domingo, 4 de agosto de 2013

LAS MIL Y UNA HISTORIAS DEL QUEIROLO


Ya estamos algo sazonados de tantas botellas de Cerveza. Han transcurrido casi cinco horas desde el inicio. Empezamos como a las tres de la tarde en la calle Quilca, buscando algunos títulos de ediciones antiguas, y por fortuna encontré un par de reliquias. Entonces para celebrar las adquisiciones, nos metimos al bar Queirolo; porque ahí va la gente del pueblo, que no busca figurar y por lo general es la más sabia aquí estamos ahora, hablando tantas tonterías. Y para colmo estamos en el salón de al fondo llamado Hora Zero, en honor del movimiento poético de los años setenta. Y aunque el salón, a pesar de estar abarrotado de bebedores, no despide ese olor de cantina nauseabunda en donde se mezclan el aserrín los orígenes y el perfume barato de alguna meretriz.
— ¡oye Víctor! Escúchame no te distraigas—
Me habla fuerte Sebastián:
— Tranquilo—   le digo  —no te preocupes, si tu papá te jode mucho, entonces vete a vivir donde tu madre, y asunto arreglado—
— no es así de fácil— me dice  — ¿qué quieres? ¿Qué me quede sin plata?  ¡Ni pensarlo!, mi viejo es el que me provee de billete,  y así lo tendré que soportar—
—Bueno, con tal de que no dejes la universidad, el resto no importa. Ya sabes.  Tienes que pensar en tu futuro—
Y al soltar la carcajada, me responde: — ¿oye Víctor, tú crees que la literatura me va a dar billete?—
—Bueno, quizá no al principio… pero después, ¿quién sabe? Además no debes pensar solo en billete, también hay otras cosas—
— ¿otras cosas?—
—sí, ¿cuáles son esas cosas?—   Pregunta un viejo ebrio y desaliñado del grupo de la mesa del costado que está muy cerca de nosotros. Y yo respondo:
—Bueno… son muchas. Está por ejemplo, tener la satisfacción de hacer lo que realmente quieres; o llegar a publicar tu primer libro; y así poder contarle algún día a tus nietos tus experiencias, solo por el hecho de haber conocido personajes interesantes.
— ¡Bien dicho jovencito!—   interviene el viejo que lleva una barba a lo Rip Van Winkle.   —Por lo visto, a pesar de tu corta edad tienes algo de mundo; y eso es saludable para ustedes los jóvenes—   Pero luego interviene Sebastián:
—Pero ni siquiera he escrito dos cuentos, y para colmo, cada uno de ellos me demandó un año entero. En realidad me gusta la narrativa, pero creo que no me entra—-
—No debes preocuparte—  responde el viejo  —esto es un asunto para los más tercos, solo tienes que ser laborioso y disciplinado, y finalmente en algunos años, quizá hayan frutos— solo tienes que tomar las cosas con más calma—
Y mientras  moja sus rojizos y cuarteados labios con un  sorbo de licor, lo observamos detalladamente y nos preguntamos, de donde ha salido este viejo que más parece un mendigo. Pues lleva puesto un abrigo en paño negro, totalmente apolillado. Y en un arranque desafiante le preguntamos:
— ¿Cómo es que usted sabe tanto? ¿Acaso es escritor?—
—En cierto modo creo que lo fui. Pues, llegué a escribir crónicas en algunos periódicos importantes de la época.
— ¿Entonces fue usted periodista?—  insistimos:
—Algo así; aunque en esa época no se estudiaba para ser periodista, porque antes tenías que haber recorrido las calles y conocer a todo tipo de personajes, tanto marginales como brillantes, además de tener buen olfato y principalmente mostrar cualidades para escribir—
—Pero ahora vivimos otras épocas, y tenemos que estudiar mucho—  Le respondo junto a Sebastián.
—En parte sí. Pero también necesitan de algo más importante—   aclara el viejo  —solo tienen que adentrarse a un círculo del cual terminarán tan inmersos sin siquiera sospecharlo.
—Y cómo lograremos lo que usted dice ?—   le preguntamos al unísono.
—Pues, necesitan más bohemia, deben de recorrer más calle, tienen que meterse a la movida cultural; pero a la popular; no a la clasista. Deben conocer personajes marginales y atravesados. También a las putas, pero las más avezadas, esas que andan en La Parada; pero sobre todo no deben olvidarse de los  poetas malditos, esos que son vetados por la clase intelectual. Solo así, de esa manera tendrán bagaje para poder crear sus personajes—
