La hermosa invitación de «Peruanicemos al Perú» fue el título de la sección que José Carlos Mariátegui publicaba en el periódico semanal Mundial que circulaba durante la segunda mitad de 1920. De acuerdo a los Editores de la Empresa editora Amauta (1959:5), la mayor parte de los Siete Ensayos de Interpretación de la realidad peruana (Mariátegui 1959 [1928]), los capítulos más largos aparecieron en serie allí, y como muchos de los ensayos de Peruanicemos al Perú (Mariátegui 1970) no hallaron su publicación hasta mucho tiempo después (Ver también a Cáceres Valdivia 1996:80).
¿Quién habría parafraseado ese entusiasta título e invitación? Creo que ningún otro mejor que Mariátegui mismo.
¿Por qué era apropiado pedir a los peruanos peruanizarse? En los años 20 ¿no era ya el Perú llamado así? Mariátegui (1970:68) criticaba a «todos los nacionalismos cuando no traducen o representan sino un interés oligárquico y conservador. Estos nacionalismos, de tipo o trama fascista, conciben la Nación como una realidad abstracta que suponen superior y distinta a la realidad concreta y viviente de sus ciudadanos. Y, por consiguiente, están siempre dispuestos a sacrificar al mito, el hombre:
En el Perú hemos tenido un nacionalismo mucho menos intelectual, mucho más rudimentario e instintivo que los nacionalismos occidentales que así definen la Nación. Pero su praxis, si no su teoría, ha sido naturalmente la misma. La política peruana—burguesa en la costa, feudal en la sierra—se ha caracterizado por su desconocimiento de valor del capital humano. Su rectificación, en este plano como en todos los demás, se inicia con la asimilación de una nueva ideología. La nueva generación siente y sabe que el progreso del Perú será ficticio, o por lo menos no será peruano, mientras no constituya la obra y no signifique el bienestar de la masa peruana, que en sus cuatro quintas partes es indígena y campesina. (El énfasis es mío.)
Las palabras de Mariátegui fueron publicadas por primera vez el 9 de Octubre de 1925, que coincidentemente era el día en de mi cuarto cumpleaños. Y hay en ellas una sensación de nacimiento, o renacimiento, de esperanza, de un futuro abierto.
Lo que era radical, verdaderamente revolucionario, en lo que Mariátegui tenía que decir, fue la reversión del «nacionalismo desde arriba» al nacionalismo desde abajo: cualquier nacionalismo que no brota desde una mayoría de la población de un país, es espurio, o no auténtico, y cualquier nacionalismo que no esté un paso adelante en el camino a una nueva internacional es regresivo. Como Ernest Renan (1955:139) dijo en su conocido discurso de 1887, una nación es un diario «plebiscito». Mariátegui habría estado familiarizado con esta idea, y hasta inspirado por ella.
En la época de Mariátegui, «El problema del Indio» y «El problema de la tierra» fueron temas sobresalientes, y por supuesto que él les dedicó capítulos a ellos en sus Siete Ensayos. Aquí cito sus famosas palabras:
Todas las tesis sobre el problema indígena, que ignoran o eluden a éste como problema económico-social, son otros tantos estériles ejercicios teoréticos, —y a veces solo verbales—, condenados a un absoluto descrédito. No las salva a algunas su Buena fe. Prácticamente, todas no han servido sino para ocultar o desfigurar la realidad del problema. La crítica socialista lo descubre y esclarece, porque busca sus causas en la economía del país y no en su mecanismo administrativo, jurídico o eclesiástico, ni en su dualidad o pluralidad de razas, ni en sus condiciones culturales y morales. La cuestión indígena arranca de nuestra economía. Tiene sus raíces en el régimen de propiedad de la tierra. Cualquier intento de resolverla con medidas de administración o política, con métodos de enseñanza o con obras de vialidad, constituye un trabajo superficial o adjetivo, mientras subsista la feudalidad de los «gamonales». (Mariátegui 1959:29-32.)
Y consecuentemente:
Quienes desde puntos de vista socialistas estudiamos y definimos el problema del indio, empezamos por declarar absolutamente superados los puntos de vista humanitarios o filantrópicos, en que, como una apostólica batalla del padre de Las Casas, se apoyaba la Antigua campaña pro-indígena […] No nos contentamos con reivindicar el derecho del indio a la educación, a la cultura, al progreso, al amor y al cielo. Comenzamos por reivindicar, categóricamente, su derecho a la tierra. (41.)
Mariátegui había esperado encontrar aliados entre los indigenistas de 1920, gente como Pedro Zulen y Dora Mayer, pero encontró imposible el trabajar con la última, y, si un décimo de lo que José B. Adolph (1989) escribe en su novela sobre Mayer es preciso, ella fue en realidad alguien a quien nos referimos en Inglés como una «nut case», es decir una persona con quien resulta difícil interactuar socialmente. Mariátegui (1970:104) dijo simplemente que «la Pro-Indígena es en cierta forma, un experimento negativo». Él se decepcionó y no se identificó con el movimiento indigenista que tenía un punto de vista criollo. Antonio Cornejo Polar (1980:27) comenta sobre esto: «El indigenismo es un movimiento pluricultural y plurisocial: en un plano literario representa la manifestación más profunda del carácter no orgánicamente nacional que Mariátegui percibió —lúcidamente— en la literatura peruana». Lo que Mariátegui (1959:292) había dicho fue:
La literatura indigenista no puede darnos una versión rigurosamente verista del indio. Tiene que idealizarlo y estilizarlo. Tampoco puede darnos su propia ánima. Es todavía una literatura de mestizos. Por eso se llama indigenista y no indígena. Una literatura indígena, si debe venir, vendrá a su tiempo. Cuando los propios indios estén en grado de producirla.
Así, nos llega sin sorpresa alguna, el hecho que durante su «Intermezzo polémico» con Luis Alberto Sánchez, el 25 de febrero de 1927, Mariátegui (1972:217-218) se resistió a la etiqueta de «indigenista»:
Nuestro socialismo no sería, pues, peruano, —ni sería siquiera socialismo— si no se solidarizase, primeramente, con las reivindicaciones indígenas[...] . Pero,paraahorrarse todo equívoco, —que no es lo mismo que equivocación como pretende alguien—, en lo que me concierne no me llame Luis Alberto Sánchez «nacionalista», ni «indigenista», ni «pseudo-indigenista», pues para clasificarme no hacen falta estos términos. Llámeme, simplemente, socialista. Toda la clave de mis actitudes —y por ende, toda su coherencia, esa coherencia que lo preocupa a usted tanto, querido Alberto Sánchez— está en esta sencilla y explícita palabra. Confieso haber llegado a la comprensión, al entendimiento del valor y el sentido de lo indígena, en nuestro tiempo no por el camino de la erudición libresca, ni de la intuición estética, ni siquiera de la especulación teórica, sino por el camino, —a la vez intelectual, sentimental y práctico— del socialismo.
Cornejo Polar (1994:187) traza en grandes líneas la meta de Mariátegui:
Para Mariátegui uno de los problemas centrales era encontrar una articulación valedera entre el indigenismo y el socialismo, articulación que ponía en cuestión otras materias conexas, tales como las relaciones entre universalismo y nacionalismo o entre tradición y modernidad. Por supuesto, Mariátegui también cree que el problema nacional reside en lo esencial en la persistencia de un orden social que desemboca en la servidumbre indígena y afirma fervorosamente la necesidad de acabar con esa situación atroz e injusta, pero su análisis, basado en un marxismo excepcionalmente abierto, propone una interpretación de la historia en la que asume —a la vez, y en primer término —los requerimientos de la tradición y los de la modernidad.
Mucho ha cambiado en el Perú en las ultimas ocho décadas. Carlos Monge (1995:506) hace un bosquejo de esta transformación:
De los años 1920 a la fecha, el medio rural peruano ha experimentado transformaciones de proporciones. A la luz de estas transformaciones, muchas de las apreciaciones y propuestas de Mariátegui resultan ciertamente desfasadas. Y han surgido, además, temas y problemas no presentes en su reflexión.
En consecuencia, resulta totalmente absurdo pretender tomar como referencia hoy las respuestas a las que Mariátegui llegó sobre los problemas de su tiempo. Pero resulta inmensamente útil plantearse, hoy, sus preguntas [...]
En la reflexión de Mariátegui, el agro era central porque el país era predominantemente agrario en cuanto a su población, empleo y producción. Hoy día, habitamos un país urbanizado. Han seguido creciendo las grandes ciudades invirtiendo la relación urbano/rural de la población y los procesos más acelerados de urbanización se dan en el medio rural, en especial en el medio rural más tradicional: el sur andino. En este proceso, el sector agrario ha visto decrecer su importancia relativa en cuanto al empleo y —especialmente— el aporte a la producción nacional, frente al crecimiento del sector de servicios.
En consecuencia, resulta totalmente absurdo pretender tomar como referencia hoy las respuestas a las que Mariátegui llegó sobre los problemas de su tiempo. Pero resulta inmensamente útil plantearse, hoy, sus preguntas [...]
En la reflexión de Mariátegui, el agro era central porque el país era predominantemente agrario en cuanto a su población, empleo y producción. Hoy día, habitamos un país urbanizado. Han seguido creciendo las grandes ciudades invirtiendo la relación urbano/rural de la población y los procesos más acelerados de urbanización se dan en el medio rural, en especial en el medio rural más tradicional: el sur andino. En este proceso, el sector agrario ha visto decrecer su importancia relativa en cuanto al empleo y —especialmente— el aporte a la producción nacional, frente al crecimiento del sector de servicios.
Entonces, también «las masas indígenas» se habían convertido en algo diferente.
Daniel Del Castillo y Sandro Venturo Schultz (1995:549-550) observan «[e]l horizonte en el que se ubica Mariátegui» como «la tradición criolla pensando cómo integrar al indio a la república». Ellos se preguntan:
¿Cuándo este horizonte entra en crisis? ¿Cuándo empieza a desdibujarse? La respuesta no puede ser precisa pero todos coinciden que en los años cincuenta, con la migración masiva del campo a la ciudad, con la ruptura de la ecuación indio igual campesino, con la formación acelerada de culturas andinas urbanas, empiezan las primeras dificultades para hablar de esos «otros», así, en términos tan ajenos. ¿Son estas poblaciones heterogéneas, dinámicas, modernas y modernistas a la vez, las «masasindígenas», casi sin que lainstitucionalidad blanca y costeña se diera cuenta, tomaron el «problema» en sus manos y empezaron a solucionarlo a su manera? ¿No es acaso cierto que en los últimos treinta años la cuestión étnico-racial en el Perú ha ido transformando radicalmente los términos de su formulación al punto que las distintas conciencias indigenistas se encuentran actualmente en un mundo difícil de inteligir bajo sus parámetros clásicos?
