jueves, 25 de agosto de 2011

EL “URBAYU” DE LIMA

Me doy cuenta ahora que el peor negocio del mundo consistiría en abrir en Lima una tienda de paraguas. Aquí nunca ha llovido. Acabo desde el principio del mundo. La garúa limeña es como el orbayu del norte de España, un rocío nocturno que cae obre los potentes autos como si se posara sobre un pétalo de rosa. En los programas de la Plaza de Toros de Acho se anuncian las corridas  sin que haya que poner  nunca “Si el tiempo lo permite”. Se puede en Lima invitar  para una fiesta de noche en el jardín, para el no 2015, con la seguridad  de que la lluvia no levantara los manteles.

Existen varias pruebas de que nunca ha llovido de veras sobre la costa peruana. Los muertos en cuclillas de las “huacas” aparecen secos, intactos, listos para acudir  incólumes, al Juicio Final. Si la palabra Tiahuanacu significa “La ciudad de los muertos sentados” la costa peruana podría ser la de los muertos en posición fetal, porque salen del mundo como entraron, como si el dintel de la muerte y de la vida les obligara a bajar la cabeza.

Otra prueba de la sequedad costera son las ruinas: el templo de Pachacamac, cuyo ídolo que olía a estiércol,  visito Hernando Pizarro, esta construido con adobes. Una hora de lluvia lo hubiera disuelto como un terrón de azúcar en una taza de café. Aquí el barro  cobra la jerarquía  de la piedra romana de los acueductos y anfiteatros.

También son elementos antidiluvianos las islas guaneras. Este guano  esta formado por las deyecciones de las aves marinas. Es como una ceniza fecunda en medio de las islas, color de hígado crudo. Los incas peruanos castigaron con la muerte a quienes mataran un ave del mar. Sobre estas islas  hay siempre un dosel, una blanca sombrilla movible, de ave: los guanayes, los piqueros y los alcatraces, que vuelan incansables sobre los “cardúmenes” de peces. Un día de lluvia arrastraría este oro biológico que vigorosa y levanta al maíz y dora las terrazas de cultivo de los pobladores de los huertos de los alrededores de nuestra Lima.

El día 21 de junio en que principia el invierno en el hemisferio Sur, algunos limeños llevan impermeables, pero sin necesidad. Y cuando la garúa  fabrica unas gotas algo más gruesas, los limeños se ponen  periódicos sobre la cabeza.

En los inviernos de Lima, el crepúsculo con sol es muy raro. Los inviernos son nublados y fúnebres y cuando repentinamente se abre el cielo, al atardecer, algo queda de la triste humedad en la luz del crepúsculo. El sol aparece inverso, sin fuerzas, se le puede contemplar de frente, y quizás por eso su resplandor llega tan profundamente a los seres anhelantes.

Las casas de Lima no se tocan ni rizan la cabellera  con la roja teja romana. El techo de tierra – la torta- cubre los edificios. Porque Lima no esta amenazada por el cielo, sino por la tierra. Sus tormentas yacen enterradas. Son los temblores. Su trueno entra por los cimientos,  no se ceba en los pararrayos.

Lima debería ser tropical. No lo es por la corriente fría del Humboldt que viene del Polo Sur. Ella hace fresca a la verde ola de  las playas de Chorrillos y de La Herradura.

Rodean a Lima montes, como el San Cristóbal, el Agustino, San Cosme y el Cerro del Pino, desolados, con todos los matices mas desvanecidos del violeta. Sobre ellos vuelan los enlutados “gallinazos” que son la baja policía de la ciudad. Pero Lima, como aquella misteriosa ciudad del Himalaya, donde no se envejece, posee un verano anclado, inmóvil, a unos 50 kilómetros, que se llama Chosica. Allí luce un sol perpetuo todo el día.

Todas sus maravillosas flores y sus frutos – desde los rosales de Santa Rosa a las naranjas sin pepa de Huando-nacen del regadío, de las venas azules, adolescentes, del río Rímac, que vitaliza con sus aguas  a la ciudad. Porque Rímac-en quechua “lugar donde se habla”- dulcificándose, se transforma en Lima.

Era asombrosa la fuerza de la España del siglo XVI, cuando llego a esta orilla, sobre estas pampas de arena, en las cuales se puede anunciar con brochazos de cal el vino “Ocucaje” de Ica (como sobre as rocas del Guadarrama el Toro de Osborne). España vuelca  un mundo de fantasías, milagros, tradiciones, escribanos que envían al diablo, la carroza del virrey regalada a la “Perricholi” quien la cedía al Santísimo Sacramento: escultores que atravesaban con una lanza al indio desnudo que le servia de modelo para el Cristo en la cruz, para robarle las expresiones angustiosas de la agonía: de fraudulentos obispos “si seño”, de duelos, brujas, penitentes corchetes, frailes, toreros, toda la mitología fabulosa que nutre las Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma.

