LA HUERTA PERDIDA (SEGUNDA PARTE)
( A mi hermano Paul García)
Lima en sus primeras décadas de existencia tuvo como parte del paisaje
muchas huertas y jardines. Generalmente éstas estuvieron entre las casas de la
ciudad y la muralla. Su función principal era, pues, dotar de alimentos y de un
ambiente de esparcimiento a sus moradores. A muchas huertas se podía ingresar
por el módico precio de diez centavos y comer toda la fruta que se deseara
-pero no llevársela-. En algunas también se improvisaban fiestas con guitarra y
cajón. No en pocas se brindaba hospedaje a parejas ocasionales. Las huertas formaban
parte de la ciudad: obligatorias para tener una vivienda completa, con todas
las comodidades y recursos necesarios.
Pocos saben que este sector del Centro de Lima, que en las últimas décadas
ha afrontado una gran oleada de criminalidad –reflejada en los periódicos y en
las noticias policiales de la época-, tuvo antes un pasado apacible, como parte
de una huerta espaciosa y de muchas hectáreas. Sus orígenes se remontan a la
época colonial, cuando el Virrey José de la Serna –por cierto, el último representante
personal del Rey en Perú, puesto que ya se estaba gestando la causa
independentista-, por pedido de su esposa, destina un espacio de las periferias
del Centro –un amplio y pacífico espacio a orillas del río Rímac- como huerta,
la cual adorna de flores que autoriza traer de España. Una vez en Lima,
transcurrieron días y meses hasta que las plantas empezaran a crecer y a
embellecer el huerto. No es de dudar que su gran atractivo y belleza atrajo
mucho la atención de la ciudad -lo que también generó la envidia de los vecinos
cercanos-. Tal es así que más de uno se atrevió a robarse una a una las flores
de la huerta, hasta que ésta quedó deshecha, ante la tristeza y decepción de la
pareja real. Al no hacer realidad su sueño, la catalogaron como una huerta que
se perdió, una ‘Huerta Perdida’.
Sin embargo, existió un considerable número de huertas en las periferias
del Damero de Pizarro como las que ostentaban los descendientes españoles,
órdenes religiosas y ciudadanos adinerados (la Quinta Presa y los diversos
conventos para indios son una evidencia de la existencia de huertas a las
afueras de las murallas de Lima) en los Barrios Altos y el Rímac. Una de ellas
fue, en efecto, la ‘Huerta Perdida’, quizás la huerta más reconocida hoy en día
–tal vez no por las mejores razones- pero que ha permitido volver a comentar un
tema no tan investigado: el proceso de urbanización en Lima –que ocurrió de
manera acelerada, por cierto, sobre todo durante el desborde popular o la
incursión democrática de los migrantes en la capital.
Con el paso del tiempo la ‘Huerta Perdida’ y las demás huertas fueron
“habitadas por personas a las que les gustaba vivir en las chacras para
cultivar plantas y flores, como viviendas-huertas. Y también una parte de estos
terrenos eran cuidados por gente mala a la que llamaban bandoleros”. Ya en la
República, durante las primeras décadas del siglo XX, la ‘Huerta Perdida’ fue
habitada por personas procedentes del interior –migrantes- dedicados a la
agricultura (que empezaban a construir las primeras viviendas y cuartos
alquilables). En los años 50, con mayor notoriedad, se emprendió un proceso de
urbanización –precaria, con material noble- en sitios rurales como la ‘Huerta
Perdida’: “(…) se hizo más poblado.
Sobre su peculiar nombre también existe
otra explicación. Clemente Ramos, en su muy interesante libro “Barrios Altos:
tradiciones orales”- comenta cómo el laberinto que era la huerta tanto para
entrar como para salir era la característica que le había dado el nombre:
“¿Sabes por qué su nombre de ‘Huerta Perdida’? Porque tú entrabas y no sabías
por dónde salir, salías pa’ otro lado, pero no salías por donde habías entrado.
Por eso le pusieron la ‘Huerta Perdida’, querías salir por donde has entrado y
no podías. Si tú ibas, Amazonas se llama el otro lado, si tú te dabas cuenta
salías por ahí y veías el río también, pues. Tenía un montón de salidas. Pero
antiguamente sembraban flores para vender. Todo tenía dueño, era grande”.
Esto último –la venta de flores, aprovechando la cercanía de los cementerios Presbítero Matías Maestro y el Ángel- pudo haber sido el sustento de muchos pobladores de la ‘Huerta Perdida’– que habían llegado en su gran mayoría del interior del país. Se comenta que cuando “corrían los años cuarenta, la ‘Huerta Perdida’ era una huerta perteneciente a una familia chacarera de origen ruso; y en lo que hoy es la rotonda frente a la piscina municipal estaba una caña con una cruz y a su alrededor vendían flores (…) Cuando el terremoto de los cuarenta, la pared de la huerta de la familia rusa se cayó y ellos al poco tiempo se mudaron, y no se recuerda exactamente en qué momento comenzaron a invadir gentes de no muy buena reputación, por la cual la llamaron ‘Huerta Perdida’.
Una pared de adobe sucia a medio caer, un roble en su delante junto a un poste de alumbrado público que se apaga y se prende como si estuviera sincronizado. De pronto aparecen sombras y al mismo tiempo desaparecen como rayos siniestros de oscuridad.
Esto último –la venta de flores, aprovechando la cercanía de los cementerios Presbítero Matías Maestro y el Ángel- pudo haber sido el sustento de muchos pobladores de la ‘Huerta Perdida’– que habían llegado en su gran mayoría del interior del país. Se comenta que cuando “corrían los años cuarenta, la ‘Huerta Perdida’ era una huerta perteneciente a una familia chacarera de origen ruso; y en lo que hoy es la rotonda frente a la piscina municipal estaba una caña con una cruz y a su alrededor vendían flores (…) Cuando el terremoto de los cuarenta, la pared de la huerta de la familia rusa se cayó y ellos al poco tiempo se mudaron, y no se recuerda exactamente en qué momento comenzaron a invadir gentes de no muy buena reputación, por la cual la llamaron ‘Huerta Perdida’.
Una pared de adobe sucia a medio caer, un roble en su delante junto a un poste de alumbrado público que se apaga y se prende como si estuviera sincronizado. De pronto aparecen sombras y al mismo tiempo desaparecen como rayos siniestros de oscuridad.
Entonces una mujer grita a lo lejos:
“Mira”y la alarma de escape suena en la sien de cada precavido transeúnte. Y
aquí hay que tener mucho cuidado le dice una madre a su hijo menor.
Se cuenta que cierto día un grupo de
“huerteros” a escondidas paro un microbús, el caso es que cuando el iluso cobrador
bajo para subir al supuesto pasajero siete de sus secuaces salieron de las
sombras de la Iglesia Santo Cristo y raudamente se fueron sobre el cándido
sujeto.
El chofer de la impotencia solo atinó,
lo contaba entre risas, mientras se dirige a su humilde vivienda por el callejón
Martinete en la Huerta Perdida, ahí donde un tiempo atrás se refugiaba
“Tatán”.
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