La cuestión del indio se fue transformando en una sociedad que cambió aceleradamente desde espacios y desde prácticas no previstas por nadie. Se transformaron las subjetividades, las formas de conocimiento social, las categorías para aprehender la vida, la cotidianeidad, la praxis.
La cuestión del indio se fue transformando en una sociedad que cambió aceleradamente desde espacios y desde prácticas no previstas por nadie. Se transformaron las subjetividades, las formas de conocimiento social, las categorías para aprehender la vida, la cotidianeidad, la praxis.
La invitación de Mariátegui está aún abierta. «Lo indígena» aún persigue a muchos peruanos aún cuando la palabra «indio» fue oficialmente abolida por el velasquismo. Esto no niega la transformación que ha tenido lugar durante los últimos ochenta años, especialmente la reforma agraria de 1969 que, si bien jugó un papel en las extraordinarias dificultades que el Perú enfrentó en esos años, revirtió parcialmente la «función antisocial» de «el concepto de propiedad individual» (Mariátegui 1959:66), si bien no terminó con él. Portocarrero (2003:232) señala la importancia de esos tiempos:
En un período, allá por los años 1970-73, el régimen de Velasco gozó de una amplia popularidad entre todos los grupos sociales, a lo largo y ancho del país. No obstante poco duró el apogeo del régimen. Las disensiones internas, la oposición de la derecha, la presión de la izquierda, la falta de un apoyo popular explícito, el aislamiento internacional y la crisis económica; todos estos factores conspiraron, junto con la enfermedad del propio Velasco, para que el gobierno quedara paralizado […] ¿Fracasó el régimen de Velasco? Pero, ante todo, ¿es posible una respuesta simple a esta pregunta? Creo que son necesarias múltiples respuestas que aún no estamos en capacidad de dar. No obstante si comparamos los resultados con los objetivos es claro que el gobierno no logró la tan ansiada integración del país. Es más, pocos años después de su caída, la vieja pesadilla de la Guerra de razas-revolución comunista se convertiría en una espantosa realidad. Además, el ejército que condujera el «proceso revolucionario» se transformaría en uno de los protagonistas de la barbarie que asoló al Perú por más de doce años.
El concepto de «raza» aún flota en el ambiente alrededor del país y en realidad, «raza» es uno de esos «significantes flotantes» de referentes poco claros porque, a la luz de la ciencia de la genética, no existe en la humanidad «pureza» alguna, y todos los humanos somos híbridos de híbridos de híbridos. Esto también se aplica a la «hibridez cultural». No hay cultura «pura», y esto incluye «lo andino». ¿Quiénes eran los españoles? Íberos y celtas, griegos y romanos, moros y judíos, salpicados por grupos germánicos del norte. Su tal énfasis en «la pureza» fue una mentira.
Pero todavía el pasado persigue a la gente. ¿Si no, cómo puede alguien equivocarse en reconocerse a sí mismo de acuerdo a la afirmación de Gonzalo Portocarrero (2005:26) sobre «la lucha por la descolonización»?
En efecto, el tradicionalismo nos deja desarmados frente al futuro. Divididos entre el mundo perdido que añoramos y el presente cruel del que no podemos sustraernos, nos quedamos suspendidos, debilitados, pensando una cosa pero haciendo otra diferente. De otro lado, la actitud modernizadora nos convoca a olvidar el pasado y nos moviliza a la entrega a una lucha sin futuro: ser aquello para lo que no estamos preparados. Es decir, divididos entre lo que no podemos dejar de ser y lo que se nos impone como actual y deseable. [...]
Frente a los modelos de lo valioso y deseable, los hombres y mujeres peruanos nos sentimos como avergonzados, culpables, ignorantes de nuestras propias fuerzas, incapaces de un despliegue pleno de la propia creatividad. Elaboramos entonces narrativas trágicas que expresan una sensibilidad dolida, atrapada entre el rechazo a nuestra realidad, la mistificación del pasado y, finalmente, la imposibilidad de encarnar esos modelos de perfección que se nos inculcan.
Frente a los modelos de lo valioso y deseable, los hombres y mujeres peruanos nos sentimos como avergonzados, culpables, ignorantes de nuestras propias fuerzas, incapaces de un despliegue pleno de la propia creatividad. Elaboramos entonces narrativas trágicas que expresan una sensibilidad dolida, atrapada entre el rechazo a nuestra realidad, la mistificación del pasado y, finalmente, la imposibilidad de encarnar esos modelos de perfección que se nos inculcan.
No es fácil aceptar la invitación de Mariátegui, porque es un trabajo fuerte e implica más responsabilidad de la que muchos están dispuestos a cargar. Jacques Derrida (2003:324) discurre al respecto:
Un heredero fiel, ¿no debe también cuestionar la herencia?, ¿someterla a una reevaluación y a una selección constante, con el riesgo[...] de ser «fiel a más de uno»? Ser responsable, es a la vez responder de sí y de la herencia, ante lo que viene antes de nosotros y responder, ante los otros ante lo que viene y queda por venir. Por definición, esta responsabilidad no tiene límite[...] . [A]nte lo infinito de la responsabilidad, uno no puede sino confesarse modesto, cuando no vencido. Nunca se está a la medida de una responsabilidad que nos es asignada antes mismo de que la hayamos aceptado. Debemos reconocerlo sin desarrollar necesariamente una cultura de la mala conciencia. Pero esta última es siempre preferible a la de la buena conciencia.
Mariátegui sabía que él no tenía mucho tiempo, que él tenía que trabajar rápido. Sus logros en el corto período de treinta y cinco años son nada menos que asombrosos. Aprendió mucho, hizo elecciones a menudo sin la certeza de los resultados y aceptó las responsabilidades que se derivaban de ellas. Una de las muchas características que me gustan tanto de él, es que hizo brillantes descubrimientos extraídos de sus errores. El pasó su vida en la Costa excepto durante su visita a Europa entre 1919 y 1923 cuando Leguía encontró más fácil que encarcelarlo, enviarlo allí como representante cultural. Su conocimiento de primera-mano del interior del Perú se limitaba a unas cortas vacaciones en el Valle del Mantaro. Portocarrero (1996:70) llama nuestra atención sobre la extraordinaria habilidad de Mariátegui para aprender y cambiar de opinión al comparar dos de sus artículos publicados en 1924-1925:
[E]l descubrimiento es rápido y contundente. Representa un cambio profundo, un nuevo punto de partida, Puede ser fechado entre diciembre del 24 y febrero del 25 [...] Lo que media entre los dos artículos es la asistencia de Mariátegui al cuarto congreso indígena.
Portocarrero dice que en el primer artículo, «Lo nacional y lo exótico», «Las frases son duras, y categóricas. Forman parte del discurso criollo, del sentido común de la época». Veamos qué escribió Mariátegui (1970:26):
El Perú es todavía una nacionalidad en formación. Lo están construyendo sobre los inertes estratos indígenas, los aluviones de la civilización occidental. La conquista española aniquiló la cultura incaica. Destruyó el Perú autóctono. Frustró la única peruanidad que ha existido. Los españoles extirparon del suelo y de la raza todos los elementos vivos de la cultura indígena. Reemplazaron la religión incásica con la religión católica romana. De la cultura incásica no dejaron sino vestigios muertos. Los descendentes de los conquistadores y los colonizadores constituyeron el cimiento del Perú actual.
Mariátegui cambia de tono en el segundo artículo,«El problema primario del Perú»:
Una política realmente nacional no puede prescindir del indio, no puede ignorar al indio. El indio es el cimiento de nuestra nacionalidad en formación. La opresión enemista al indio con la civilidad. Lo anula, prácticamente, como elemento de progreso. Los que empobrecen y deprimen al indio, empobrecen y deprimen a la nación. Explotado, befado, embrutecido, no puede el indio ser un creador de riqueza. Desvalorizarlo, depreciarlo como hombre equivale a desvalorizarlo, a depreciarlo como productor[...] . Cuando se habla de la peruanidad, habría que empezar por investigar si esta peruanidad comprende al indio. Sin el indio no hay peruanidad posible. (Mariátegui 1970:32.)
Hacia 1929 «los inertes estratos indígenas» de Mariátegui, habían desaparecido completamente, reemplazados por la imagen de resistencia de los sectores sociales oprimidos:
Cuando se habla de la actitud del indio frente a sus explotadores se suscribe generalmente la impresión de que, envilecido, deprimido, el indio es incapaz de toda lucha, de toda resistencia. La larga historia de insurrecciones y asonadas indígenas y de las masacres y represiones consiguientes, basta, por sí sola, para desmentir esta impresión. En la mayoría de los casos, las sublevaciones de indios han tenido como origen una violencia que los ha impulsado incidentalmente a la revuelta contra una autoridad o un hacendado; pero, en otros casos, han tenido un carácter de motín local. La rebelión ha seguido a una agitación menos incidental y se ha propagado a una región más o menos extensa. Para reprimirla, ha habido que apelar a fuerzas considerables y a verdaderas matanzas. Miles de indios rebeldes han sembrado el pavor en los gamonales de una o más provincias. (Mariátegui 1972:75.)
De este modo Mariátegui se anticipó al «punto de vista del revés y el límite del poder» de Michel Foucault (1980:138), una reciprocidad que es a menudo no anticipada por los opresores.
Aún cuando Mariátegui no olvidó el pasado, eligió más bien el presente y el futuro, el cual anticipó con optimismo y entusiasmo. Uno puede apreciar cómo su mente trabajaba cuando vemos su conocido pasaje tomado de los Siete Ensayos:
Está pues esclarecido que de la civilización inkaica, más que lo que ha muerto nos preocupa lo que ha quedado. El problema de nuestro tiempo no está en saber cómo ha sido el Perú. Está, más bien, en saber cómo es el Perú. El pasado nos interesa en la medida en que puede servirnos para explicarnos el presente. Las generaciones constructivas sienten el pasadocomo una raíz, como una causa. Jamás lo sienten como un programa. (Mariátegui 1959:292.)
Puesto que todos los signos (las palabras) son metáforas, siempre existe en lo que escribimos algo más —–alguna otra cosa— de aquello que intentamos al escribir. De este modo, podríamos prepararnos para discernir algunos rastros de la biografía de Mariátegui en estos extractos, por la forma en que él se distancia de su padre, un disconforme miembro de la elite peruana, y sus movimientos hacia la gente de su madre en la sierra.
