi todos, fueron pasajeros en algún momento de su
vida de El Palermo, de La
Colmena Izquierda en su cuadra once, fue aquella vicaría de
la bohemia y el contrapunto intelectual, entre el aserrín y la noche
interminable. El café bar entrañable donde los hombres y las botellas, fundaron
la apasionada manera de vivir para la ilusión, los sueños y las utopías de la
existencia perpetúa.
Lima entonces, era una ciudad que amanecía sus convulsos y digestivos años cincuenta. En aquel tiempo, la avenida Nicolás de Piérola, en el centro de la urbe y conocida por los lugareños como
Al llegar al Parque Universitario
─frente a la antigua casona de la Universidad Nacional
Mayor de San Marcos que le había otorgado ese título─ estaba situado un
edificio de seis pisos de rasgos adustos. Era el hotel Colmena en la mismísima;
hospedaje obligado para los inéditos limeños de nuevo cuño, habitantes precisos
del estrenado tiempo de la creciente capital peruana. En las amplias tiendas
del primer piso del hotel y gozando de cierto prestigio ya, el Café y heladería
Palermo era parada necesaria para hacerse de una legalidad y prez, amén de un momento de contrapunto social y
unos cremosos helados, más para el espíritu que para el propio cuerpo.
Los inmigrantes italianos que
llegaron al Perú desde el siglo pasado y
se establecieron en Lima por establecer sus comercios con aquellas
esencias de su fibra peninsular: las pastas y facturas, las helados
escrupulosamente batidos y por cierto, sus panes y pasteles generosos. La
familia Cocchella era de la zona norte de la península italiana, gente
trabajadora pero ocasional. El padre de los Cocchellas había llevado con esmero
el negocio del Palermo y el hotel, pero sus intereses mayores estaban puestos
en la industria metálica. En el verano de 1950, el señor Cocchella, agotado de tiempo, coloca
muy a su pesar un aviso en la vitrina principal de la cafetería: Traspaso
tienda, precio moderado. Y esa ya es otra historia.
Shinjo Kuniyoshi y su esposa
Matsu Arashiro, después de observar con sosegada calma sus primeras 24 horas
que pasaron en Lima aquel año de 1929 y luego de la travesía inenarrable de 58
días que los trajo desde Okinawa en el Japón, tomaron la decisión más
trascendental de sus vidas: aquí nos quedamos, se dijeron y los dos agregaron
sólo con el pensamiento y la mirada en ese mismo instante: hasta que la muerte
nos separe. Dos hijos habían quedado en Okinawa, dos hijos que luego murieron
en la gran guerra y que nunca volvieron a ver a sus padres porque don Santiago
había prometido, al cabo de cinco años, regresar en mejor posición económica. Y
desde ese mismo día en el Perú, el joven señor Shinjo pasó a llamarse Santiago
y la joven señora Matsu tomó por nombre el de Margarita, ambos flamantes
vecinos de las rumorosas y festivas calles porteñas del Callao.
Para Santiago Kuniyoshi, luego de
los ingratos sucesos de 1940─1945 y que los afecto de sobre manera, la tienda
no le fue ajena. Muchos de sus paisanos, convertidos en expertos comerciantes y
luego de administrar el reconocimiento general por sus sacrificios, esfuerzos y
superaciones propias, no dejaron de apoyar a la emprendedora familia Kuniyoshi
que ya para esto había ido creciendo, también generosamente, con el nacimiento
de diez hijos.
En El Palermo, don Santiago
Kuniyoshi inicia el conocimiento de otro tipo de clientes. Todos llegaban a sus
mesas de riguroso traje, cargados de libros y papeles, atados a conversaciones
exaltadas e interminables que al principio él no comprendía. Pero don Santiago
tenia otra facultad a parte de su palmaria tenacidad, le gustaba escuchar y
mirar a los ojos. Así, cayó en cuenta que estaba al frente de una clientela
clasificada. Cierto, su establecimiento se ubicaba frente a la universidad de
San Marcos, la más prestigiosa y antigua de América. Cierto, estas personas
eran distintas a aquella que lo frecuentaron en la encomendaría de la Plaza Unión. Cierto,
era muy cierto entonces que había que tener otra aptitud y otro trato porque
don Santiago estaba de acuerdo con esa máxima que aprendió muy bien y que decía
que el cliente siempre tiene la razón.
