lunes, 3 de marzo de 2014

¿ QUE HACEMOS CON LAS CARCELES PERUANAS?

La crisis del sistema penitenciario es un problema compartido en toda América Latina. Con mayor o menor nivel de complejidad, en todos los países se evidencia aumento del hacinamiento, deterioro en la calidad de vida de los internados, bajos niveles de inversión pública para el mejoramiento de infraestructura y mínimos (en la mayoría de casos inexistentes) programas de rehabilitación y resocialización. Adicionalmente aquellos cumpliendo penas alternativas en libertad son precarios. Así la población tiene la percepción general que salvo la cárcel, no existen otros mecanismos públicos para castigar aquellas conductas criminales.
Igual o incluso peor es la situación de los centros de tratamiento y detención juveniles. Los problemas infraestructurales son evidentes, el uso general de la violencia institucional ha sido reportado en muchos casos y la rehabilitación o reinserción se encuentran lejos de los programas medulares de su accionar.
Evidentemente la cárcel fue concebida como un espacio de castigo pero también de rehabilitación. Esta última implica un regreso a un estado previo, es decir la reintegración a la sociedad, lo que abre el espacio para una crítica de diversos académicos porque justamente el espacio desde donde salen muchos de los infractores están marcados por precariedades, vulnerabilidades y violencias.
La complejidad de la situación ha pasado inadvertida por muchos años debido a la fuerte consolidación de una perspectiva castigadora por parte de la población y de muchos de los actores públicos que consideran que la cárcel es el final del camino. Cuando en realidad todo parece indicar que es más bien la puerta de entrada para la carrera criminal.
En América Latina lamentablemente las experiencias de rehabilitación son mínimas, focalizadas y con bajos niveles de evaluación. En aquellos países donde se han desarrollado estas iniciativas, los cupos de ingreso son tan menores que no permiten saber su efectividad. El rol de las iglesias, especialmente la evangélica, en las iniciativas de rehabilitación es de especial relevancia pero su evaluación en el impacto que pudiera tener en los niveles de reincidencia es desconocido.
¿Qué hacer con las cárceles? Es una de las preguntas más recurrentes entre los especialistas en prácticamente todo el mundo. De hecho, el gobierno inglés anunció en 2010 una “revolución en la rehabilitación de infractores como una política criminal prioritaria”. Leímos bien, prioridad para la rehabilitación como política pública. Nada más alejado de lo que vivimos diariamente con cárceles súper pobladas y con aumentos sustantivos de presos. Por ejemplo, solo en dos años y medio en el Perú han llegado 19,000 nuevos internos (en su mayoría no condenados), lo que sin duda impide cualquier posible mejoría del sistema.

El rol del Congreso es claro: aumentar las penas de forma creativa no soluciona el problema de la inseguridad. Por el contrario, aumenta el contagio criminal, debilita el Estado de Derecho y asegura un futuro de más inseguridad. Leyes duras sirven menos que leyes inteligentes que permitan fortalecer los programas de castigos alternativos a la prisión, invertir en programas de rehabilitación y resocialización y limitar los niveles de impunidad.
El gobierno tiene una obligación: aumentar la seguridad. Dejar las cárceles como espacios de impunidad donde incluso se organizan los hechos delictuales no es una solución. Lejos entonces del sentido común, es necesario afirmar que invertir en buenas cárceles asegura seguridad. Dejarlas abandonadas asegura que en el futuro cercano los encerrados seremos nosotros.

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