Rouillón (1975:54) nos señala una ambivalencia de Mariátegui, «la coexistencia de dos mundos en su vida: el de su progenitor y el de la autora de sus días, completamente opuesto». El padre estaba ausente de la vida de Mariátegui, pero esa ausencia se convierte en un tipo de presencia para el joven Mariátegui, quien trató de identificarse con la élite de la sociedad peruana. Con el tiempo, él llegó a entender la «mitología blanca» de esta oligarquía y se aboca a atacarla algunos años antes de salir para Europa. Humberto Rodríguez Pastor (1995:19, 21) localiza la familia de la madre, los La Chira, en Sayán, un pueblo con poco más de dos mil habitantes en 1870, «con una ubicación en el valle de Huaura similar a la de Chosica en el valle de Rímac». El abuelo era un artesano, un talabartero, educado, a quien se dirigían como «don» (31). Rodríguez Pastor (40-41) añade:
Con los Mariátegui estamos ante una familia que social, cultural y económicamente, dentro de la sociedad peruana de esos años, eran el reverso de los La Chira: su presencia en territorio peruano era relativamente reciente mientras que la de los La Chira era secular o, si se quiere, milenaria; limeños unos y los otros de un pueblecito aislado; racialmente blancos todos los Mariátegui, en cambio los La Chira, cada vez que en la información recopilada se da este tipo de característica, son llamados «indios» o «mestizos»; participantes directos del poder político nacional los Mariátegui, carentes de poder, los La Chira [...] . Si bien los Mariátegui no tienen importantes ingresos económicos, por las relaciones matrimoniales que establecen se emparentan con la naciente burguesía azucarera; por el contrario, no conocemos que hubiera un La Chira adinerado.
Francisco Javier Mariátegui y Requejo [el padre] es, sin embargo, uno de los miembros de esa familia que no logra acumular dinero a pesar de algunos de los esfuerzos que realiza. Pero sí recibe apoyo de sus familiares influyentes y/o adinerados para hallar trabajos remunerativos.
Francisco Javier Mariátegui y Requejo [el padre] es, sin embargo, uno de los miembros de esa familia que no logra acumular dinero a pesar de algunos de los esfuerzos que realiza. Pero sí recibe apoyo de sus familiares influyentes y/o adinerados para hallar trabajos remunerativos.
La «edad de piedra» de Mariátegui tardó en marcharse, a pesar de su experiencia europea, la que en su caso —puesto que él era un rápido lector, y un oidor agudo, que retenía tanto como rescataba fácilmente lo que leía o escuchaba— fue el equivalente de una educación universitaria básica y de postgrado, a pesar de él había tenido que abandonar la escuela primaria a la edad de ocho años por causa de una herida en la rodilla y de una prolongada infección (Rouillon 1975:47ss.) en esa época, cerca de cuatro décadas antes que los antibióticos se hicieran conocidos a la ciencia médica. Sólo su frágil estado físico y luego la pérdida de una pierna en 1924 confinándolo a una silla de ruedas, le impidió pasar mas tiempo en la sierra. Pero la corriente de migrantes del interior a la Costa y hacia Lima, le permitieron tener informantes que estaban tan calificados como aquellos colaboradores de José María Arguedas en su trabajo etnográfico sobre la sierra.
Arguedas fue otro genio, antropólogo, novelista, y activista en traer el arte popular, tanto escénico como plástico, a la atención de los limeños. Su madre murió cuando tenía cuatro años y su padre viajaba por la sierra sur dejando al joven Arguedas, casi huérfano, en manos de su madrastra. Había una cierta similitud entre Arguedas y Mariátegui, a pesar de los contextos vastamente diferentes en los que ellos crecieron. Moisés Lemlij (2005:113) sugiere:
Deviene […] lícito entender que el joven Arguedas, quechuahablante que sufre un doloroso proceso de transculturación al mundo (paterno) de patrones, por mediación del cuento se libra del deseo devengarse del padre. No bastó, lamentablemente, la realidad universal de su ficción literaria, ni la realización individual de sus deseos a través de los personajes. Al parecer persiste una distancia insalvable —incluso para el artista— entre el mundo real de su fantasía y el mundo fantástico de su realidad. ¿No sería (también) evidencia de ello el propio suicidio de José María Arguedas?
Rodrigo Montoya (1991:24) testifica sobre el aporte de Arguedas’ «para mostrar la capacidad artística de los runas quechuas»:
Recuerdo, casi de memoria, cuando en una clase en San Marcos en 1963, nos dijo: «a los indios les han quitado sus tierras, sus tesoros, les han despojado de casi todo, pero los conquistadores nunca pudieron despojarles de su capacidad creadora». Les quitaron todos sus bienes, los arrinconaron, los llevaron más arriba, pero ahí donde quedaban, estos indios fueron capaces de seguir cantando y de seguir creando. Y porque fueron capaces de seguir cantando y de seguir creando es que han podido resistir de la manera como lo han hecho.
Sobre este tema diremos que fue Arguedas quien ayudó a la casa Odeón en Lima a grabar los primeros discos de música andina, empezando en 1949 (Arguedas 1975:124-125, y n. 26). Yo me enamoré de la música tocada con rayán o roncadora y caja en Hualcán, que yo escuché en 1952 en las alturas de Carhuaz. A mi retorno a Lima en julio de ese año, recuerdo haber recorrido todas las tiendas de música en el Jirón de la Unión buscando discos de 78 revoluciones y encontré algunos que llevé a mi país en mi maletín. Por supuesto que no había discos que tocaran la música andina con rayanes o roncadoras y me tenía que contentar con música que se tocaba en los pueblos, pero que también me gustaba mucho. De regreso en Ithaca, Nueva York, y también posteriormente, tocaba esos discos una y otra vez para mí y para amigos, los toqué tanto hasta que se gastaron. Joan Snyder, otra estudiante graduada que había hecho una etnografía en Recuayhuanca, una comunidad vecina de Vicos, sabía cómo bailar huayno, así que yo llevaba mis discos a las fiestas y bailábamos para gente que había estado en Tailandia, India, Egipto, Japón, y hasta Nuevo México y Nueva Escocia. Recuerdo que una vez en 1965, Augusto Salazar Bondy y Aníbal Quijano vinieron a mi casa en Lawrence, Kansas. Toqué mis discos para ellos indicándoles que mi favorito era «A las orillas del mar me siento», tocado por un conjunto de Pomabamba. Aníbal (quien es ahora demasiado importante para perder su tiempo con un «pata» tonto como yo) me dijo, yo creo, que su abuela solía cantarle ese huayno cuando era niño. No sabía entonces que teníamos que agradecerle a Arguedas por todo ese placer.
Mariátegui fue una inspiración para Arguedas. Angel Rama (1975:X) anota al respecto:
En cuanto a su filosofía, será heredera del pensamiento de Mariátegui. Arguedas asumirá un espíritu rebelde, reivindicativo, de nítida militancia social, que si bien no puede confundirse con la filosofía marxista del maestro, tomará confiadamente de él muchos análisis socio-económicos de la realidad peruana y aceptará sus presupuestos ideológicos. Pero sobre todo hará suyos: el erizado espíritu nacionalista y el sentimiento de la urgencia transformadora que exigía el momento histórico.
Cornejo Polar (1989:127) llama a Arguedas «un eco mariateguiano». Arguedas mismo (1969b:235-2361, como cita Escobar 1984:43-44) dijo:
[S]in Amauta, la revista dirigida por Mariátegui, no sería nada, que sin las doctrinas sociales difundidas después de la primera Guerra mundial tampoco habría sido nada. Es Amauta, la posibilidad teórica de que en el mundo puedan, alguna vez, por obra de hombre mismo, desaparecer todas las injusticias sociales, lo que hace posible que escribamos y lo que nos da un instrumento teórico, una luz indispensable para juzgar estas vivencias y hacer de ellas un material bueno para la literatura. Cuando yo tenía 20 años encontraba Amauta en todas partes, la encontré en Pampas, en Huaytará, en Yauyos, en Huancayo, en Coracora, en Puquio: nunca una revista se distribuyó tan profundamente, tan hondamente como Amauta.
A la edad de 17 años, como estudiante en el Colegio Santa Isabel en Huancayo, de acuerdo a Carmen María Pinilla Cisneros (2004:91), él y sus amigos estuvieron leyendo la revista Amauta de Mariátegui, a la que uno de los padres estaba suscrito. Pinilla (110-112) reproduce un artículo de Arguedas (1928), «La raza será grande», que fue publicado en una revista regional, de la que cito sólo la firma y el primer párrafo:
De José María Arguedas. Para Inti.
América despierta y sacude de sus espaldas el polvo depositado durante trescientos años por el baile dominador de los extraños. América es ahora Americana antes no, era Europea. Despertamos ante el grito inmenso de los americanos hechos eunucos, ante el peso brutal de las imprecaciones latifundistas. Al cabo de muchos años nuestros ojos comienzan a ver claras las cosas. ¡Americanos! La hermosura del indio mártir y el dolor imperioso de nuestras selvas comienzan a hinchar nuestros pechos, respiramos tan difícilmente como si contempláramos un sacrificio. ¡Salve! A los Andes arrojando los rayos de Febo, a la Libertad, a la Democracia, ¡Salve!
Esto nos dice no sólo que Arguedas le estaba dando una buena lectura a Amauta, sino que predice al maduro académico-novelista que estaba por venir.
Mariátegui y Arguedas fueron, sin embargo, de muy diferentes temperamentos. Arguedas sufría de momentos de depresión, algunas veces largos períodos durante los cuales era incapaz de escribir. Guido Podestà (1991:102-103) compara dos novelas de Arguedas, Todas las sangres (Arguedas 1983a) y El zorro de arriba y el zorro de abajo (Arguedas 1983b):
Hasta Todas las sangres, escribir equivalía a sobreponer los límites del que es sólo testigo. Después de todo, el indigenismo no había necesitado de testigos sino de escritores. Escribir era la forma de dar testimonio, predicar y remembrar; es decir, de recuperar los miembros, emulando a Inkarrí. Esto puede adjuntarse a otras diferencias que hay entre las dos últimas novelas de Arguedas: mientras que en Todas las sangres gana la vida, en El zorro gana la muerte. En Todas las sangres gana el yawar mayu, el río sangriento, mientras que en El zorro los zorros no logran aprehender la modernidad. En Todas las sangres vence Arguedas, para ser derrotado en El Zorro. En este sentido no puede considerarse una novela incompleta, pues bastaba con que ofreciera un inventario de lo no escrito y eso es lo que hace Arguedas en el «¿Ultimo diario?». En El Zorro, el narrador, y no los personajes, ha perdido la voluntad de relatar: Moncada está dispuesto a seguir dando sermones.
Volvamos al problema de la escritura. En los «diarios», Arguedas señala que abandonó la lectura de libros a partir de 1944, volviéndose un ignorante por vocación, pero solo con El zorro pierde la capacidad de escribir y éste es un asunto que merece mayor atención porque la suya es la agrafia de quien observa pero desea evitar lo moderno en el Perú. Para ser más preciso: la agrafia de quien observa pero desea evitar lo moderno en el Perú en la medida en que contradice su propia imagen de lo que debería ser lo moderno en el Perú.