—Oiga señor, pero todo lo que usted dice… ¡Lo estamos haciendo!—
—Perdónenme jóvenes, pero ustedes todavía son unos pichones, y eso se nota a leguas—
— ¡Pero señor! Usted mismo lo está diciendo, todavía somos jóvenes—
—Por eso. No deben preocuparse antes de tiempo—
En esos momentos, uno de los del grupo de la mesa del viejo, que por cierto es otro viejo, se incorpora hacia nosotros y nos advierte: — ¡no le crean nada a éste señor, sólo es un borracho que inventa historias!—  Y se vuelve nuevamente a su grupo.
Entonces, el viejo; nuestro viejo, prosigue con nosotros:
—Miren, antes aquí, en el centro de la ciudad, se desarrollaba toda la bohemia limeña, abundaban las encerronas, las jaranas, las poesías, los encuentros izquierdistas y muchas otras cosas. Por ejemplo, todos los de  la redacción, antes y después de los cierres nos íbamos a burdelear, al jirón Huatica casi siempre; y hacíamos cola para rendirnos ante los encantos de “La Shimabuco”, pero el hijueputa de Prado lo mandó clausurar en el 56, por eso luego le sacamos el jugo al “corralón” de la avenida México. Recuerdo, que uno de los más burdeleros además de Ribeyro, era Jorge “Veguita”. Creo que, finalmente con él nos hemos tirado casi medio Lima. Pero luego de allí irrumpíamos a los bares del centro. Estaban por ejemplo; el Negro-Negro, en el sótano de la plaza San Martin—
El Negro Negro fue un centro nocturno y muy especial. Decorado al estilo parisién por la artista francesa Odile Marley, con la colaboración de Juanito Pardo de Zela, le dieron un ambiente intelectual que hizo de este local predilecto de artistas, literatos y personajes de la más fina bohemia de una época que algunos llaman los años felices.
Era el Ateneo de la intelectualidad del momento, que venía de la Segunda Guerra Mundial…dice uno de los habituales de ese inolvidable centro nocturno que ofrecía el placer de conversar, brindar, escuchar música, ver teatro y exposiciones de pintura y, finalmente hacer bohemia.
Funcionaba a media luz, con un jazz de fondo que tocaba un pianista invidente: Freddy Ochoa. Sus dueños eran los hermanos Leo y José Barba, ese último padre del congresista Barba Caballero.
A la entrada de Negro Negro había una galería-librería, cuyos dueños eran Paco Moncloa y Sebastián Salazar Bondy – uno de los intelectuales más importantes y trascendentales de esos años. La librería funcionaba hasta poco más de la medianoche.
— ¿Es verdad que ese es el bar “La Catedral” de la novela de Vargas Llosa? Pregunta Sebastián.
— En realidad Vargas Llosa, iba muchas veces al Negro-Negro, aunque no bebía mucho; pero creo que ahí se inspiró en los personajes de la novela. Pero también íbamos más allá, bajo los portales, al Zela; y en la siguiente cuadra  en la avenida La Colmena, al Palermo, fue un mítico bar – la par una confitería donde se vendía café y helados-que funcionó en el concurrido hotel del mismo nombre. Quedaba en la cuadra 11 en plena avenida Nicolás de Piérola, casi al frente de la casona de la Universidad de San Marcos. Era el lugar predilecto de estudiantes y profesores de dicha casa de estudios en los años 50, y en adelante hasta su cierre. A ciertas horas ya por la noche llegaban a él parroquianos del mundo del periodismo, redactores de La Prensa, La Crónica y El Comercio, los diarios más importantes de aquella época.
Luego de leer aquellos deleitables episodios de Conversaciones en la Catedral” o los “Geniecillos Dominicales”, lo primero que entro en mi fue un deseo de poder visitar el bar y la oportunidad de verlo tal como muchos lo recuerdan, o lo más próximo a ello. Y es que se trata de un lugar con genio que fácilmente podrá conformar parte del Mapa Literario de esa Lima de antaño.

