martes, 21 de abril de 2015

LEÑA DEL ÁRBOL CAIDO

Los limeños somos  condescendientes con el  poder  en los primeros  años de una gestión, pero sometemos a los gobernantes  a un cruel callejón  oscuro al percibir  que comienzan su declive o se acerca su salida. Este cambio de ánimo, que parecería propio de una república inmadura, en realidad, herencia de un estilo de hacer política que nos viene desde el Virreinato.
Sorprendidos, contaban Jorge Juan y Antonio Ulloa en su “Noticias secretas de América” (libro que relata su viaje iniciado en 1735) que en el Perú los virreyes eran recibidos como verdaderos soberanos, con fiestas y música, ingresando a la capital bajo palio cuyos postes eran llevados por regidores, y con las riendas de su caballo sostenidas por los alcaldes a pie. En adelante, recibían costosos e interesados regalos, “procurando cada uno distinguirse, para introducirse en su gracia, rueda el oro y la plata, prodigiosamente convertida en vajillas y alhojas de sumo valor”.
Pero este fasto al ingresar, los regalos y a adulación que le seguían, rápidamente, trocaban en odio, crítica abierta y acusaciones en cuanto llegaba la noticia de su reemplazo por un nuevo virrey. Entre ese momento y el final del juicio de residencia, al que debía someterse, podían pasar dos o más años en los que el virrey veía su fortuna cambiar y los amigos desaparecer, pues era el momento de responder a las denuncias, pero también al ajuste de cuentas de quienes se sintieron relegados o no pudieron  concretar algún negocio.
Así sucedió, por ejemplo con el virrey Amat y Juniet (1761-1776), que durante su gobierno recibió infinidad de honores y regalos. Pero tanto más largo el gobierno, más larga es la lista de enemigos, como se demostró durante su uro juicio de residencia. Apenas se supo que la corona había decidido su reemplazo, el duque de San Carlos, a quien se había  retirado por orden  real el monopolio sobre el correo de indias, recibió una carta pública acusando a Amat y Juniet de haberse enriquecido y de haber robado tres millones de pesos, os que habría sacado del Perú en cajas rotuladas como “Tabaco del Rey”. Esta acusación se convirtió en leyenda, al punto que Ricardo Palma la repite en una de sus tradiciones. También los encomenderos, a los que tuvo que enfrenar por orden del Rey, lo acusaron de haber cobrado por los nombramientos. Sus detractores y enemigos, aparte de componerle letrillas insultantes que corrieron por la capital, ayudaron a montar un  expediente acusatorio contenido en 12 legajos.

Pero si en las acusaciones contra Amat había mucho de cierto, no era este el caso de otros virreyes. El conde de Castellar (1674-1678, por ejemplo, fue abruptamente despedido de su cargo y confinado en Paita, hasta que finalizo el juicio de residencia que, en 1680, lo declaró inocente. Las acusaciones provinieron, en su mayoría de los comerciantes limeños que no le perdonaron  haber limitado el monopolio que tenían sobre las importaciones. Entre 1675 y 1678, los galeones del comercio español  no pudieron llegar a América y el virrey autorizo el ingreso de dos navíos que traían productos de China. La República solo continúa esa tradición. De tal palo tal astilla.

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