En su «Primer diario», Arguedas (1983b) hace varias referencias a los problemas de leer y escribir, y una conexión entre escribir y vivir/morir entre la escritura y la vida o/muerte: «El encuentro con una zamba gorda, joven, prostituta, me devolvió eso que los médicos llaman ‘tono de vida’. […] El encuentro con la zamba no pudo hacer resucitar en mí la capacidad plena para la lectura. En tantos años he leído solo unos cuantos libros’ (15). «Yo me convertí en ignorante desde 1944. He leído muy poco desde entonces» (18). «[Y]o si no escribo y publico, me pego un tiro» (21). «Yo vivo para escribir, y creo que hay que vivir desincondicionalmente para interpretar el caos y el orden[...] . No es una desgracia luchar contra la muerte, escribiendo» (25).
Si en realidad es verdad que Arguedas paró de leer 25 años antes de su suicidio, es milagroso que él fuese del todo capaz de escribir, porque la agrafía y la alexia están vinculadas. En algún momento en mi vida, cuando sufrí de ambas (yo era un académico contratado que enseñaba durante dos semestres y una sesión de verano solo para mantenerme vivo, así que tenía solamente 6 semanas para trabajar para mí, y recuerdo que ¡me tomaba la totalidad de las seis semanas sacar con dificultad una ponencia de diez hojas para la reunión anual de Antropología!), leía sólo para la preparación de mis clases. Creo que no leía para mí mismo porque tenía miedo de lo que podría leer, y también que era muy difícil escribir porque temía lo que podría escribir. Si esto se aplica o no al caso de Arguedas, no me corresponde decirlo.
¡Pero seamos justos! Aquí hay un extracto del «Testimonio de Alejandro Ortiz Rescaniere» (1996:191), entonces estudiante y más adelante amigo personal de Arguedas, que sugiere sobre este punto que lo que Arguedas decía de sí mismo y lo que él hacía realmente fue muy diferente; él tenía más de zorro que lo que permitía:
En uno de los paseos durante el atardecer, me contó que desde hacía diez años no leía mucho porque no recuerdo bien qué problema tuvo con un jefe suyo. Me decía que las novelas lo exaltaban demasiado. La palabra que usaba para calificar esa situación suya era «frecotonisado». «Yo estoy frecotonisado, no puedo leer». Siempre hacía gala de lo poco que leía, de su ignorancia; pero la verdad es que me da la impresión de que sí leía y bien. Emilio Adolfo [Westphalen? Mendizábal] me dijo en una ocasión que Arguedas leía como las personas más cultas de su época. Le había preguntado por estos aspectos, luego de una conversación contigo acerca dela vinculación de Arguedas y Dilthey. Emilio me contestó que Arguedas había leído los libros más importantes que por esosaños se publicabanen castellano. Tal vez asumía esa actitud por falsa modestia, y algunos le creían.
Cuando su depresión se ausentaba, Arguedas escribía novelas, etnografías, ensayos antropológicos y editaba colecciones de mitos andinos y otras narraciones como un «demonio feliz» (Arguedas 1983b:10), todo ello al lado de su promoción de las Artes Andinas para el público peruano. Raúl Romero (1991:41-42) dice sobre esto:
En la obra antropológica de Arguedas, el arte popular no es solo «reflejo» de lo socioeconómico, sino que inclusive llega, en determinados momentos, a jugar un rol determinante en el proceso cultural, anticipando y arrastrando con ello a otros planos de la realidad, el cambio social y cultural. Por ello, el arte popular siempre está presente en los artículos de Arguedas, sea como punto central o como referencia importante, pero siempre presente. Inclusive, llega el arte popular a aparecer como indicador fundamental de áreas culturales[...] . Cuánto contrasta esta posición con la poca o ninguna atención de la mayor parte de antropólogos andinistas a fenómenos artísticos. Esta actitud probablemente consideraba el arte como un mero elemento recreativo o de desahogo emocional y, por o tanto, prescindible. Demás está decir que esta noción, por lo menos en lo que respecta al mundo andino, no es correcta.
La atención que da Arguedas al detalle etnológico fue intensa, su entendimiento y comprensión de las variaciones entre la gente andina fueron profundos. Veamos aquí dos extractos de su artículo escrito en 1940 sobre «El charango»:
El charango es ahora el instrumento más querido y expresivo de los indios y aún de los mestizos. Cada pueblo lo hace a su modo y según sus cantos; le miden el tamaño, la caja, el cuello, y escogen el sauce, el nogal, el cedro, según las regiones. Por eso el charango de Ayacucho no sirve para tocar el huayno de Chumbivilcas. Y mientras el charango del Kollao tiene 15 cuerdas de acero, de tres en tres y tetripladas en Mi, La, Mi, Do, Sol, el de Ayacucho solo tiene cuatro cuerdas gruesas de tripa. El charango del Kollao es barnizado, y siempre tiene pintada en la caja, junto a la boca, una paloma en vuelo. El charango de los pokras es llano y de madera blanca, pero del extremo del cuello cuelgan diez o más cintas de color, y entre las cintas, a veces, una trencita de cabellos de mujer. (Arguedas 1985:53-54.)
Si toda la música del Ande es de un tono general y característico, es también la que más estilos y variaciones tiene. Dos pueblos, a veces separados solo por algunas leguas, ya tienen su estilo propio. Y los instrumentos y los temples han sido adaptados, con una energía profunda, a la interpretación de la más leve diferencia de estilo, sin silenciar lo más mínimo. En estos mismos pueblos, cada fiesta tiene su música especial, y esta música tiene sus instrumentos propios. Ahora hablamos del charango, acaso en otros artículos podamos informar sobre el kirkincho, la bandurria, el pinkullu, el arpa, la antara, el wakawak’ra, las Tijeras de acero, la tinya—. (56.)
¿Cómo, después de todo esto, podría uno ver «lo andino» como monolítico?
Mariátegui tenía también mucho por lo que podría estar deprimido, pero uno nunca podría saberlo a partir de la lectura de su obra, excepto por muy pocas cosas escritas antes de su experiencia europea2. Desde la época en que él era un corrector para el diario La Prensa en 1919 y se las arregló para insertar uno de sus artículos en el diario, bajo el seudónimo de «Juan Croniqueur» —por lo que casi fue despedido (Rouillon 1975:93ss.)— él escribió sin cesar. Rafael Tapia (1995:516) describe este atractivo:
El carisma de Juan Croniqueur reposa en gran medida en la fresca autenticidad de quien se expone al expresar en artículos y gestos la sensibilidad de su generación, a través de ahondar la exploración en sus propias emociones. Espíritu lábil e inquieto, es capaz de penetrar y radicalizar los repliegues íntimos de diversas experiencias humanas, algunas, en su época, orientadas por concepciones y sentimientos contradictorios. Pocos como él (quizá sí los colónidas más radicales) exploraron su sensibilidad: la experiencia religiosa, el amor, el miedo, el deleite estético, la fe política, la ironía o el humor
Portocarrero (1995a:78-79) presenta su propia lectura de Mariátegui:
Mariátegui es un escritor profundamente autobiográfico. Esto es especialmente cierto en su juventud cuando es muy evidente una necesidad de hablar de sí mismo. Cartas, crónicas, entrevistas: de distintos modos pero en todos los géneros. Mariátegui habla de sus creencias e impresiones, se confía a sus lectores. Necesita descubrirse, imaginarse un rostro, elaborar un proyecto. Además, el exteriorizar su sensibilidad, el revelarse, se hace parte de su trabajo periodístico. Da por sentado que sus vivencias e impresiones interesan al lector, y que parte de su tarea es mostrar el propio mundo interior.
Para incontables peruanos, Mariátegui ha sido un ancla, una fuente de fortaleza y coraje, una lumbrera, una luz, que alumbra la justicia que vendrá. Arguedas ha sido otra ancla por la forma en que ha ofrecido a sus compatriotas formas y modos de estar contentos de ser quiénes ellos son y dónde ellos están. Así como Mariátegui, Arguedas luchó para encontrar las correctas palabras para caracterizar tanto la peruanidad como el lugar que él tenía en ella. Aquí veamos a Arguedas (1985:89-90) en un artículo «La canción popular mestiza en el Perú, su valor documental y poético», publicado en La Prensa de Buenos Aires el 23 de Febrero de 1941:
La Colonia estableció una nefasta clasificación de las personas cuando impuso la ciega superioridad del español sobre el indio y sobre todo lo indio. Esta clasificación racial de la sociedad subsistió en todo su vigor hasta fines del siglo pasado, a pesar de haber llegado a presidentes varios mestizos, como Gamarra, Santa Cruz, San Román y Castilla. No es posible calcular en toda su extensión la influencia que esta clasificación tuvo y sigue aún teniendo sobre el crecimiento espiritual y social del pueblo peruano y aún sobre su crecimiento económico[...] . Lo indio siguió siendo la marca y el distintivo de lo inferior y lo despreciable.
En «El complejo cultural en el Perú», originalmente publicado en una revista mexicana de 1952, Arguedas (1975:1-2) escribe:
Al hablar de la supervivencia de la cultura Antigua del Perú nos referimos a la existencia actual de una cultura denominada india que se ha mantenido, a través de los siglos, diferenciada de la occidental. Esta cultura, a la que llamamos india porque no existe ningún otro término que la nombre con la misma claridad, es el resultado del largo proceso de evolución y cambio que ha sufrido la Antigua cultura peruana desde el tiempo en que recibió el impacto de la invasión española.
La otredad que se plantea en los textos de Arguedas es la señal de la inquietud ante lo quellamamos una cultura «india» y presumiblemente cuando llamamos a sus actores, «indios» «porque no existe ningún otro término que la nombre con la misma claridad». Podría significar esto que a él le hubiera gustado encontrar otro «término» porque como ya había indicado once años antes, «Lo indio siguió siendo la marca y el distintivo de lo inferior y lo despreciable».
¿Otro término, otra palabra, otro signo? Me dirijo ahora a dos novelas que me ayudarán a esclarecer el argumento, aún cuando, al mismo tiempo, ellas pueden mostrar la indecidibilidad del término. La primera novela es El Sexto (Arguedas 1969:54), de la cual realmente me impactó uno de los pasajes cuando la leí en 1971 en un hotel en Huaraz, regresando de Vicos. En este párrafo, Cámac —un personaje importante en la narración— y Gabriel, el narrador, tienen la siguiente conversación:
—También en Rusia había indios ¿no? —me preguntó Cámac.
—Sí —le dije—. Pero no hablaban un idioma distinto que sus amos. Eran rusos
—Y, ¿hablando el mismo idioma los maltrataban como a los indios de aquí?
—Sí, Cámac, como los señores de nuestras haciendas de la costa.
—¡Qué cosas, Gabriel! Cada uno es cada uno.
—Sí —le dije—. Pero no hablaban un idioma distinto que sus amos. Eran rusos
—Y, ¿hablando el mismo idioma los maltrataban como a los indios de aquí?
—Sí, Cámac, como los señores de nuestras haciendas de la costa.
—¡Qué cosas, Gabriel! Cada uno es cada uno.