El aprendizaje fue su acto mayor.
Entonces de un tiempo para adelante, al regresar a su casa de la avenida
Brasil, su esposa y sus hijos, observaban a don Santiago leyendo profundamente
extraños libros, enigmáticas revistas, indescifrables documentos que el cuidaba
que extrema reserva. Eran las publicaciones que sus nuevos amigos, aquellos que
habitaban el universo de sus dominios, le prestaban u obsequiaban luego de
sesudas y grandilocuentes explicaciones. Don Santiago no tardaría en cambiar.
Así se hizo más reflexivo. Confundido como un cliente más en una de los
apartados, tratando de explicar el mundo a sus nuevos amigos que el llamaba
“los pensadores”. Entonces, uno de sus hijos, el que más lo seguía, que también
se llamaba Santiago y que ya asumía las responsabilidades que exigía el enorme
Palermo, descubre el origen de aquel cambio. El señor Kuniyoshi, había
descubierto el casi inexpugnable universo de una buena parte de la
intelectualidad peruana. Y ahora, el joven Santiago, había comenzado a seguir
los atrevidos pasos de su padre.
El Palermo era un establecimiento
amplio, el más grande que se recuerde en la zona. La atención era esmerada pero
nada especial en los servicios de la cafetería, el restaurante y el bar. En su
primeros años, sus 22 mesas familiares, alfombradas de aserrín y tatuada por la
efervescencia nocturna, albergaban casi las 24 horas de día a un conjunto que
reunía a profesores y estudiantes de la universidad de San Marcos y alguno que
otro de la
Universidad Católica , la mayoría procedía de las Facultades
de Letras y de Derecho. Pero también eran clientes conspicuos, toda la
feligresía periodística, porque hasta allí llegaban, al cierre de la edición,
toda laya de gente de prensa: redactores y reporteros de La Prensa , La Crónica y El Comercio, los
diarios más importantes de aquel entonces.
El Palermo era un café y bar como otros cualquiera
que existían en los predios de la universidad, el Parque Universitario o la Plaza San Martín. No
obstante, la apacible contemplación que observaba don Santiago y sus hijos, la
solícita atención que practicaban los mozos (camareros), que satisfacían las exigencias más
extravagantes de los clientes sin mayores dramas, era el encanto que trasuntaba
ese Palermo de los años cincuentas. Porque los que llegaban con suficientes
reservas económicas, podían ver sobre su mesa una buena botella de pisco
peruano; los que lucían un presupuesto regular lograban atiborrar su espacio de
cervezas y cigarrillos; los que mostraban exiguos recursos alcanzaba a tomarse
algunas tasas de café; y los otros, aquellos que caminaban con los bolsillos
vacíos, pues nada, se sentaban sin ser molestados y miraban pasar las horas y
el mundo rodar.
De repente se observaba en
agitadas reuniones, juntos pero no confundidos, al novelista José María
Arguedas y al maestro Raúl Porras Barrenechea, a los poetas Alberto Escobar y
Francisco Bendezú, al estudiante de historia Pablo Macera, y al pedagogo Oscar
Franco. A los periodistas Pedro Álvarez del Villar y al crítico y poeta Augusto
Salazar Bondy. Al filosofo Víctor Li Carrillo y al estudiante de derecho Félix
Arias Schereiber. Al sociólogo Aníbal Quijano y al narrador Eleodoro Vargas
Vicuña -- recién llegado de Arequipa--, al poeta Juan Gonzalo Rose y al
historiador Emilio Choy, al cuentista Oswaldo Reynoso y al crítico de cine Hugo
Bravo, a las estudiantes de Letras --casi musas--, Esperanza Ruiz, Nécida
Coronado y Evelina Gayoso. Todos, jóvenes personaje de un gran fresco que podía
retratar la convulsa cultura peruana de los años cincuenta, años de la férrea
dictadura militar del General Odría. La mayoría, asistentes en fervorosa
procesión desde el Patio de Letras de la universidad de San Marcos.