Se daban cita en El Palermo. Juntos pero no confundidos, al novelista Jos´María Arguedas y al maestro Raúl Porras Barrenechea, a los poetas Alberto Escobar y Francisco Bendezú, al estudiante de historia Pablo Macera, y al pedagogo Oscar Franco. A los periodistas, Pedro Álvarez del Villar y al crítico y poeta Augusto Salazar Bondy. Al filósofo Víctor Li Carrillo, y al estudiante de Derecho Félix Arias Schereiber. Al Sociólogo Aníbal Quijano y al narrador Eleodoro Vargas Vicuña –en el 55 recién llegado de Arequipa-, al poeta Juan Gonzalo Rose y al historiador Emilio Choy, al cuentista Oswaldo Reynoso y al crítico de  cine Hugo Bravo, a las estudiantes de Letras Esperanza Ruiz, Nécida Coronado y Evelina Gayoso. Todos, jóvenes personajes que vivieron la férrea dictadura militar del General Odría. Para muchos fue la extensión del Patio de Letras de la Universidad de San Marcos.  

Y otras veces frecuentábamos al Chino-Chino. Pero tampoco quiero olvidarme del que está al costado de Palacio, Cordano donde nos servían un tremendo Tacu-Tacu, o una rica butifarra, con bastante cebolla y ají— durante más de 100 años, ha sido el rincón de los políticos, incluso, varios presidentes cruzaron la calle para degustar legendarios platos que aún se sirven en las mesas de mármol y granito, como los riñoncitos al vino o los sesos a la romana y los chilcanos de pisco.

— ¿Cuál?—  más  Le preguntamos.
 —Ahí, en la calle Ancash; El famoso Raimondi — Por eso creo, que los que hemos llegado a pisar estos huariques; ahora podemos morirnos tranquilos. Así como lo hicieron Martín Adán,  el propio Ribeyro, Arguedas, Salazar Bondy, Sérvulo Gutiérrez, Humareda, Eleodoro Vargas Vicuña, Luis Alberto Sánchez, Romualdo y Pablo Guevara entre muchos otros que ya el “Chilcano” no me hace recordar.
—Bueno—  Intervengo ante la mirada atenta de Sebastián — ¿estamos en el Queirolo no? Por algo hay que empezar—
—Bien dicho muchacho, si observas a todos los personajes que reposan en las paredes de éste salón; todos hicieron escala aquí. Pues Hora Zero nació en este mismo bar en el setenta. Pero antes pasaron desde César Vallejo hasta el mismo Manuel Prado, que vivía aquí cerca, en la cuadra nueve de Camaná; y que antes de irse a Palacio de Gobierno hacía una parada obligatoria para servirse una copa de pisco—
En eso, el viejo hace una breve pausa para darle un sonoro sorbo a su pequeña copa de chilcano, mientras que nosotros hacemos lo mismo con nuestras cervezas. Pero el otro viejo del grupo de nuestro amigo el viejo; se incorpora nuevamente y haciendo irregulares bamboleos, hasta llegar a nuestro lado le dice al viejo: — ¡Qué coño haces con estos niños!—regresa con nosotros para seguir contándote sobre la Manuela de Luna Pizarro. Y lo coge  del brazo y se lo lleva para siempre.
Sebastián y yo terminamos la última cerveza que queda en la mesa, y como por acto involuntario miro la hora en mi reloj;  ya dan la una de la mañana.  Al rato, salimos del bar algo ecuánimes para poder ir sin problemas por la mañana a la universidad. Y al llegar a casa, me lancé sobre la única cama que tengo.
Son las cinco de la mañana, y apenas habré podido dormir unas tres horas y media, pero acabo de darme una ducha fría y mis ganas se parecen a una pila alcalina.
Tengo que aprovechar las tres horas que me quedan para irme a mis clases en la Facultad, procedo a encender mi portátil y me embarga una repentina euforia. ¡Qué alegría! Ahora ya no le tengo más miedo a la hoja en blanco y como un condenado empiezo a teclear.


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