¿«Indios» en Rusia? ¡Él me debe haber estado tomando el pelo! Ya sea eso o que existe algo muy elusivo, muy distinto, muy otro sobre el término. Creo que este texto muestra un tremendo descubrimiento de Arguedas, un flash interior que quizás su depresión y su atención en el pasado le impidieron seguir la pista. Él casi encontró «indios» en España, como lo dice al comienzo de su etnografía en España (Arguedas 1968:5):
Fuimos cautivados por la personalidad de algunos vecinos de las dos comunidades castellanas que estudiamos –¡comunidades tan idénticas en muchos aspectos medulares de la vida a aquéllas peruanas que observamos mejor o en las que pasamos nuestra infancia!
En la otra novela, Todas las sangres, Arguedas (1983a:34, 67, 115) se refiere varias veces a uno de los principales personajes Demetrio Rendón Willka, como un «ex indio». En un pasaje uno de los vecinos le pregunta a Willka:
—Eras indio, ¿no? —le dijo
—Así es, pues, creo, señor —contestó.
—¿Eras indio?
—No sé, señor. (57.)
—Así es, pues, creo, señor —contestó.
—¿Eras indio?
—No sé, señor. (57.)
Este «ex indio» piensa que él lo fue así alguna vez, pero al final ya ni lo sabe. Un texto verdaderamente increíble. Arguedas (1983b:235) aclara tal denominativo llamando a la gente como «los runas», anotando que «ellos nunca se llaman indios a sí mismos».
El interrogador de Willka es un principal, es un criollo: un mestizo o un blanco (Portocarrero [1993:98] podría llamarlo un «blanco mestizo») Portocarrero (2004:38) escribe sobre la psicología social, acerca de cómo tales personas se distancian de lo que ellos nombran como «indio»:
El sujeto criollo-mestizo al desposeerse con violencia de su ser indígena, al arrojarlo o eyectarlo, ha quedado empobrecido. Un autodesprecio lo corroe. Se odia a sí mismo por cuanto sabe demasiado bien que, aún cuando no lo quiera, hay también en él un «algo» indígena, una mancha, una cochinada. No es la criatura «pura» de pellejo blanco y de pelo rubio que aspira a ser. Pero, como no quiere admitir su vergüenza, la esconde y se blanquea simbólicamente. Niega sus raíces. Pero ni aún en los sectores dominantes, esta negación puede ser todo lo radical que se quiere, pues por más distancia que se interponga, no es posible tampoco rechazar un parentesco, aunque sea espiritual, con lo indígena ya que ese parentesco legitima la propiedad de los privilegios sobre las tierras y las personas. Aquí se hace visible la ambigüedad de los criollos, especialmente la tensión que recorre la subjetividad del sector dominante. En efecto, su deseo de pureza, de estar libre de la contaminación indígena, entra en contradicción con la necesidad de acreditar y viabilizar su autoridad sobre el mundo subalterno.
En su artículo sobre «la trasgresión», Portocarrero (2001:542) dice: «Es claro que en una sociedad como la peruana, donde la ley pública no tiene prestigio, están dadas las condiciones para que la ‘desviación’ deje de ser excepcional y se convierta en un comportamiento institucionalizado, en una regla. Entonces la corrupción y el abuso con los débiles se convierten en hechos ‘normales’, aceptados como naturales e inevitables.»
Uno no puede sostener que los «indios» no existen, porque «indio» es una palabra en nuestro vocabulario, y que establece una diferencia en la forma en que una persona se conduce con otra. Pero sucede que «indio» es una condición que uno puede dejar, no es una persona en sí. Irene Silverblatt (2004:218) afirma en su estudio etnohistórico sobre la opresión y el asesinato por la Inquisición en el Perú de los Nuevos Cristianos, es decir los «conversos»:
Pero la ceguera parece ser un inevitable rasgo de la civilización: le damos sentido —capturamos— muchas experiencias de la vida moderna al fetichizarlas. Expandir el «fetichismo» de una crítica del capitalismo a una crítica de la política demanda una reevaluación de los cimientos de nuestro sentido común político —que la «raza» y el «estado» son objetos, cosas, supuestos de la experiencia humana. El fetichismo oscurece nuestra apreciación acerca que el indio, el nuevo cristiano, el negro, el hispánico, el esclavo, el mercader, el tributario, el burócrata, la mujer y el hombre no son «estados de existencia» sino son relaciones sociales, ineludiblemente parte uno del otro e ineludiblemente inmersos en los vaivenes del poder. Convertir estas relaciones en fetiches nos detiene de ver su historia, —nuestra historia— y hasta preguntarnos, interrogarnos sobre ella.
Nelson Manrique (1993:221) señala, en una conversación con Roland Forgues, que «ser indio y pobre es sinónimo».
Porque te invito a pensar en un indio rico en el Perú. No es que todos los pobres sean indios, pero sí es cierto como dos más dos son cuatro que todos los indios son pobres, como dejar de ser pobre es la manera más segura de desindigenizarse.
La noción metafísica que si una palabra existe debe representar alguna realidad, es característica de nuestra civilización occidental. El logocentrismo está tan profundamente arraigado en nosotros, que si tratamos de reconstruir un fetiche, debemos estar siempre alerta para deconstruir nuestra deconstrucción. Esto es muy compatible con la antigua propuesta de Marx: la permanente crítica de la crítica.
El binario peruano desaparece lentamente. Urpi Montoya Uriarte (2002:20) anota que «está presente de alguna u otra forma en los hispanistas e indigenistas, en Mariátegui y Arguedas, en los que se ocupan de la ‘cultura popular’ y en las versiones contemporáneas sobre la diversidad cultural en el país». Ella nos ofrece un excelente resumen:
El esquema de la representación dualista del universo cultural peruano se asienta en varios supuestos. El primero es que seríamos un país dividido en dos culturas, la indígena y la occidental. El segundo es que estos dos universos culturales son considerados como unidades homogéneas, uniformes y inmutables. Sus fronteras son vistas como intocables e intransformables a pesar de cualquier semejanza o facilidad para transponerlas. El tercero es que la oposición, escisión, enfrentamiento, violencia y dominación son las formas predominantes de la comunicación entre los dos universos que más les sedujeron: el indio y el blanco. El cuarto es considerar las diferencias geográficas (sierra, costa) y la visible ascendencia que los rasgos biológicos evidencian,como definidores de una especificidad a manera de estigmas, esencias y reminiscencias de las cuales estaríamos imposibilitados de librarnos[...] . Finalmente, en su versión más conservadora, este esquema considera que las diferencias entre estas dos culturas equivalen a distancias temporales[...] que sustentan losvariados binarismostipológicos que no acabamos de descartar: avanzados y atrasados, inferiores y superiores, civilizados y primitivos, buenos y malos. Siendo así, las propuestas en relación a los Otros se dividen entre ignorarlos o descubrirlos, esconderlos o revelarlos, denigrarlos o enaltecerlos, defenderlos o atacarlos, conservarlos o eliminarlos, como gérmenes de algo o como continuaciones arcaicas, como problemas o como alternativas.
Si nosotros, en Norteamérica, somos capaces de creer que somos una democracia porque podemos votar por candidatos que compran o hacen trampa para obtener votos, que nuestros representantes en el Congreso Nacional nos representan, cuando en realidad representan los lobbies que los financian, que somos «libres» porque podemos elegir entre diferentes marcas de pasta de dientes, o que deberíamos creer en nuestros líderes porque «Dios» los guía (sin embargo su popularidad declina cuando «Dios» no les dice cómo bajar el precio de la gasolina), que el duro trabajo es premiado con el éxito, que «extraños» indocumentados le quitan el trabajo a los ciudadanos, cuando en realidad ellos trabajan en labores que ningún ciudadano «blanco» ni siquiera soñaría en hacer, y que nuestras tropas están en Irak para «protegernos», si creemos en éstas entre muchas otras idioteces, entonces me imagino que ¡los peruanos tienen el derecho de tener sus propias peculiaridades ideológicas!
Juan Ansión (1994:72) llama al binario peruano «el paradigma indigenista» (Lyotard lo llamaría una «metanarrativa indigenista»):
El paradigma indigenista se define por centrar la discusión en torno a la idea de que la gran división social y cultural se da entre indios y criollos o entre mundo andino y mundo occidental. Sobre esta base se pueden plantear teorías muy distintas: por ejemplo, se puede decir que ya se produjo la simbiosis entre ambas vertientes culturales o, al contrario, que una cultura, la occidental, domina a otra la andina. Y como el paradigma no es sólo de carácter científico sino además ideológico y político, es también una base para luchar: se puede luchar por ejemplo por la preservación y conservación cultural, con una nítida separación entre culturas, o bien por diversas formas de integración (a partir por ejemplo de la noción de «mestizaje cultural»); o también por la desaparición de una de las vertientes culturales. En todos casos, como se ve, un acuerdo básico entre todos sobre el hecho de que la gran división cultural pertinente es la que se da entre «lo andino» y «lo occidental».
Ansión añade: «El paradigma ha permitido muchos avances, pero ha generado también muchas confusiones, proyecciones de intelectuales y políticos en sectores campesinos o andinos, nostalgias y anhelos frente a las dificultades del cambio de nuestra época».
La creencia de que hayan distintas culturas criolla e india no es más defendible. Aquí veamos una crítica de Norma Fuller (2001:69) al «concepto de cultura»:
[L]ejos de ser una herramienta conceptual que nos permite acceder a otras tradiciones, es la piedra angular del discurso sobre el otro. La etnografía no sería el descubrimiento o la traducción de otra cultura sino la estrategia discursiva a través de la cual se ilustran los grandes mitos de occidente, se esencializa a otras culturas colocadas en la posición de otros. A través de esta operación, Occidente ocupa el lugar del centro civilizatorio y de quien ostenta el poder de clasificar, de nombrar a los demás. En su versión extrema, esta crítica nos conduciría a abandonar la etnografía para analizar la manera como muchos antropólogos y antropólogas producen otros esencializados.
Aún así, necesitamos también ser justos con los textos más antiguos. Un examen del tono vicioso racista del hispanicismo criollizado de la época de Mariátegui, conduce a Manrique (1999:76-77) a sugerir:
Al analizar un texto escrito seis décadas atrás no debiera perderse de vista que la historia se escribe siempre en presente, desde una situación históricamente determinada. Si […] es necesario cometer el anacronismo de atribuir a los autores de otras épocas nuestra propia racionalidad, es al mismo tiempo imprescindible incorporar en el análisis el saber retrospectivo que las décadas transcurridas nos han brindado. De otra forma nos condenaríamos a encerrarnos en las ilusiones—ideológicas— de los protagonistas de esa época.
Estamos así equipados para leer a Mariátegui y a Arguedas sin juzgar sus vocabularios, esto es, considerar la libertad con que ellos llamaban a otros peruanos «indios» e «indígenas».
¿Es importante cómo llama usted a alguien?
