domingo, 18 de agosto de 2013

NOSTALGIA, DE MIS AÑOS EN LAS AULAS DEL COLEGIO LA SALLE


Sebastián Vallejo

Siempre que puedo, cuando vuelvo a Lima, me reúno con mis antiguos compañeros de estudios. Esta vez, decidimos visitar nuestro ya vetusto colegio en la avenida Arica. ¡Cuantos recuerdos hay entre sus paredes y en sus patios para nosotros ya casi olvidados!. Es como abrir una caja china; pues los recuerdos suscitan más y más recuerdos, casi  sin poder evitarlo.

En la visita que hicimos, esta vez, el colegio nos resultó un tanto diferente y lejano; seguramente por los años de ausencia que habían pasado. Cuando llegamos al viejo portón de entrada al patio, el portero nos indico que dejáramos el carro al fondo, en las antiguas cocheras donde se guardaban nuestras góndolas; al llegar, nos dimos cuenta de que allí faltaba algo... Todo, aquello, ya no estaba como en nuestro tiempo en que estudiábamos. Ya no existía el foso donde el “loco” Elías, -que era  “chofer mecánico”-,  arreglaba los ómnibus;  tampoco estaban aquel caño con su manguera muy larga, para lavarlos y tenerlos brillantes, antes de salir a hacer su recorrido.

¡Cuantos recuerdos se nos agolparon, de repente, en nuestras mentes!. ¡Eran como notas dormidas que despertaban, de pronto, después de un largo sueño!. También se nos vino a la memoria la figura del Hno. Hipólito Bartolomé, dando vueltas entre los ómnibus a los cuales mimaba como si fueran sus hijos; y nos lo imaginamos, por un momento, dando instrucciones a los chóferes antes de salir a recoger o dejar a los alumnos.

Esa gran flota de ómnibus GMC que teníamos en el colegio, que por aquellos tiempos, era una de las mejores de Lima, ya no existe. Le seguían por este orden, los ómnibus de la Inmaculada y la Recoleta. Y creo que entre los autobuses de mujeres eran, San José de Cluny, Belén y Santa Ursula. Todos los ómnibus llevaban a los costados el nombre o logotipo del Colegio. Ahora los tiempos han cambiado, ¡que es una barbaridad!. La mayoría de los alumnos va por su cuenta, por lo que ya no es necesario tener “las góndolas” para recoger a los alumnos en sus casas a lo largo y ancho de la gran Lima como en aquellos años.

Desde hace años, los colegios tienen horarios corridos, porque por las tardes no hay clases. Si se tuviera que ir al colegio mañana y tarde, como cuando estudiábamos nosotros por aquellos años, ¿cómo se hubieran arreglado los chóferes de nuestras góndolas para llegar al colegio, a la hora?, Ya que el trafico de esta gran ciudad – que se ha cuadruplicado- es un verdadero caos; ahora, que, para ir al centro de Lima, nos podemos demorar casi media mañana; y atravesar la gran ciudad, de punta a punta, nos puede exigir varias horas.   

En nuestro colegio, siempre se le llamó al ómnibus, “la góndola”; y no era porque anduviera por el agua como en Venecia, la ciudad donde las calles son canales. Otra de las acepciones que indica el diccionario de la Real Academia, sobre  góndola es: “semirremolque de plataforma sin paredes laterales destinado al transporte de cargas pesadas, de unos 25 a 60 toneladas”. Me imagino que cuando llegaron los primeros hermanos al Perú a fundar lo que sería nuestro querido Colegio de La Salle,  al encontrarse en Lima, siempre había una fina garúa; seguramente fue cuando ellos bautizaron a los ómnibus con el nombre de “la góndola”.

En esta Lima del siglo XXI, -la capital mundial de la desesperanza-, en nuestro recorrido por las estrechas calles de la Lima cuadrada, se observa el caótico ir y venir, a grandes velocidades, de los micros que se pelean por llegar los primeros a la parada para atrapar a sus pasajeros, quienes se apelotonan, apurados, en los paraderos para tomar su carro. Los chóferes del Perú son admirados en cualquier parte del mundo. En la capital, se encuentran los mejores chóferes del mundo y los taxistas más cultos. Por la gran habilidad necesaria para que el chofer pueda salir ileso del peligrosísimo tránsito de Lima...por la enorme cantidad de profesionales que se ven obligados a hacer taxi a causa de la gran desocupación que sufre el país.