Otros, en sistemático ritual
académico ─los poetas Pablo Guevara, Leopoldo Chiariarse, Washington Delgado y
el escritor Julio Ramón Ribeyro─, llegaban en grupos acicalados desde los
claustros de la universidad Católica y atiborraban el lugar con su irrecusable
deseo de descubrir el Perú de las ideas y de los dédalos políticos de su
coyuntura. hallaban, quién lo duda ahora, en el Palermo, la libertad que no
encontraban en los espacios universitario que la sociedad peruana les había
entregado para su continuidad. Si el mítico Bolar rejuraba que en uno de los
baños había estrechado su diestra --y su siniestra también-- al mismísimo
Ernesto Guevara, antes de ser el Che y antes de ser El Comandante, cuando
estuvo de paso a la revolución y en moto. Y contiguos a otros escritores y
poetas en ciernes, y junto a otros sublimados artistas de las letras y la plástica,
y observados y comprendidos por la familia Kuniyoshi que los albergaban,
inmigrantes también a su manera, componían un apasionado mosaico con esos otros
parroquianos, la mayoría de clientes, foráneos en Lima, llegados desde el
interior de las provincias del Perú a tomar posición en una geografía propia
como ajena.
El Palermo se fue convirtiendo en
capilla y catequesis, en aula alternativa y universidad de la propia vida.
Aquel fue su atractivo y su pudor. Su exclusiva clientela sabía bien que ahí
iba a encontrar a sus congéneres, a esos seres que vivían preocupados por el
origen de las cosas, por la explicación de los fenómenos totales y por el fondo
y la forma estética con que explicar que la vida existe de otra manera. Así, se
tejían los diálogos profusos y cotidianos, triviales o trascendentes,
triunfales o dramáticos, amargos o hedonistas. Y en cualquier momento hacía su
ingreso un gran maestro o un irreverente poeta, un profundo filósofo o un
cultivado periodista, un anecdótico pintor o un fulgurante novelista, todos
reunidos en ese café y bar limeño que el tiempo convirtió en sala magna e
institución.
En medio de esa bohemia y
tertulia, la familia Kuniyoshi, don Santiago y sus hijos mayores,
protagonizaron una función normativa. Se los respetaba como ellos respetaban el
resplandor de las ideas que en esas mesas de El Palermo adquirían categoría de
fe teológica. En tiempos posteriores ─ya existía el piano que era tocado por el
maestro Freddy Ochoa cuando el Palermo era ya un snack bar─, con su proverbial
protección, apoyaron y animaron publicaciones, presentaciones de libros y hasta
respetuosas ceremonias para festejar un cumpleaños o la llegada o despedida de
algún hijo ilustre de sus mesas.
Suele decirse que el gran poeta
peruano Martín Adán fue el primer limeño certificado que inaugura la lúdica
costumbre de asistir a el Palermo en las épocas de los italianos al final de la
década del cuarenta. Le encantaba el tiempo detenido y el sordo estruendo de
las ideas silentes y musicales ─según confesión de aparte─, y porque incluso en
su horas más frenéticas ─que las había sobre todo los fines de semana─ era un
simple y confuso bar, pero donde nadie lo molestaba ni interrumpía el discurrir
de sus imágenes poéticas que escrupulosamente dejaba escritas en finas hojas de
servilletas y que el mozo Broncano guardaban con sumiso respeto y para la
posteridad.
