Cómo se explica la religiosidad de estos soldados cronistas?... Parece increíble. Cieza pasó a las Indias a los 15 o 17 años, Xerez y Alvar a los 17, Bernal Díaz del Castillo, a los 18... ¿De dónde les venía una visión de fe tan profunda a éstos y a otros soldados escritores, que, salidos de España poco más que adolescentes, se habían pasado la vida entre la soldadesca, atravesando montañas, selvas o ciénagas, en luchas o en tratos con los indios, y que nunca tuvieron más atención espiritual que la de algún capellán militar sencillico?
Está claro: habían mamado la fe católica desde chicos, eran miembros de un pueblo profundamente cristiano, y en la tropa vivían un ambiente de fe. Si no fuera así, no habría respuesta para nuestra pregunta.
El testimonio de los descubridores y conquistadores cronistas -Balboa, Valdivia, Cortés, Cabeza de Vaca, Vázquez, Xerez, Díaz del Castillo, Trujillo, Tapia, Mariño de Lobera y tantos otros-, nos muestra claramente que los exploradores soldados participaron con frecuencia en el impulso apostólico de los misioneros y de la Corona. Así Pedro Sancho de Hoz, sucesor de Xerez como secretario de Pizarro, declara que a pesar de que los soldados españoles hubieron de pasar grandes penalidades en la jornada del Perú, «todo lo dan por bien empleado y de nuevo se ofrecen, si fuera necesario, a entrar en mayores fatigas, por la conversión de aquellas gentes y ensalzamiento de nuestra fe católica» (+M.L. Díaz-Trechuelo: AV, Evangelización 652).
Eran aquellos soldados gente sencilla y ruda, brutales a veces, sea por crueldad sea por miedo, pero eran sinceramente cristianos. Otros hombres quizá más civilizados, por decirlo así, pero menos creyentes, sin cometer brutalidad alguna, no convierten a nadie, y aquéllos sí. En ocasiones, simples soldados eran testigos explícitos del Evangelio, como aquel Alonso de Molina, uno de los Trece de la Fama, que estando en el Perú se quedó en Túmbez cuando pasaron por allí con Pizarro. De este Molina nos cuenta el soldado Diego de Trujillo, en su Relación, una conmovedora anécdota:
Va Trujillo, acompañando a Pizarro en la isla de Puna, al pueblecito El Estero, y cuenta: «hallamos una cruz alta y un crucifijo, pintado en una puerta, y una campanilla colgada: túvose por milagro [pues no tenían idea de que hasta allí hubiera llegado cristiano alguno]. Y luego salieron de la casa más de treinta muchachos y muchachas, diciendo: Loado sea Jesucristo, Molina, Molina... Y esto fue que, cuando el primer descubrimiento, se le quedaron al Gobernador dos españoles en el puerto de Payta, el uno se llamaba Molina y el otro Ginés, a quien mataron los indios en un pueblo que se decía Cinto, porque miró a una mujer de un cacique. Y el Molina se vino a la isla de la Puna, al cual tenían los indios por su capitán contra los chonos y los de Túmbez, y un mes antes que nosotros llegásemos le habían muerto los chonos en la mar, pescando; sintiéronlo mucho los de la Puna su muerte» (Xerez 197). En poco tiempo, el soldado Molina, abandonado y solo, ya había hecho en aquella isla su iglesia, con cruz y campana, y había organizado una catequesis de treinta muchachos.
Gonzalo Fernández Oviedo cuenta también una curiosa historia sucedida a Hernando de Soto, que estaba en La Florida. Habiendo Soto hecho pacto con el cacique de Casqui, alzaron en el lugar una cruz, a la que los indios comenzaron a dar culto; pero la amistad se cambió en guerra al aliarse Soto con otro cacique enemigo del jefe de Casqui. Este le reprochó a Soto: «Dísteme la cruz para defenderme con ella de mis enemigos, y con ella misma me querías destruir». El jefe español, conmovido, se excusa diciéndole:
«Nosotros no venimos a destruiros, sino a hacer que sepáis y entendáis eso de la cruz», y le asegura luego que lo quiere «más bien de lo que piensas... porque Dios Nuestro Señor manda que te queramos como a hermano... porque tú y los tuyos nuestros hermanos sois, y así nos lo dice nuestro Dios» (Hª general XXVII, 28).
Recordemos, en fin, una información de 1779, procedente de San Carlos de Ancud, en el lejanísimo Chiloé, al fin del lejano Chile, en la que se dice que Tomás de Loayza, soldado dragón con plaza viva, llevaba catorce años enseñando a los indios «no sólo los primeros rudimentos de la educación, sino la doctrina cristiana y diversas oraciones, de tal manera que a la sazón aquellos eran maestros de sus padres» (cit. Guarda 57).
Está claro: habían mamado la fe católica desde chicos, eran miembros de un pueblo profundamente cristiano, y en la tropa vivían un ambiente de fe. Si no fuera así, no habría respuesta para nuestra pregunta.
El testimonio de los descubridores y conquistadores cronistas -Balboa, Valdivia, Cortés, Cabeza de Vaca, Vázquez, Xerez, Díaz del Castillo, Trujillo, Tapia, Mariño de Lobera y tantos otros-, nos muestra claramente que los exploradores soldados participaron con frecuencia en el impulso apostólico de los misioneros y de la Corona. Así Pedro Sancho de Hoz, sucesor de Xerez como secretario de Pizarro, declara que a pesar de que los soldados españoles hubieron de pasar grandes penalidades en la jornada del Perú, «todo lo dan por bien empleado y de nuevo se ofrecen, si fuera necesario, a entrar en mayores fatigas, por la conversión de aquellas gentes y ensalzamiento de nuestra fe católica» (+M.L. Díaz-Trechuelo: AV, Evangelización 652).