Es necesario saber que en el antiguo Virreinato del Perú, no se tienen en cuenta las leyes del tránsito. Aunque está bien claro que esas normas son internacionales, solamente se tiene en cuenta la ley de la luz verde o roja del semáforo; ya que desde hace muchos años, la amarilla o ambar, fueron declaradas inútiles; y en muchos casos, la luz roja, ni se respeta.

Las líneas blancas o pasos de cebra de las calles, no tienen ningún motivo de ser, porque, ni los peatones ni los mismos policías de tránsito las respetan. Las intersecciones o cruces de las calles, salvo las más importantes, carecen de semáforos. Es en esos cruces, donde se demuestra la valentía, la capacidad y la sagacidad del que conduce. El que se mete primero, por la razón de la fuerza, es quien se otorga el derecho de pasar. Esta demás decir que en mi país, no se utilizan las luces direccionales de virar a la derecha o a la izquierda; sólo, como antiguamente; se saca la mano para advertir a los otros conductores que se va ha hacer la maniobra.

La sagacidad sirve para conducir siempre a la defensiva, esperando ser víctima de alguna heroicidad en la que el infractor siempre tendrá la razón; ya que todos suelen otorgarse el derecho a la preferencia.

En este enmarañado tránsito,  todo se resuelve con bruscas aceleradas y frenazos, a la derecha o a la izquierda, con adelantamientos mediante la invasión a la vereda destinada al peatón, con sacadas de mano brazo y con recriminaciones  o insultos de todo tipo. En todo momento debe de ir pensando, y muy atento, en lo que va ha hacer el que va manejando delante o al costado.

Para poder sobrevivir, quien conduzca un vehículo en el intrincado, caótico y peligroso tránsito de la capital del Perú, es necesario que sea un maestro en el dominio del volante, y que tenga un total dominio del sistema nervioso; y que sea verdaderamente  audaz y sagaz. En una palabra, hay que tener nervios de acero para poder conducir por las intrincadas calles de la capital peruana.

El caos del tránsito urbano de Lima, lo causan, no solamente los vehículos sino los peatones  con quienes comparten esa responsabilidad; cruzan las calles en todas direcciones; pues en mi querido país, no se ha podido enseñar al peatón a que pase por las líneas de cebra, o a que sepa respetar los semáforos. No existe sanción de ningún tipo para quien lo hace. Las consecuencias de este caos, son alarmantes: un promedio de ochenta y cinco accidentes diarios con seis muertos; lo que ocasiona más desaparecidos que el terrorismo, en el mismo período de tiempo.

Siguiendo la costumbre de nuestros antiguos compañeros, nosotros le seguimos llamando “la góndola”.  ¡Cuántos recuerdos tenemos de ellas!: ¡hacíamos cuatro viajes al día!. Nos recogía por la mañana, muy temprano, para llegar al colegio aproximadamente a las 8.10  y entrar a las 8.30, cuando nuestra fiel campana nos avisaba que teníamos que comenzar la ardua tarea de estudiar. Por la tarde, se hacía la misma operación, para entrar a las 2.30 y retornar a nuestras casas después de las 5.30, hasta el día siguiente, en que se volvía a repetir la monotonía de todos los días, durante los nueve meses que duraban nuestro año lectivo.

Al terminar las clases, tanto a la salida de la mañana como de la tarde, teníamos que formar en el patio y escuchar las indicaciones del Hermano Prefecto, quien, desde “la Chulpa”, observaba todos las evoluciones de las filas de los distintos cursos de la secundaria. Los alumnos de primaria, casi siempre, iban directamente a la góndola, así como los alumnos exonerados de formar.

A una señal del Hno. Prefecto, se rompían las filas, y cada uno se dirigía a formar frente a su góndola que se encontraba estacionada en uno de los costados del patio central,  lista para salir a dejar a los alumnos en los diferentes distritos, Magdalena, Miraflores, Orrantia, Barranco, La Victoria, el del Centro; y así, hasta catorce destinos. Que formaban la Lima Ciudad Jardín de aquellos tiempos, que albergaba , cómodamente su medio millón de habitantes, pero que no puede hacer otro tanto actualmente con los diez millones que desbordan los cuarenta y tres distritos actuales.

Las góndolas salían por la avenida Arica hasta la Plaza Bolognesi, para doblar por Guzmán Blanco; pasábamos frente al Long Tenis; y, desde allí, los ómnibus tomaban su recorrido habitual a los distintos distritos, para empezar a dejar a los compañeros en sus casas. Estos paraderos eran planificados, previamente, para recoger en un solo sitio al mayor número de alumnos que vivían por esa zona; se daba la casualidad de que, en muchos paraderos, subían cinco o seis de la misma clase.