Lima es como una novena provincia andaluza, separada por el mar y por la tierra y que tiene enfrente las costas de China. “De aquí a Lima”, fue un refrán muy de moda en los siglos pasados, que la aviación ahora comienza a dejar obsoleto.

Lima posee torres afiladas, puntiagudas, como el diagrama de una fiebre. Se estremece de campanas, tiene su barrio de Abajo el Puente, que se puede comparar con el barrio de Triana de Triana, y una catedral airosa, con la momia rojiza de Pizarro en su capilla marinera, con carabelas  en bizantinos  mosaicos de oro.

Sus viejas casas son de tierra, pero en sus fachadas laten sus complicados balcones de macera, mitad confesionarios, mitad celosías morunas de harén.

Lima todavía se perfuma de Virreinato. Hay dos naciones en America  que aun exhalan ese aroma ceremonioso: Lima y Ciudad de México. Cuando los Reyes de Castilla eran andariegos, gitanos coronados, sobre una majada  de pastor n Ayllón, Tordesillas o Arevalo, colgaban sus tapices y encendían sus candelabros. Y cuando se iban quedaba en el aire un sutilísimo perfume que capto Lope de Vega: “El Rey se fue llevando a los amantes; /quedo al lugar un fino olor a Corte, / como de estancia en donde hubiera guantes.”

Ese olor a guante, a ámbar, todavía ha quedado en esta Lima que se va, ciudad para el piropo y el amor.

En Lima hay todavía monjas que hacen dulces teológicos, tamales y pasteles deliciosos. Y en el Convento ce San Francisco hay miles de calaveras, y en el Palacio Presidencial aun brinda higos, como hijos póstumos, a anciana higuera que planto Pizarro, apoyada ahora en sus bastones de hierro y cemento. Y los ómnibus van por todo Lima como los de Roma al Coliseo.

A las calles les llamamos jirones. Existe la calle de Espaderos y la de Polvos Azules. Y el barrio de Malambo – que es de negros- y donde se vende un pisco macerado con cebolla, con apio, con papas. En el Jirón de la Unión  esta inmovilizado el Perú profundo, para que lo vean los turistas. Se pueden ver ahora tiendas de pieles de vicuña y guanacos y llamas desecadas, abotargadas  de paja. Y gallos de pelea, de plata para los centros ce mesa. Y bandejas con el escudo peruano y discos con melancólicas canciones andinas, y hasta algunas cabecitas reducidas de los jíbaros.

En las plazas se alzan tres estatuas simbólicas: la de Manco Cápac, rodeada de jardines: la de General Don José de San Martín, sobre el bronce cansado de su caballo, coronando los Andes, frente al Antiguo Hotel Bolívar, inaugurado para celebrar el Centenario de la Batalla de Ayacucho, y la de Pizarro, que estaba un costado del Palacio de Gobierno, y hoya sido trasladada a un lado del Parque de la muralla, donde apenas se ve. Creo que es una mala ubicación para el Conquistador del Perú y fundador de las tres veces coronada ciudad de los Reyes.

Antiguamente en junio se podía ir a la pampa de Amancaes a recoger las flores de oro con verdes estrías, en la actualidad esa fiesta ha sido olvidada. En octubre asistiremos a la Procesión del Señor de los Milagros, Patrón de los inmigrantes peruanos en el Mundo, preso en su óleo llovió de pétalos, que quedo intacto en su iglesia de Las Nazarenas, derruida por un temblor, y que se bambolea entre la muchedumbre vestida de hábitos morados.

Lima, paraíso de mujeres, purgatorio de solteros, infierno de casados. La tradicional frase limeña caía a pelo en el Jirón Santa allá por el año 1570. En esa calle, a una cuadra de la Plaza de Armas y con vista al río Rímac, quedaba la curtiembre de don Gaspar de los Reyes. Este buen hombre había descubierto una secreta forma de teñir la piel de cabra en azul.

Por dicho portento tecnológico, tal como consta en sesión del Cabildo de Lima de 1573, se le confirió la exclusividad del teñido añil por tres años. Es en esos tres años es que se activa la malicia apócrifa. Dícese que su mujer, de buen andar y mejor grupa, tenía por costumbre discurrir entre los cueros en horas que la elegancia tildaría de inapropiada.

Los empleados de don Gaspar, expertos en amansar el más tenso cuero, difícilmente habrían podido resistirse a demostrar su profesionalismo ante un requerimiento de la esposa del jefe. Lo que explica que a ella se le viera abandonar la curtiembre con notorias huellas azules cubriéndole las más privadas regiones anatómicas. Gaspar de los Reyes ganó mucho dinero en esos tres años. Su mujer, experiencia.

Y el jirón Santa un nuevo nombre: Polvos Azules.

El pérfido nombre persistió a lo largo de siglos, hasta llegadas las postrimerías del XXI, los ochentas. Entonces, lo que había sido calenturienta curtiembre, malecón fluvial e irrepetible arquitectura colonial, habíase transformado en plana y concreta Playa de Estacionamiento Polvos azules. El Rímac seguía ahí, aunque más sucio y más seco.