Eran aquellos soldados gente sencilla y ruda, brutales a veces, sea por crueldad sea por miedo, pero eran sinceramente cristianos. Otros hombres quizá más civilizados, por decirlo así, pero menos creyentes, sin cometer brutalidad alguna, no convierten a nadie, y aquéllos sí. En ocasiones, simples soldados eran testigos explícitos del Evangelio, como aquel Alonso de Molina, uno de los Trece de la Fama, que estando en el Perú se quedó en Túmbez cuando pasaron por allí con Pizarro. De este Molina nos cuenta el soldado Diego de Trujillo, en su Relación, una conmovedora anécdota:
Va Trujillo, acompañando a Pizarro en la isla de Puna, al pueblecito El Estero, y cuenta: «hallamos una cruz alta y un crucifijo, pintado en una puerta, y una campanilla colgada: túvose por milagro [pues no tenían idea de que hasta allí hubiera llegado cristiano alguno]. Y luego salieron de la casa más de treinta muchachos y muchachas, diciendo: Loado sea Jesucristo, Molina, Molina... Y esto fue que, cuando el primer descubrimiento, se le quedaron al Gobernador dos españoles en el puerto de Payta, el uno se llamaba Molina y el otro Ginés, a quien mataron los indios en un pueblo que se decía Cinto, porque miró a una mujer de un cacique. Y el Molina se vino a la isla de la Puna, al cual tenían los indios por su capitán contra los chonos y los de Túmbez, y un mes antes que nosotros llegásemos le habían muerto los chonos en la mar, pescando; sintiéronlo mucho los de la Puna su muerte» (Xerez 197). En poco tiempo, el soldado Molina, abandonado y solo, ya había hecho en aquella isla su iglesia, con cruz y campana, y había organizado una catequesis de treinta muchachos.
Gonzalo Fernández Oviedo cuenta también una curiosa historia sucedida a Hernando de Soto, que estaba en La Florida. Habiendo Soto hecho pacto con el cacique de Casqui, alzaron en el lugar una cruz, a la que los indios comenzaron a dar culto; pero la amistad se cambió en guerra al aliarse Soto con otro cacique enemigo del jefe de Casqui. Este le reprochó a Soto: «Dísteme la cruz para defenderme con ella de mis enemigos, y con ella misma me querías destruir». El jefe español, conmovido, se excusa diciéndole:
«Nosotros no venimos a destruiros, sino a hacer que sepáis y entendáis eso de la cruz», y le asegura luego que lo quiere «más bien de lo que piensas... porque Dios Nuestro Señor manda que te queramos como a hermano... porque tú y los tuyos nuestros hermanos sois, y así nos lo dice nuestro Dios» (Hª general XXVII, 28).
Recordemos, en fin, una información de 1779, procedente de San Carlos de Ancud, en el lejanísimo Chiloé, al fin del lejano Chile, en la que se dice que Tomás de Loayza, soldado dragón con plaza viva, llevaba catorce años enseñando a los indios «no sólo los primeros rudimentos de la educación, sino la doctrina cristiana y diversas oraciones, de tal manera que a la sazón aquellos eran maestros de sus padres» (cit. Guarda 57).
Nacido en Madrid en el seno de una familia noble, a los trece años entró al servicio del príncipe Juan como mozo de cámara, lo que le puso en contacto con las personalidades de su época. A la muerte del príncipe, marchó a Italia en 1500 para obtener indulgencias de Alejandro VI y posteriormente entró en Nápoles al servicio del rey Fadrique. Tras el reparto del reino de Nápoles entre Francia y España volvió a la Madrid y casó con doña Margarita de Vergara, pero pronto enviudó. En 1500 le fue encargado por don Fernando la tarea de recopilar la información sobre los reyes de España. Un año más tarde es secretario del Consejo de la Santa Inquisición y posteriormente secretario de Gonzalo Fernández de Córdoba, cargo que abandonará parta partir a América con la flota de Pedrarias Dávila como veedor de las fundiciones de Castilla del Oro. Observador preocupado por los problemas de la administración española, vuelve a España para informar al rey Fernando, encargándole éste la elaboración de una memoria. El fallecimiento del monarca le hace marchar a Bruselas para informar al nuevo rey Carlos, quien le remite de nuevo a Madrid para entregar su informe a los regentes, pero no será recibido. Su visión de la relidad y las soluciones que propone a los problemas de la Administración colonial le hacen disputar con Bartolomé de las Casas por acrecentar su influencia sobre la Corte, proponiendo el primero soluciones de tipo militar caballeresco mientras el clérigo abogaba por soluciones de corte evangélico. En cinco viajes a América desempeñará diversos cargos, como veedor, gobernador de Cartagena, cronista, alcalde del fuerte de Santo Domingo y regidor perpetuo de ésta ciudad. Como cronista, su obra más notable es "Historia General y Natural de las Indias", una magna obra plagada de personajes y hechos y de inmenso interés historiográfico. Murió en 1557 en Santo Domingo
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