Cuando la góndola nos recogía para ir a las clases de la tarde, algunos días calurosos, al pasar por alguna heladería, con la complicidad del chofer, - y con el permiso del que nos cuidaba, que podía ser un profesor civil o un hermano que también se solidarizaba rápidamente con la causa-  parábamos para avituallarnos de helados de barquillo que eran deliciosos; incluyendo uno que solíamos regalar al chofer. Los helados desaparecían de nuestras manos en un abrir y cerrar de ojos. Todos los compañeros de la góndola éramos como una gran familia muy bien avenida.  

Por aquel entonces, en Lima habían pocas heladerías: el ¡Oh que bueno!, el Tic Toc, El Tambo y algunas otras, que hacían furor entre la gente joven que solía tomar sus helados por las tardes a la salida del colegio. Recuerdo que,  los Domingos, nuestros padres nos llevaban a degustar esos helados. Cuando íbamos en el ómnibus de calle, solíamos comprar helados en la heladería “Parisi” que estaba a pocas cuadras del colegio,  para que el camino resultara más llevadero. Ahora, en este siglo XXI, hay heladerías en casi todas las esquinas y son muy vistosas.

El autobús estaba dividido en dos: en la parte delantera, iban los alumnos de primaria; y en la parte posterior, los alumnos de secundaria o media. Casi siempre nos sentábamos los compañeros de clase. Algunos estudiábamos, en el recorrido, la lección o el examen que nos tomarían a lo largo del día; ese era el momento de mucha y verdadera concentración. “Los que no habíamos terminado la tarea que había que entregar a primera hora, durante el viaje, empleábamos el tiempo para terminarla;
 y en las paradas del autobús, era cuando aprovechábamos para escribir y hacer mejor la letra”. Otros, los que iban más relajados, por tener clase de Educación Física o Pre militar, se dedicaban a  meter “vicio”(alborotar); en cada autobús había verdaderos maestros o especialistas en este arte.

Los mayores, que no tenían nada pendiente, iban mirando por las ventanas. A largo de la ruta, había lindas chicas a las que nosotros, los más grandes, ya teníamos localizadas. En mi góndola,  “Chingolo” era el más pintón y “se las llevaba a todas de calle”. Cuando pasábamos por donde había un grupo de chicas, se producía un revuelo en la parte de atrás, con el clásico silvido. En esos momentos, se producía el envío de mensajes a las chicas que también estaban en sus paraderos esperando sus autobuses. Si, por casualidad, el alumno era visto por el profesor arrojando el mensaje, era hombre muerto; y  si la falta era más grave, se le enviaba o a donde el Hno. Prefecto quien dictaría estricta sentencia del castigo, que casi siempre consistía en quedarse después de clase, a la salida de la tarde.

Los más osados se atrevían a fumar, en el último asiento, donde casi siempre iban los de quinto de media. Muchas veces con una liga y un papel enrollado, se le tiraba a un compañero;  había también el tiro con honda, cuyo experto era el enano Zonta. Al recibir el impacto, dolía bastante. Este era  uno de los juegos más castigados. Otra falta de castigo, era el tirar los avioncitos de papel; y el jugar con la pelota que llevaba el alumno de primaria dentro de su redecilla, el vivo de turno se la quitaba y la comenzaba a pasar a los de atrás o de adelante, según estuviera ubicado. Otra de las distracciones más comunes, era el esconder la maleta al compañero, para que este anduviera buscándola por toda la góndola . Era entonces cuando el profesor encargado imponía rápidamente el orden. En muchos casos, se bajaban a los culpables del ómnibus, quienes irían, a pie, al colegio.

Cuando iba algún hermano en el ómnibus, había un poco más de respeto; casi nadie se movía y tampoco se metía el “vicio”(alborotar) como cuando cuidaba un profesor civil. “Si hablabas alto o te reías, te llamaban la atención; y si reincidías, era cuando te imponían el castigo. Lo ideal era que todos estuviéramos callados durante el viaje; pero esto, nunca se conseguía”.

Cuando la góndola se malograba o sucedía algún otro percance, todos los viajeros nos alegrábamos porque llegábamos tarde al colegio; sobre todo, los que teníamos que dar algún examen o alguna lección a primera hora de la mañana; aunque la lección nos la tomarían después, había unas horas  de tregua, porque había que pactar cuándo nos tomarían de nuevo la lección.