Bueno, ¿lo es? En su crítica de la izquierda, desde una posición radical feminista, Sheila Rowbotham (1979:65-66) se concentra en «el poder de nombrar»:
Me refiero al falso poder que elude y realmente nos impide pensar sobre las complejidades de lo que está sucediendo al encubrir o enfundar algo en una categoría. Todas las referencias tienen que hacerse en términos de las categorías. Una vez nombradas, denominadas, las situaciones históricas y los grupos de personas, como los naipes, pueden barajarse yordenarse en pulcros montoncitos, las cartas sinnombrar están simplemente fuera del juego[...] [E]l poder de nombrar[...] desvía muchas interrogantes o dudas acerca de lo que está sucediendo.
Michael Ryan (1982:196-197) comenta: «Porque no existe un nombre o categoría absolutamente 'apropiado' —que exprese o encarne una relación necesaria entre la palabra y el mundo— el acto de nombrar es siempre un acto político con presuposiciones y efectos políticos[...] El cómo uno piensa (con nombres, categorías, clases), está ligado por ello a cómo uno va a actuar, sobre qué bases y para qué fines».
Me refiero ahora al libro de Didier Eribon Insult and the Making of the Gay Self (2004), el cual, aunque no tiene que ver con el Perú y sus «indios», demuestra un profundo conocimiento de las implicancias del insulto. Eribon (16) escribe lo siguiente:
El insulto es un veredicto. Es mas o menos una sentencia definitiva, de por vida, una que tendrá que ser sufrida, soportada[...] Yo descubro que soy una persona sobre la que puede decirse algo, a quien puede decírsele algo, alguien que puede ser visto o de quien se dice algo en cierta manera y quien es estigmatizado por esa mirada y por esas palabras. El acto de nombrar produce una alerta de uno mismo como otro, transformado por otros en un objeto[...] El insulto es […] una forma de mirarme de arriba abajo y una forma de desposeerme[…] El insulto es más que una palabra que describe. No se satisface con decirme simplemente quién soy. Si alguien me llama un «cochino maricón» (o un «negro sucio» o «sucio judío»), o hasta simplemente «maricón» (o «negro» o «judío»), esa persona no está tratando de decirme algo sobre mí mismo. Esa persona me está dejando saber que sabe algo sobre mí, que tiene algún poder sobre mí. Primero que nada el poder para herirme, para marcar mi conciencia con ese dolor, inscribiendo la humillación en el nivel más profundo de mi mente.
En Todas las sangres, Arguedas (1983a:61-62) nos describe las vicisitudes del joven Demetrio Rendón Willka cuando el padre de Demetrio lo trae para empezar el colegio al pueblo de San Pedro, lleno de hijos de los «vecinos»:
Los estudiantes se asombraron de ver a un indio grande con un silabario en la mano y una bolsa para cuadernos, como la de los más pequeños escolares; sobre los cuadernos, asomaba el marco de Madera de un pizarrín. Y era eso lo más sobresaliente: debajo de la bolsa escolar, el indio llevaba otra, hinchada de maíz tostado, de mote, de cecina y trozos de queso. Lo usual era que los comuneros llevaran su fiambre en una pequeña manta de lana tejida. Demetrio fue presentado aún en ese detalle como un escolero. Habían tejido para él una bolsa, algo semejante a las de coca de los indios mayores, pero más alargada y con una cinta que servía para que el primer estudiante de la comunidad se terciara al hombro esa nueva prenda escolar indígena. Demetrio tenía que caminar diez kilómetros, todos los días, de Lahuaymarca a San Pedro.
Demetrio se sienta en una banca con los alumnos pequeños. Los chicos más grandes vienen a mirarlo:
—¿Qué miran? —preguntó indignado el maestro. El era de una provincia lejana.
—Es un indio —dijo Pancorvo, alumno de último año.
—¿Nunca habías visto otro? —le preguntó el maestro.
—En la escuela no. Va a apestar.
—No huele a nada, señor —exclamó el pequeño que estaba sentado junto a Demetrio.
—En cambio, acaso tú, Pancorvo, hueles –dijo el maestro.
—Será, pues, pero no a indio.
—Es un indio —dijo Pancorvo, alumno de último año.
—¿Nunca habías visto otro? —le preguntó el maestro.
—En la escuela no. Va a apestar.
—No huele a nada, señor —exclamó el pequeño que estaba sentado junto a Demetrio.
—En cambio, acaso tú, Pancorvo, hueles –dijo el maestro.
—Será, pues, pero no a indio.
El maestro llama al orden a los alumnos. Unas semanas más tarde los alumnos grandes empiezan a hostilizar a Demetrio durante el recreo. Uno le dice «Eres bestia».
—Lee en quechua, animal. ¿No ves que no sabes castellano? «A, Bi, Ci—« Se dice Be Ce.
—La boca del indio no puede –le dijo otro[...] .
—A, Bi, Ci Chi, Di, Ifi— le gritaron en coro, varios muchachos.
Se reían delante de él. Pero Demetrio no les oía. Entonces, un Brañes, le sacó del bolso el pizarrín; lo arrojó al suelo y lo destrozó a pisotones. Demetrio no hizo sino apretar los músculos de su rostro.
—¡Maricón! ¡Cobarde! ¡Indio! —vociferaba el Brañes, un niño como de 14 años. (63.)
—La boca del indio no puede –le dijo otro[...] .
—A, Bi, Ci Chi, Di, Ifi— le gritaron en coro, varios muchachos.
Se reían delante de él. Pero Demetrio no les oía. Entonces, un Brañes, le sacó del bolso el pizarrín; lo arrojó al suelo y lo destrozó a pisotones. Demetrio no hizo sino apretar los músculos de su rostro.
—¡Maricón! ¡Cobarde! ¡Indio! —vociferaba el Brañes, un niño como de 14 años. (63.)
Demetrio se levanta y Brañes empieza a correr, pero Demetrio sólo se va al salón vacío. Algunos de sus pequeños amigos lo siguen para tratar de consolarlo.Brañes y Pancorvo entran al salón e insultan a los amigos de Demetrio. Él los defiende:
—¡Maricón tú! —le dijo a Pancorvo—. ¡Gallina tú! Yo también hambriento. Peor es ser gallina.
Pancorvo le dio un puñetazo en la boca al niño [uno de los defensores de Demetrio]. Pero no tuvo tiempo de huir. Demetrio le agarró del cuello. Lo levantó en el aire, mientras pataleaba, y lo arrojó contra el poyo.
—¡Excremento del Diablo! —lo gritó en quechua. (64.)
Pancorvo le dio un puñetazo en la boca al niño [uno de los defensores de Demetrio]. Pero no tuvo tiempo de huir. Demetrio le agarró del cuello. Lo levantó en el aire, mientras pataleaba, y lo arrojó contra el poyo.
—¡Excremento del Diablo! —lo gritó en quechua. (64.)
Los varayoq son convocados para dar a Demetrio una latiguera y, por supuesto que su educación escolar finaliza aquí, aunque él más adelante, en Lima, llega a ser leído.
Arguedas estaba escribiendo una ficción, pero la ficción/verdad no es una oposición binaria; más bien la una desplaza a la otra, entonces hay verdad en la ficción. Recuerdo conversaciones con vicosinos en 1971 que habían salido de la escuela primaria de Vicos y que se fueron a un colegio en el pueblo de Carhuaz, la única educación secundaria abierta a ellos en la provincia en esa época. Algunos de ellos se las arreglaron para obviar los insultos y las burlas de los hijos de los vecinos, pero la mayoría asistió por un tiempo y luego abandonaron los estudios. «Indio de mierda» era un epíteto favorito de los jóvenes carhuacinos. Me pregunto si todavía lo es. Esto sin embargo es una pregunta discutible para la integración en el colegio de Vicos, porque la comunidad tiene su propio colegio ahora. Pero me gustaría saber cómo es para los niños de Hualcán o Pariacaca, o Mishqui o Llipta. El pueblo de Carhuaz era un décimo del tamaño de la provincia, y muchos de sus vecinos eran «nuna» (como se dice «runa» en Ancash), no «gente decente». ¿Quién se debería integrar a quién?
Manrique (1995:461) levanta algunos temas difíciles de la integración que se aplican tanto al nivel provincial como al nacional:
Mariátegui [...] sostuvo en diversos ensayos que los indígenas componían las cuatro quintas partes de la población peruana. Aceptando que así fuera, es inevitable preguntarse sobre quéfundamentos la quinta parte de lapoblaciónpuede arrogarse el derecho de «integrar» a las cuatro quintas partes restantes y si, en términos democráticos, la cuestión no debiera ser exactamente la contraria: que la mayoría (india) integrara a la minoría (no india). O, dicho de otra manera, que el «problema» para la población india fuera la no india. Es evidente que esta última perspectiva estaba simplemente fuera de debate para todos, incluyendo Mariátegui. Y era así porque, más allá del peso cuantitativo de los distintos grupos sociales del país, el problema básico radicaba—y radica—en el control de los mecanismos de poder económico, político y simbólico del que están excluidos los «indios».
El análisis que hace Portocarrero (s/f: 5) de Todas las sangres, traza cuatro «caminos posibles para el futuro del país: «a) una modernización liderada por el capital extranjero y sus intermediarios. Implica un abandono de las tradiciones y la insignificancia de la idea de nación y de patria para el futuro del país llamado, entonces, a perpetuarse en un estado post colonial.» «b) Una modernización presidida por un empresariado nacional que logra preservar su autonomía respecto al capitalismo internacional.» «c) El proyecto neo feudal de don Bruno implica resistir la modernización percibida como una fuerza corruptora del hombre.» Y «d) El proyecto encarnado en la figura de don Lucas es perseverar en el gamonalismo, en el abuso sin piedad, en la explotación inmisericorde de los indios». Puesto que la narrativa termina con la idea que un ex- gamonal y un ex-«indio» pueden vivir juntos en un Nuevo Perú, implica una reconciliación antes que la exterminación de uno por el otro3 (aunque Willka fue exterminado, no por un gamonal o un ex-gamonal, sino por una patrulla de guardias, y don Bruno fue enviado a prisión). Uno podría darse cuenta cuán ofendidos podrían sentirse con ello algunos marxistas-leninistas-de-línea-dura, con su ideología «científica» acerca de un futuro «científico» en manos de un partido «científico» que tenía todas las respuestas. De este modo, la tercera posibilidad de Portocarrero merece una cita detallada:
La consolidación de las jerarquías pasa por un aislamiento y por una alianza con los indios para evitar su degeneración moral, ofreciéndoles solidaridad a cambio de su entrega y mansedumbre. Este proyecto tiene una perspectiva local y se enuncia desde una posición de superioridad moral respecto a unamodernidad que se percibe como vaciando el alma de las gentes.
