La crisis del sistema penitenciario es
un problema compartido en toda América Latina. Con mayor o menor nivel de
complejidad, en todos los países se evidencia aumento del hacinamiento,
deterioro en la calidad de vida de los internados, bajos niveles de inversión
pública para el mejoramiento de infraestructura y mínimos (en la mayoría de
casos inexistentes) programas de rehabilitación y resocialización.
Adicionalmente aquellos cumpliendo penas alternativas en libertad son
precarios. Así la población tiene la percepción general que salvo la cárcel, no
existen otros mecanismos públicos para castigar aquellas conductas criminales.
Igual o incluso peor es la situación de
los centros de tratamiento y detención juveniles. Los problemas
infraestructurales son evidentes, el uso general de la violencia institucional
ha sido reportado en muchos casos y la rehabilitación o reinserción se
encuentran lejos de los programas medulares de su accionar.
Evidentemente la cárcel fue concebida
como un espacio de castigo pero también de rehabilitación. Esta última implica
un regreso a un estado previo, es decir la reintegración a la sociedad, lo que
abre el espacio para una crítica de diversos académicos porque justamente el
espacio desde donde salen muchos de los infractores están marcados por
precariedades, vulnerabilidades y violencias.
La complejidad de la situación ha pasado
inadvertida por muchos años debido a la fuerte consolidación de una perspectiva
castigadora por parte de la población y de muchos de los actores públicos que
consideran que la cárcel es el final del camino. Cuando en realidad todo parece
indicar que es más bien la puerta de entrada para la carrera criminal.
En América Latina lamentablemente las
experiencias de rehabilitación son mínimas, focalizadas y con bajos niveles de
evaluación. En aquellos países donde se han desarrollado estas iniciativas, los
cupos de ingreso son tan menores que no permiten saber su efectividad. El rol
de las iglesias, especialmente la evangélica, en las iniciativas de
rehabilitación es de especial relevancia pero su evaluación en el impacto que
pudiera tener en los niveles de reincidencia es desconocido.
¿Qué hacer con las cárceles? Es una de
las preguntas más recurrentes entre los especialistas en prácticamente todo el
mundo. De hecho, el gobierno inglés anunció en 2010 una “revolución en la
rehabilitación de infractores como una política criminal prioritaria”. Leímos
bien, prioridad para la rehabilitación como política pública. Nada más alejado
de lo que vivimos diariamente con cárceles súper pobladas y con aumentos
sustantivos de presos. Por ejemplo, solo en dos años y medio en el Perú han
llegado 19,000 nuevos internos (en su mayoría no condenados), lo que sin duda
impide cualquier posible mejoría del sistema.
El rol del Congreso es claro: aumentar
las penas de forma creativa no soluciona el problema de la inseguridad. Por el
contrario, aumenta el contagio criminal, debilita el Estado de Derecho y
asegura un futuro de más inseguridad. Leyes duras sirven menos que leyes
inteligentes que permitan fortalecer los programas de castigos alternativos a
la prisión, invertir en programas de rehabilitación y resocialización y limitar
los niveles de impunidad.
El gobierno tiene una obligación: aumentar la seguridad. Dejar las cárceles como espacios de impunidad donde incluso se organizan los hechos delictuales no es una solución. Lejos entonces del sentido común, es necesario afirmar que invertir en buenas cárceles asegura seguridad. Dejarlas abandonadas asegura que en el futuro cercano los encerrados seremos nosotros.
El gobierno tiene una obligación: aumentar la seguridad. Dejar las cárceles como espacios de impunidad donde incluso se organizan los hechos delictuales no es una solución. Lejos entonces del sentido común, es necesario afirmar que invertir en buenas cárceles asegura seguridad. Dejarlas abandonadas asegura que en el futuro cercano los encerrados seremos nosotros.
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