El Rocoto relleno
retrata el mestizaje de la comida preparada al pie del Misti. Un nativo fruto
rojo desarmado de circas y semillas picantes es invadido por quesos, carnes,
cebollas españolas. Esta crónica bucea en los orígenes de la culinaria
mistiana, acompañados del buen paladar de Antonio Ugarte y Chocano.
Arde la ciudad al mediodía. El sol cae como una candela. Rebota en el sillar y adoquines del pavimento, luego aguijonea los poros de la piel. Es la potente radiación arequipeña que franquea la débil capa de ozono que cubre esta parte de la tierra. El miedo al cáncer de piel se advierte en la indumentaria del characato actual: sombreros de ala ancha, lentes oscuros y rostros blanqueados con protectores.
Con Antonio Ugarte y Chocano, un teórico de la cocina arequipeña, trepamos a un taxi Tico, de esos que congestionan calles diseñadas hace cuatro siglos para burros y carretas. A diario, veinte mil de estos carros entran y salen del corazón de la ciudad y convierten el tráfico vehicular en infernal. Son fuente de contaminación y ruido.
Los embotellamientos demoran nuestro arribo a La Nueva Palomino, una de las picanterías, en cuyo fogón sigue cociendo la comida arequipeña, la mestiza en donde los paladares se agasajan con el picante, agrio, dulce y amargo. El techo a dos aguas, el fogón ardiendo a leña, cántaros de chicha y una pampeña de Los Dávalos que suena a volumen bajo borran la imagen de la Arequipa de ticos, contaminada y transformada por las migraciones. La cocina probablemente sea el último reducto de la tradición. ¿Qué es la comida arequipeña? Se remonta a 13 mil años con los primeros pobladores asentados en la costa y devoradores de pescados y moluscos. Sin embargo, la verdadera revolución ocurrió en la Colonia. Las técnicas e ingredientes importados de Europa mezclados con lo nativo produjeron un recetario para llenar enciclopedias. El poeta Alonso Ruiz Rosas registró 317 fórmulas en su libro. Ugarte está listo para acompañar el banquete con un paladar de sabio.
Cruce de ingredientes
Hoy es miércoles. En la carta del menú tradicional toca Chochoca, caldo espeso de maíz molido con carne de res. En antaño, las cocineras mistianas tenían un guión invariable: el lunes, Chaque de tripas; martes, Chairo; jueves, Chuño; viernes, Chupe; sábado, Caldo blanco o Blanco de lomos; domingo, Puchero o Chupe de camarones. Estos chupes comenzaron a prepararse en la Colonia, dice nuestro anfitrión. Derivan del famoso Puchero, un descomunal sancochado de carnes, verduras, frutas, tubérculos, etc. importado del Viejo Mundo. En España lo llamaban Olla Podrida. El historiador Juan Guillermo Carpio Muñoz señala que este plato representa el cruce de la culinaria española y la nativa. En la versión europea era clave la longaniza, chorizo saborizante; en Arequipa fue sustituido por la lonja de chancho. Los ajíes, potenciaron la sazón. “Primero se servía el hondo con el caldo y luego el plano con el sólido cubierto de hojas de repollo hervido”, dice Carpio.
Ugarte y Chocano saborea la Chochoca y desclasifica los ingredientes. “Arequipa fue generosa en producción de maíces, la res vino con los conquistadores”, dice.
Los españoles trajeron un voraz apetito carnívoro. Nada comparable con el nativo serrano que era muy frugal. Su dieta lo constituían granos, tubérculos, carne de llama, etc. Se estima que la primera camada de vacunos arribó en 1546. El cabildo autorizó la venta de 150 cabezas a Hernando de Aguilar. También trajeron el cerdo, carne poderosa en aporte calórico y base de varios platos de fondo: chancho al horno, chicharrones, chuletas, etc. Pero el Adobo es insuperable. Este guiso dominguero purga los pecados de un sábado bohemio. Al alba, los trasnochadores ponen fin a la jarana en las adoberías de Cayma y Yanahuara. Los españoles lo preparaban con vino; en el aderezo arequipeño se introdujo el concho de la chicha de guiñapo.
La comida es mezcla de ingenio y necesidad. Ugarte bucea en las raíces del Rocoto relleno, buque insignia de la carta local. Es probable que los vizcaínos sean dueños del “copyright”, con la diferencia que en la provincia vasca era Pimiento relleno. La creación del Rocoto relleno está envuelta en una leyenda. Dicen que su creador fue Manuel Masías (1728-1805). El cocinero quería agasajar al diablo con la condición que libere a su hija del infierno. En paladares, el arequipeño compite con Satanás. Los almuerzos siempre se acompañan con un pocillo del endiablado fruto, con zarza. Es estimulante del apetito.
UN PLATO DE GUERRA
El mozo trae un plato con porciones de varios potajes. Concentra guisos del día, Rocoto relleno, la Zarza de patitas, etc. En la carta figura con el nombre de Americano. Ugarte recuerda que el nombre surgió después de la Segunda Guerra Mundial. Los norteamericanos sobrealimentaban a la tropa; el almuerzo era servido en gamelas con cuatro platos distintos. El Americano se sirve igual, pero no es más que un ‘remake’ del viejo picante, aquel platillo ofrecido en las chicherías como yapa de la chicha. El señuelo eran esos aperitivos, se servían para estimular la sed. Las torrejas del plato introducen dos ideas a la conversación. La primera, la capacidad de las cocineras para reciclar ingredientes que sobraban, echarles harina y un huevo y freírlas en aceite o manteca. La segunda, las técnicas importadas del Viejo Mundo y adaptadas al medio. Los primeros nativos arequipeños comían cuy y lo cocinaban calentándolo con piedras, los españoles empezaron a freírlos.Pero los invasores no solo impusieron, rescataron las técnicas locales, por ejemplo la huatia. De los platos servidos quedan resquicios. Comida terminada, conversación finalizada. Afuera, la ciudad persiste en su laberinto de humo y ruido.
La cocina arequipeña echó cimientos sólidos con la fundación española de la ciudad. Los colonizadores encontraron un valle fértil regado por un río, con pequeñas comarcas alejadas entre sí. Ugarte y Chocano afirma que las tierras se enriquecieron con la explosión del volcán Huaynaputina (1600) en Moquegua, cuyas cenizas oscurecieron la ciudad varios días. Como en Pompeya, el día se hizo noche, los arequipeños imaginaron el fin del mundo. Las capas de sustancias inorgánicas enriquecieron el suelo, las cosechas se incrementaron seis veces más.
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