En cambio, el caudal humano signado por el desempleo masivo había crecido hasta la inundación. Las calles del centro de Lima sufrían cada día una oleada cíclica de apropiación ilícita. Temprano en las mañanas, marcando con una tiza un cuadrado primoroso, gente que se ganaba la vida en la calle establecía imaginariamente lo que vendría a fungir, para todo efecto, de puesto de trabajo real.

Eran los llamados vendedores ambulantes que, paradójicamente, trabajaban inmóviles. Vendían desde cortauñas chinos a perros bastardos con las orejas untadas de Terokal para ocultar su falta de linaje. En 1981 el alcalde Orrego dictó el Decreto de Alcaldía 110.

En él, dentro del plan de recuperación del Centro de Lima, se derivaba a todo vendedor ambulante a pasar de las calles a la Playa de Estacionamiento Polvos Azules. La Municipalidad de Lima censó entonces a 3.200 vendedores ambulantes. Entre ellos estaba José Álamo Camones, de 16 años, vendiendo medias panty, cassettes y calzado para damas y caballeros de buen gusto y menesteroso presupuesto.

Una clientela popular encontraba ahí a su alcance lo que en otras tiendas era solo un lejano vitrinazo. De las tres bes, contaba con las últimas: bonito y barato. A veces solo con la última... Además, Polvos se empezó a convertir en un lugar donde por obra de una organizada casualidad, la víctima de un robo podía encontrar, aún tibio, el producto hurtado apenas horas antes. Como en cualquier civilizado país del tercer mundo, el agraviado volvía a comprar su propiedad casi con agradecimiento.

En 1983 la UNESCO declaró a Lima Patrimonio Histórico de la Humanidad. La buena noticia era mala para José Álamo y 3.199 ambulantes más. Ni un solo vendedor podía seguir en el centro histórico, ni siquiera en un estacionamiento. Cotejando copiosa caja fuerte bajo el colchón, la primera reacción de los pudientes comerciantes ajenos al pago de impuestos fue "compremos Polvos". "No está en venta", respondió la Municipalidad. "Techemos el río Rímac", fue otra propuesta. "Ni hablar", dijo el Municipio, con la guardia de asalto por delante.

Desesperadamente, los ambulantes se organizaron en búsqueda de un lugar donde mudarse, motivados además por un sospechoso incendio en el Campo Ferial. En 1997, tras 16 años de ocupación ilegal, casi 1.500 vendedores ambulantes que quedaban se mudaron a lo que consideraban la mejor opción.

Una Antigua fábrica textil que ahora era un abandonado edificio de Sider Perú, a la vera de la Vía Expresa, a pocas cuadras del hotel Sheraton y del Museo de Arte de Lima. Pagaron entre todos US$ 5 millones por 16.000 m2 propios. La compra luego saldría torcida y hasta la fecha arrastran litigios penales y civiles por malas jugadas de los vendedores. Pero fue un triunfo dejar el centro de Lima con un festivo pasacalle, llevándose consigo sus mercancías y el ganado nombre. Polvos azules se mudaba al distrito de La Victoria, el distrito con más swing de Lima.
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En el interior de las grandes casas – entre ellas, la maravillosa de Pedro de Osma- hay luces rosadas y centellantes vírgenes cuzqueñas, de rojos mantos tachonados de estrellas de oro, con fabulosos marcos de espejo. Son como iconos bizantinas, donde lo indígena ha puesto su mano temblorosa, dando a aquel ángel de alas doradas un rostro de huaco. Abundan cuadros en que se ven fundidas las dos culturas, casamiento de próceres españoles con fustas hermanas del Inca, cuyos hijos fueron luego santos  ensotanados o genealogías que empiezan con Manco Cápac y florecen con toda naturalidad, hasta llegara Fernando VII.

Sobre casullas que aterciopelan el piano, estatuitas de piedra de Huamanga, estribos de plata maciza. Y algunas veces, entre cristales, una rojiza tela de Paracas o unos huacos de la Cultura Nazca en hilera.

Nome del Olivar de San Isidro, que en un principio se llamo de los españoles  y sus olivos, que seguramente plantaron los Conquistadores, se retuerce centenario, como embarazado de retablos y de santos barrocos.

Y no podía faltar la gastronomía peruana, que tanto hace furor y es la primera del mundo en esta época; y las chifas para degustar la finísima y vieja cocina china del pato deshuesado y la gallina al vapor  

También crecen los rascacielos entre las campanas. Pero sus barrios residenciales modernos pacen  sentir remordimiento y colocan algún balcón para antiguas tapadas, a pesar de que las niñas de la casa muestran al descubierto los dos ojos radiantes, y hasta bailan la cumbia, con música estridente.

Lima es la Ciudad de los Reyes, porque fue fundada en la Epifania. Y sobre ella el pelado Cerro San Cristóbal, con la Cruz de Pizarro, iluminada de noche, se alza árido, como un trozo de Castilla la Vieja, puesto de pie.

 

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