Las ciudades enormes y tercer mundistas como estas traen sus propias incertidumbres. Una de ellas, al menos para mi, es la nocion del tiempo, que ha dejado de contarse en las manecillas de un relo para convertise en un miserable tirano que gobierna y desgobierna nuestras existencias. El tiempo, aqui, suele medirse en los bocinazos que repartimos como golpes en la carrera cotidiana. El tiempo se mide en metros por hora, en seafoos por hora, en antenas de celular por metro cuadrado. En estadisticas.
El tiempo pasa inexorablemente sobre los rostros, los cuerpos las vidas de aquellos mendigos que siempre estuvieron en las esquinas a las que, de una u otra manera, llegamos.
El tiempo en mi ciudad, es una celebracion de la paradoja. Quijas porque hay un museo de la memoria hundiendose en un relleno sanitario, un escritor que a duras penas consigue vivir de sus letras y aun asi compra peliculas pirata, un policia que se irrita poque algun subnormal insiste en sobornarlo, un mundo de casetas de internet en el asentamiento donde aun no hay agua potable, un camion cargado de mercaderia ilegal que evoca al Senor de los Milagros, un paraiso de cebiches frente a un mar qe todavia trataremos como retrete.
El tiempo suele ser una sucesion de carteles publicitarios sobre la carretera, prepotentes, burdos, torpemente instalados sobre lo que hace quinientos anos, y tambien treinta, fue un magico desierto. El tiempo es aquella letania cmercial que nos persigue hasta hacernos sucumbir, suspirar chocar o sentirnos pobres, gordos poco glamorosos. El tiempo lo establecen las tiendas por departamento, sus tendencias alegoricas y sospechosas ofertas. El tiempo en Lima es el escandalo semanal al que, como si se tratase de una ceremonia religiosa, atendemos cada domingo en horario estelar. El tiempo aqui se cuenta en los baches que sorteamos cuando salimos a la aventura de una avenida, as pintadas que permenecen en los muros como tatuajes de amores pasados, las veces que debemos parar en seco para no llevarnos a un incauto peaton que aparece de pronto, cmo un perro confundido.
Contamos el tiempo por atentados, robos, ltrajesy raptos al paso de los que hemos sido victimas. Lo vivmos con recelo porque, mas de una vez, el tiempo ha sido estafa, ilusion, espejismo. Promesa vacia. Anticiudad. El tiempo no ha personado los alegres cristales que alguna vez dejaron ver el mar desde el puente Villena. Con el tiempo vamos persiendo el respeto al paisaje, la necesidad imperiosa de rodearnos de escenarios naturales, la nocion de criollismo, la fortuna de ser libres.
El tiempo de Lima se mide en densidades de niebla, en capas de polvo, en porciones de luz, en destellos de sol, alguna vez fue el canto hondo y sostenido de un pututo, un amor que se pensaba eterno entre el mar y la montana, los camarones que dejaba el rio Rimac, la ola que se hacia escuchar en las estribaciones andinas. El tiempo aqui, nevitablemente, tambien envejece y cambia de semblant, muda de piel, vive su ocaso, se arruga, pierde su sobra y se olvida.
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