Si la «modernidad» representa la adultez con todas sus responsabilidades hacia el Orden Simbólico, uno podría fácilmente ver cómo las circunstancias de Arguedas en 1964, cuando Todas las sangres fue publicado, podrían haberlo deprimido: a pesar de la separación de su primera esposa, de su nuevo matrimonio, la terapia con la psicoanalista Lola Hoffmann y demás, nada había cambiado para él. Él (y no es el único en esto) parece haber tenido añoranza por aquello que los freudianos llaman «período de latencia» en la niñez. Jean Marie Lemogodeuc (1991:41) señala una contradicción:
Así, el texto novelesco arguediano en su totalidad oscila entre la elaboración de una utopía arcaizante y una proyección mesiánica. En este vaivén continuo, el recuerdo nostálgico de la infancia, la búsqueda de un mundo y de un tiempo perdidos, preceden a menudo la busca efectiva de la liberación social.
La tristemente famosa Mesa Redonda de 1965 (ver Pinilla 1994 especialmente las páginas 103-179) habría sido un peso más, pero difícilmente en sí mismo un incidente fatal, es decir, uno que haya conducido al suicidio de Arguedas
En su carta a su analista Lola Hoffmann (del 13 de enero de 1969), quien estaba en Santiago, se puede leer el saludo inicial «Querida mamá Lola» –y lo que sugiere es una transferencia que él no habría procesado4 (o no tenía la voluntad de hacerlo), Arguedas (1996a:193) revela temas sexuales y de género que él estaba dispuesto a reconocer, unos que eran dudosamente sólo las partes visibles de algo reprimido y oprimido, algo que él no tenía la voluntad de encarar:
Creo que mi conciliación con mis propios problemas sexuales ya no es posible. ¡Cuánto le he hablado de esto! Todo el universo ha girado para mí, alrededor de este problema. Ha sido lo más anhelado y lo más temido; rara vez lo más estimulante, casi siempre aniquilante. Mi mujer en cambio tiene una euforia juvenil que se recrea con mi apetencia, siempre pronta y siempre torturante. Como creí siempre que la satisfacción sexual debía ser sólo una especie de premio máximo a alguna gran hazaña, la práctica casi cotidiana me causa una atroz sensación de desgaste y de angustia. Ya no lo puedo soportar más. Y no tengo descanso, porque no duermo y la grabación del ejercicio con su voz para relajarse parece que se hizo en alguna banda que no alcanza a reproducir ni mi máquina ni la de la Universidad. Me voy, pues a Santiago con una especie de lúgubre evidencia de que mi matrimonio está malogrado, a pesar de que nunca conocí una mujer más llena de encanto que Sybila. Este juego entre mi convicción de que ella es una joven tan libre de temores de toda especie y yo soy un encadenado a todos los temores, este juego no concluye en liberación para mí, como esperaba y espera aún Sybila; ha desembocado en una agudización final de la constante tensión en que he vivido. Y acaso la propia dificultad que tengo que sacar adelante la novela sea un resultado de este penoso e incalculable combate que tengo contra mí mismo y que se hizo más agudo desde mi encuentro con Sybila. Felizmente ella no sufre. Está como autoprotegida en forma maravillosa contra todo tipo de sufrimiento psíquico.
Un poco mas de un año antes, el 3 de noviembre de 1987, Arguedas (1996b:161-162) le escribió a John Murra sobre una clase que dictó en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Ingeniería en México sobre la muerte de la cultura quechua5:
La tesis final es que la cultura quechua está condenada. La colonia aisló especial y culturalmente al indio pero no inculcó en el país un prejuicio racial implacable ni mucho menos. Mariátegui se planteó la posibilidad de liberar al indio mediante un régimen socialista que haría una reforma agraria profunda. Los antropólogos demostraron que efectivamente se podía hablar de una cultura quechua. En mi conferencia de la Facultad de Arquitectura quedó demostrado que existe una religión, un arte y una lengua propias de los campesinos quechuas. Pero las vías de comunicación modernas se abrieron hacia la costa sin que se hubiera hecho una reforma de la tierra ni de la educación y cuando los grupos que dominan el país tradicionalmente están más fuertes que nunca. Ellos han resuelto convertir a los quechuas y aymaras en carne de fábrica y en domésticos. Los planes de desarrollo de la integración del aborigen constituyen instrumentos encaminados a desarraigar definitivamente al indio de sus tradiciones propias. Los hijos de los emigrados ya no hablan quechua; en la sierra están tratando de romper las comunidades; antropólogos famosos como Matos predican con terminología «científica» que la cultura quechua no existe, que el Perú no es dual culturalmente, que las comunidades de indios participan de una subcultura a la que sería difícil elevar a la cultura nacional. Los quechuas y aymaras seguirán, pues, condenados a ocupar el último lugar en la escala social. Pero no les matarán toda el alma. Los sirvientes influyen. Ayer nomás conté en una tienda de venta de discos de Chosica ¡dos mil seiscientos cuarenta títulos de música serrana!
Es posible hacer muchas lecturas de los textos de Arguedas, incluso la mía; yo encuentro de este modo un discurso intertextual conectando la carta dirigida a Hoffmann con la carta escrita a Murra. Aquí veo una posibilidad para una «sesión doble», que es la lectura de los dos textos simultáneamente (¡imposible!). En el «mimodrama» así escenificado, parece que el texto de enero de 1969 escribe una introducción o prólogo a una conclusión o epílogo escrito en el texto de noviembre de 19676 Así el espectro de algo nonato se enfrenta con el nacimiento de un fantasma. Bien, ¡ya hemos visto que Arguedas era «zorro»(#)¡
La «zorredad» de Arguedas me empuja a preguntar: ¿Cuántos Arguedas estaban allí? Seguramente más de uno. Su trabajo en el Valle del Mantaro sugiere alguien más bien diferente del que vio lo andino como «condenado». Manrique (1991:61-62) sintetiza ese otro:
Arguedas trata de indagar, a partir del estudio de las comunidades, cómo es que pudo desarrollarse, en el valle del Mantaro, una relación más horizontal entre los grupos enfrentados blancos, mestizos e indios. Cómo es que, en este caso, las diferencias son solo socioeconómicas y no diferencias que comprometen la propia naturaleza humana. Y él va a entenderlo remontándose en el pasado hasta la conquista, a partir de la constatación presente, de la ausencia de haciendas en el valle del Mantaro. El dice: «si aquí no hay esta relación de dominio feudal, es porque no existe la hacienda que posibilite esta dominación feudal de los señores sobre los indios». Pero, y ésta es la segunda pregunta, ¿por qué en el valle del Mantaro no se desarrollaron las haciendas y en los otros valles interandinos sí? El va a buscar la respuesta remontándose hasta la propia conquista tomando una hipótesis sugerida, según él señala, por una conversación con Porras Barrenechea, y él va a encontrar esta respuesta en un fenómeno singular que se da en el propio momento de la conquista: la nacionalidad huanca, el reino huanca, en el momento de la conquista, se sentía como una nacionalidad sojuzgada por los quechuas, por los cusqueños, y a la llegada de los españoles, los huancas se alían con ellos contra los cusqueños. Entonces, Arguedas cree encontrar la explicación a este estatus singular de los indígenas del valle del Mantaro, en la alianza hispano-huanca, que permitió un tipo de relación donde, él dice, fue posible que coexistiesen blancos e indios armónicamente, porque no se desarrolló una institución de origen colonial como la hacienda, que sentase las bases para el establecimiento de una relación feudal.
Arguedas parece haberse distanciado de Mariátegui en su artículo sobre «El indigenismo en el Perú» (1985:13-27), originalmente preparado para un Coloquio de Escritores en Génova, Italia, en 1965 y publicado póstumamente en 1970. Él clasifica el trabajo de Mariátegui como «indigenismo antihispanista» (14), ignorando el hecho que Mariátegui rechazó el apelativo «indigenista». Luego de decir muchas cosas buenas sobre Mariátegui, Arguedas (15) se vuelve crítico:
Mariátegui no disponía de información sobre la cultura indígena o india; no se la había estudiado, ni él tuvo oportunidad ni tiempo para hacerlo; se conocía y es probable que aún en estos días se conozca mejor la cultura incaica, sobre la que existe una bibliografía cuantiosísima, más que sobre el ser de la población campesina indígena actual. Se han hecho pocos estudios acerca de las comunidades y existe una tendencia pragmatista perturbadora entre algunos de los antropólogos que se dedican a esta tarea.
Arguedas, como Mariátegui, se resistía a la denominación de «indigenista». Rodrigo Montoya (1995:66) recuerda: «José María […] explícitamente, en muchísimas partes por escrito y oralmente, con dureza y con firmeza, ha dicho que no era un indigenista. El nunca se sintió un indigenista. Yo lo he visto encolerizarse, y para él la idea de ser indigenista no solo suponía […] ocuparse exclusivamente del lado indígena del Perú sino que además, ver paternalistamente al indio, ver desde fuera al indio y ocuparse de él como si fuera un ‘otro’ ser en el país.»
Portocarrero (1995b:370-371) señala que inicialmente Arguedas había sido «colonizado» (un concepto que él acredita a Nelson Manrique) por la generación del 900, en la creencia «que lo indígena no tiene ninguna posibilidad de sobrevivir y que el Perú es criollo». Podemos ver que lo que queda de ese discurso en el extracto de la carta a Murra en 1967. Mientras que, una generación anterior, Mariátegui había revisado su posición: «Mariátegui comienza a pensar que lo andino no tendrá por qué desaparecer y que inclusive sería imaginable una nacionalidad que se base en lo andino»
Fuera posible entonces una sobrevivencia dinámica, actualizada de lo tradicional en la ciudad y ello podía ser inclusive definitorio de la nacionalidad peruana. El caso de Mariátegui es ilustrativo: él era también un mestizo, un desarraigado, una persona que no tenía sentimientos de identificación fuerte con un grupo social, y que igual que para Arguedas, la formula de un Perú mestizo, andino, le representa una forma de crear e inventar un «nosotros». De plantear una comunidad futura, aunque en el caso de Mariátegui, ello fue muy incipiente.
Como Mariátegui, continúa Portocarrero, Arguedas repensó su posición:
En los nuevos contextos urbanos, Arguedas imagina las formas en que podía sobrevivir la cultura andina. Y aquí hace una distinción que me parece fundamental entre aculturación y mestizaje. Aculturación entendida como un mimetismo que implica una ruptura, realizar una automutilación que nunca llega a ser total, que siempre da lugar a añoranzas secretas; pero que implica una voluntad muy explícita de ruptura. Frente a esta aculturación estaría el mestizaje que supone una posibilidad de integración, de síntesis de orientaciones culturales diferentes.