Igual fervor habitaba en los
sentimientos del notable pintor Víctor Humareda, -el último de los
bohemios- quien todas las noches y mucho
más en los años ochentas, se acercaba con su carga briosa de colores remojados
en los vinos de su mundo cromático y secreto, a domar sus demonios y a contarle
cada vez una historia distinta a Julio Kuniyoshi. Así, los espacios del mítico
bar, albergaron en su momento a casi todos los militantes de la llamada
Generación del 50, constructores de una revista emblemática: Letras Peruanas.
Allí también se forjaron grupos y movimientos, los más importantes, aquel de
los prosistas del grupo "Narración" en los años sesentas y su
revista del mismo nombre. Un lustro más tarde, en casi la misma mesa, irrumpía
con su sibilino universo integral el movimiento poético Hora Zero y
todos sus manifiestos y toda su zarabanda de lúcidos locos tiernos.
Y el Palermo de la familia
Kuniyoshi, en aquel apasionante interregno, pertenece a la infinidad de páginas
libres de la literatura peruana. Su nombre y su influencia se lee en la novela
de Julio Ramón Ribeyro, Los geniecillos dominicales donde los protagonistas,
todos jóvenes iconoclastas y al mismo tiempo revolucionarios e incendiarios,
traman cambiar el universo al calor de sus ideas y en el esplendor de sus
cervezas. Y ha quedado escrito también en célebres poemas, en cuentos y otras
novelas como el marco de referencia de otras épocas, como registro vivencial y
generacional ─la llamada Guerra Fría, la Revolución Cubana ,
la muerte del poeta guerrillero Javier Heraud, la Revolución Cultural
china, las revueltas de París y Praga, el Chile de Allende y Pinochet y el
Perú, desde los fastos de la dictadura odrista, pasando por la anémica gesta
demócrata de Belaúnde y hasta la revolución del General Velasco─ en otras
estatuas del tiempo.
A Julio Kuniyoshi, le compitió la
ingrata tarea de cerrar el capítulo de un ilustre pasado de este mítico
café-leyenda. Fue una noche de noviembre de 1989 cuando se bajaron
definitivamente las puertas metálicas del Palermo. Cuarenta años habían pasado
desde aquella vez cuando don Santiago o Shinjo Kuniyoshi había encendido las
luces majestuosas de sus aposentos que iluminaron con su calor y resplandor a
más de una generación de intelectuales, escritores y artistas, y que alguna vez
escribieron en alguna de sus mesas, los versos abrumadores de sus vidas y de
sus frescas presencias con las cualidades de los espejos de la memoria.
Aun recuerdo la primera vez en
que llegue con mis libros bajo el brazo y contemple ese fulgor y los estruendos
que escapaban desde las entrañas de sus mesas del fondo y me preguntaba qué era
aquello que se defendía con tanta pasión. Era el café de los ensueños. Después,
hasta su barra llegue a pedir una copa de pisco para el frío de la nueva vida,
un cebiche picante para agarrar fiereza digestiva y una cerveza fría para
soportar mis primeras calenturas ante la sensualidad de las partes ajenas.
Kant se enfrentaba al general
Velasco y la Reforma
Agraria a Garcilaso. Así Kin Novak era más mujer que Laura
Antonelli o al revés y Gladys Arista era más fiel que Cuchita Salazar. Y
recitábamos a Thomas Nashe, poeta impuro del mil quinientos: "Una flor es
la belleza, que se marcha y se consume... El polvo ha cerrado los ojos de
Helen, es hora de morir estoy enfermo: señor ten piedad de nosotros. Así, a las
cuatro de la mañana, apagábamos la luz del Palermo y todos nos íbamos a dormir.
Así lo recuerdo.
Gracias por tan interesante, documentado y ameno artículo.
ResponderEliminarLeer, viajar mentalmente en la memoria y en la historia de una ciudad, a veces solo es comparable a una existencia completa.
Saludos de un perucho desde la nieve alemana
HjorgeV