Algunas veces, iba un hermano que te enseñaba en clase; recuerdo que te llamaba a su lado y te iba tomando la lección. ¡ Quien no aprendió botánica con el querido Hno. Hilario!. Otro que nos enseñó química, de esa manera, fue el Hno. Dionisio que nos obligaba a ir al colegio a las 6.00 de la mañana a recitar las fórmulas de Química. En este caso, se tenía uno que levantar a las 5.00;  y los sacrificados eran nuestros padres quienes, muchas veces, nos  llevaban al colegio, porque era peligroso, a esas horas. Cuando esto pasaba, los compañeros de “infortunio” que teníamos que ir a la misma hora, nos poníamos de acuerdo para aprovechar un solo carro o viaje. Era cuando dábamos el ultimo repaso y nos  tomábamos las fórmulas que nos tocarían esa mañana. Muchos aprendimos así química. Hace poco, me vino a visitar a Oviedo nuestro antiguo profesor; y entre broma y broma, me las preguntó: yo todavía las recordaba como hubiera sido ayer.

Algunas veces, al profesor encargado de cuidarnos, también se le fastidiaba, poniéndole un “mote” o “apodos”, como “Mun”, “Majablanquillo”, “diluirs” y tantos otros, que ahora se escapan de mi memoria. Ellos casi nunca se enteraban del apodo con el que los bautizábamos. Tampoco se libraban de su apodo los chóferes; así recuerdo a “Chapana”, “El Gordo Pedro”, “El loco Elías” y tantos otros.

En una ocasión, cuando estaba en quinto de media, una tarde, cuando íbamos en dirección al colegio, vi que mi hermano Eloy  se estaba peleando con su compañero Vega. El “Gringo Gómez”, -secretario del colegio, que vivía por esa zona y cuidaba de ese recorrido- quien tenía mucha rabia a mi hermano, mandó parar el ómnibus y obligó a bajar a los dos  que se estaban peleando. Como yo estaba observando todo lo que estaba pasando, me levanté rápidamente, cogí mis libros y le ordene al chofer que parara para bajarme y acompañar a los culpables. Creo, que el “Gringo Gómez“ pretendía, que mi hermano y su compañero llegaran tarde a clases. Al bajar del autobús, los llamé, y los tres tomamos un taxi llegando  primero que el autobús; y nos dimos el lujo de entrar con el carro al medio del patio. Después de aquel episodio, nunca más hubo ningún incidente con nosotros.

Los domingos, la góndola iba casi vacía; solamente eran los de quinto de primaria y los de media quienes teníamos la obligación de ir a misa; era cuando mejor lo pasábamos porque casi nunca iba un profesor para cuidarnos. Recuerdo que nuestro compañero el “gordo Tito” tenía una bicimoto “Honda” que su abuela le había regalado;  y los domingos, solía  ir en ese artilugio y retar al chofer de la góndola para ver quien llegaba primero al colegio. Nosotros por las ventanas hacíamos barra por el “gordo Tito”  y este aceleraba más.

El ómnibus “ nos hermanó”; porque en el ómnibus el alumno de primaria era amigo de los de secundaría; en muchos casos, con el compañero de góndola, había más confianza que con sus propios hermanos. Por lo que se formaba una gran hermandad entre compañeros. Los de primaria nos admiraban porque, en algunos casos, los defendíamos de los otros que les querían pegar;  también, en muchos casos, les contábamos chistes, bromas o juegos que siempre eran muy sanas; y no había ninguna clase de malicia. 

Veneno me recordaba aquellas fiestas de los sábados, en San Antonio, “a las que no había sido invitado; y al pasar por la puerta de la casa donde se celebraba la fiesta,  me encontraba con algún compañero del ómnibus que me llamaba y me hacían pasar; y allí me encontraba con la mayoría de los compañeros del ómnibus...”.

Actualmente, los colegios están fuera del radio de la llamada la “gran Lima”; ahora están ubicados en la Molina, Monterrico, Surco y en otras urbanizaciones más modernas;  lo que ha creado un problema para las personas que viven en Miraflores, Orrantia y San Isidro; porque tienen los padres que llevar a sus hijos a esos centros que se encuentran en los extrarradios de la capital.

En la actualidad, el compañerismo en los colegios casi no existe, porque los alumnos se reúnen por grados o cursos. En los recreos, ocurre lo mismo; porque no saben relacionarse con los compañeros de otros salones. Los colegios están divididos en secciones: en infantil, primaria y secundaria; están en lugares diferentes, por lo que se ha perdido la integración.

Para nosotros, esos años limeños de colegio fueron los más felices de nuestras vidas; pero lo triste es que se acabaron demasiado pronto; es por eso, que  cualquier tiempo pasado fue mejor.


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