Al final, en 1969, en sus últimos escritos, que son publicados como un «Epílogo» a El zorro de arriba y el zorro de abajo (1983b:237-243) parece revertir la firme posición que había adoptado tres décadas antes en 1941, con la publicación de Yawar Fiesta (1983c), una declaración del derecho humano de la gente por ser libres respecto a lo que necesiten ser: una novela que le creó una audiencia internacional. En 1969, en contraste, su declaración fue para su propio derecho humano a no ser lo que no necesitaba ser, es decir, a no estar vivo. Él aconsejaba a sus alumnos, «¡La rabia no!» (242), y no dejó evidencias que él mismo sintiera alguna rabia, aunque la violencia del suicidio sugiere que algo diferente en su ser no sintiera algo distinto. Quizás encontremos una clave en una de sus primeras obras Los ríos profundos (Arguedas 1967:23), cuando el padre de Ernesto le muestra una pared Inca en el Cuzco:
Eran más grandes y extrañas de cuanto había imaginado las piedras del muro incaico; bullían bajo el segundo piso encalado, que por el lado de la calle angosta, era ciego. Me acordé, entonces, de las canciones quechuas que repiten una frase patética constante: «yawar mayu», río de sangre; «yawar unu», agua sangrienta; «puk’tik’ yawar k’ocha», lago de sangre que hierve; «yawar wek’e», lágrimas de sangre. ¿Acaso no podría decirse «yawar rumi», piedra de sangre o «puk’tik yawar rumi» piedra de sangre herviente. Era estático el muro, pero hervía por todas sus líneas y la superficie era cambiante, como la de los ríos en el verano, que tienen una cima así, hacia el centro del caudal, que es la zona temible, la más poderosa. Los indios llaman «yawar mayu» a esos ríos turbios, porque muestran con el sol un brillo en movimiento, semejante al de la sangre. También llaman «yawar mayu» al tiempo violento de las danzas guerreras, al momento en que los bailarines luchan.
Un escritor(a) se escribe a sí mismo(a) como también escribe su ficción, y así algo aparentemente empieza a rebalsarse por ebullición. Arguedas (1983d:76) había escrito muy anteriormente en su carrera, en su tan conocido cuento «Agua»: «Tayta: ¡que se mueran los principales de todas partes!» Aquí el narrador «Ernesto», se está escapando de la rabia de don Braulio, un terrible gamonal y principal a quien Ernesto ha herido. Al final de la historia, cuando Ernesto está partiendo de la localidad, le gime su angustia a su compañero, un comunero. Entonces ¿quiénes y qué son los principales? Son los personajes que dirigen las cosas en los pequeños pueblos andinos7. Sin embargo las palabras son ambiguas: reyes, emperadores, presidentes, primeros ministros, papas, generales, gerentes generales de empresas corporativas y similares, manejan el mundo. En la familia patriarcal, el padre es un principal. Al interior de la persona «el ego» es el principal: uno bien podría arrepentirse de los problemas causados por las malas decisiones tomadas por uno, y desear la remoción de aquellas partes del yo que sean las responsables. Ahora bien ¿cómo uno extirpa un Orden Simbólico y deja el resto intacto?
En el análisis de la corrida de toros en Yawar Fiesta, Gladys Marín (1973:95) dice:
Esta corrida sirve para mostrar que el indio no es miedoso, que no está amujerado, que no llora por temor, que no es un pobrecito. Por el contrario, da la pauta de lo que puede cuando como grupo, como parcialidad, se propone algo. Muestra su corage, un coraje en estado puro, elemental, sólo así son hombres, no temen a la muerte, por el contrario están esperándola de pie, regando la tierra con su propia sangre, que fluye como un manantial. Mueren en plenitud, hay un gozo total en esta muerte.
¿Es posible que un hombre pueda extirpar de sí mismo lo «amujerado» y deje el resto sin «regar la tierra con su propia sangre»?
La preparación de Arguedas para el suicidio parece impersonal, sin afecto, casi burocrática, de hecho, como la ejecución mecánica del deber de un profesor de entregar las notas de sus alumnos a tiempo, completamente inconsciente del dolor y la culpa que los sobrevivientes sentirían pero, más específicamente, sin consideración de su propio dolor. Él era tan fragmentado como la Izquierda misma, como lo había dicho en su «¿Último diario?»: «Los Zorros no podrán narrar la lucha entre los líderes izquierdistas, y de los otros en el sindicato de pescadores; no podrán intervenir» (Arguedas 1983b:233). ¿Estaba el binario fragmentado también? Aún los Zorros, »la zorredad», no pudo sacarlo de su depresión, sobre la que no podía escribir, ni siquiera nombrar.
Pero Arguedas en sus mejores momentos era diferente de aquél. Él mostraba así tanto una profunda preocupación, como un gran cariño por su país, por ejemplo, en su introducción de 1938 a Canto Quechua, donde él les dice a los peruanos que no hay razón para que ellos se avergüencen de su herencia:
¿Por qué esa vergüenza? El wayno es arte, como música y como poesía. Sólo falta que se haga ver bien esto. Lo indígena no es inferior. Y el día en que la misma gente de la sierra que se avergüenza todavía de lo indio descubra en sí misma las grandes posibilidades de creación de su espíritu indígena, ese día, seguro de sus propios valores, el pueblo mestizo e indio podrá demostrar definitivamente la equivalencia de su capacidad creadora con relación a lo europeo, que hoy lo desplaza y avergüenza. Y tal día vendrá de todos modos. Lo indígena está en lo más íntimo de toda la gente de la sierra del Perú. La vergüenza a lo indio creada por los encomenderos y mantenida por los herederos de éstos hasta hoy será quebrantada cuando los que dirigen el país comprendan que la muralla que el egoísmo y el interés han levantado para impedir la superación del pueblo indígena, el libre desborde de su alma, debe ser derrumbada en beneficio del Perú. Ese día aflorará, poderoso y arrollador, un gran arte nacional de tema, ambiente y espíritu indígena, en música, en poesía, en pintura, en literatura, un gran arte que, por su propio genio nacional, tendrá el más puro y definitivo valor universal. (Arguedas 2004:97.)
Me gusta la posición de Manrique (1995:379) respecto a los nombres:
Yo no debiera tener nada contra el mestizaje porque siendo mestizo, y creo que soy un mestizo característico,qué gratosería que todo el mundo sea como yo. Lo que cuestiono de la noción de «mestizaje» es que no siento que aquel que no quiera tenga que ser como yo. Quien quiera ser como yo en buena hora, pero que escoja, que sea libre de escogerlo, y si quiere ser otra cosa que lo sea. Si se quiere mantener como blanco puro que lo haga; y si se quiere mantener como amuesha puro que lo haga. El respeto a la diferencia. Siendo humanos hay un territorio común en el que siempre nos vamos a encontrar y va a haber comunicación.
Me siento contento de informar a Nelson que yo soy también un mestizo. Los padres de mi padre vinieron de Rheinland, Alemania. El padre de mi madre vino de Hungría y los padres de mi abuela de Moravia, que entonces era Austria y ahora está en la República Checa. Todos ellos fueron judíos, pero en vista de los siglos de pogromos que involucraron el abuso, violación de mujeres judías, por no-judíos, sin duda soy portador de un ADN heredado de múltiples lugares. En realidad podría ser un primo distante de Nelson. Eso me gusta. Soy también un híbrido cultural: y antes que la artritis me atacara, podía bailar huaynos y valses criollos (¡y hubieran visto y escuchado el sonar de mis tacos!); me encanta el shacuy de habas, la papa pichu, y el mondongo y también anticuchos, la papa a la huancaína y el ceviche; tengo un buen número de ahijados peruanos de varios cortes de pelo; existe una perrita llamada «Laura», que vive en La Paz en Miraflores, que se pone tan feliz de verme llegar cuando voy de visita. Soy lo suficientemente peruano para que no me gusten los chilenos, aunque no lo suficiente para perdonarlos; y me siento más en casa en Lima, que en Lubbock (para mí es agradable estar en un lugar que no es el país más poderoso del mundo porque esa responsabilidad me abruma). Y también sé que es hora de decir, en el quechua de Ancash, «¡Tzeenóollaam!»
Mariátegui miraba hacia el futuro, no hacia el pasado: «No es mi ideal el Perú colonial ni el Perú incaico sino un Perú integral» (1972:222). Existe una afinidad entre las palabras integral e integridad. Mariátegui proyectó su integración personal a su país. Y deberíamos entender la integración como algo en movimiento, algo cambiante, algo que constantemente se va convirtiendo en algo diferente, en otra cosa. Cornejo Polar (1994:191) sintetiza así la visión de Mariátegui sobre la identidad peruana:
[E]l que Mariátegui no definiera la identidad nacional como algo ya hecho, y ni siquiera como una imagen univocal del futuro, sino más bien como el resultado de un proceso histórico que él lo imagina en cambio —pero camino propio, nacional— al socialismo, determina que sea uno de los pocos pensadores de la época, y hasta tal vez el único, que no concibe el tema de la identidad más que a través de la historia, lo que implica, de una parte, que la identidad no es tanto un hacer como un hacerse, suponiendo de entrada, entonces, que su consistencia es fluctuante y mudable, y —por otra— que su definición hacia el futuro, aunque enmarcada dentro del socialismo, queda abierta a varias alternativas.
Mariátegui escoge los nombres cuidadosamente y de manera política, tal como se esperaría. Él tenía la expectativa de un Perú en el que nadie deseara ser un capitalista. ¿Imposible? En su siglo y en el actual, sí; pero entonces Mariátegui siempre consideraba la posibilidad de lo imposible. El escribió este texto tan conocido a muchos peruanos:
El pensamiento racionalista del siglo diecinueve pretendía resolver la religión en la filosofía. Más realista, el pragmatismo ha sabido reconocer al sentimiento religioso el lugar del cual la filosofía ochocentista se imaginaba vanidosamente desalojarlo. Y, como lo anunciaba Sorel, la experiencia histórica de los últimos lustros ha comprobado que los actuales mitos revolucionarios o sociales pueden ocupar la conciencia profunda de los hombres con la misma plenitud que los antiguos mitos religiosos. (Mariátegui 1959:167.)
Los lectores debieran recordar que Mariátegui no dijo «Indigenicemos al Perú», «Indianicemos al Perú», «Andinicemos al Perú» o «Cholifiquemos al Perú». A él también le hubiera gustado que los ex-gamonales y ex-»indios» vivieran juntos y en armonía, no como señores feudales con sus pongos sino como iguales, junto con otros peruanos cuyos ancestros vinieron al Perú desde otras partes del globo. Así, lo que él dijo fue «Peruanicemos al Perú», que quiere decir «Construyamos un Perú peruano», donde todos los ciudadanos sean ciudadanos de primera clase, donde cualquiera pueda llamarse como él o ella elija, y nadie tenga que vivir con una identidad no deseada, colocada a la fuerza sobre sí y que cada persona sea libre de ser lo que necesite y quiera ser. Pero, Mariátegui no tenía ninguna receta sobre cómo sería un Perú Peruano: él no le dijo a la gente cómo y qué ser. Él confiaba lo suficiente en la gente para animarlos a desarrollar sus propios destinos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario