Los limeños
somos condescendientes con el poder
en los primeros años de una
gestión, pero sometemos a los gobernantes
a un cruel callejón oscuro al
percibir que comienzan su declive o se
acerca su salida. Este cambio de ánimo, que parecería propio de una república
inmadura, en realidad, herencia de un estilo de hacer política que nos viene
desde el Virreinato.
Sorprendidos,
contaban Jorge Juan y Antonio Ulloa en su “Noticias secretas de América” (libro
que relata su viaje iniciado en 1735) que en el Perú los virreyes eran
recibidos como verdaderos soberanos, con fiestas y música, ingresando a la
capital bajo palio cuyos postes eran llevados por regidores, y con las riendas
de su caballo sostenidas por los alcaldes a pie. En adelante, recibían costosos
e interesados regalos, “procurando cada uno distinguirse, para introducirse en
su gracia, rueda el oro y la plata, prodigiosamente convertida en vajillas y
alhojas de sumo valor”.
Pero este
fasto al ingresar, los regalos y a adulación que le seguían, rápidamente, trocaban
en odio, crítica abierta y acusaciones en cuanto llegaba la noticia de su
reemplazo por un nuevo virrey. Entre ese momento y el final del juicio de
residencia, al que debía someterse, podían pasar dos o más años en los que el
virrey veía su fortuna cambiar y los amigos desaparecer, pues era el momento de
responder a las denuncias, pero también al ajuste de cuentas de quienes se
sintieron relegados o no pudieron
concretar algún negocio.
Así sucedió,
por ejemplo con el virrey Amat y Juniet (1761-1776), que durante su gobierno
recibió infinidad de honores y regalos. Pero tanto más largo el gobierno, más
larga es la lista de enemigos, como se demostró durante su uro juicio de
residencia. Apenas se supo que la corona había decidido su reemplazo, el duque
de San Carlos, a quien se había retirado
por orden real el monopolio sobre el
correo de indias, recibió una carta pública acusando a Amat y Juniet de haberse
enriquecido y de haber robado tres millones de pesos, os que habría sacado del
Perú en cajas rotuladas como “Tabaco del Rey”. Esta acusación se convirtió en
leyenda, al punto que Ricardo Palma la repite en una de sus tradiciones.
También los encomenderos, a los que tuvo que enfrenar por orden del Rey, lo
acusaron de haber cobrado por los nombramientos. Sus detractores y enemigos,
aparte de componerle letrillas insultantes que corrieron por la capital,
ayudaron a montar un expediente
acusatorio contenido en 12 legajos.
Pero si en
las acusaciones contra Amat había mucho de cierto, no era este el caso de otros
virreyes. El conde de Castellar (1674-1678, por ejemplo, fue abruptamente despedido
de su cargo y confinado en Paita, hasta que finalizo el juicio de residencia
que, en 1680, lo declaró inocente. Las acusaciones provinieron, en su mayoría
de los comerciantes limeños que no le perdonaron haber limitado el monopolio que tenían sobre
las importaciones. Entre 1675 y 1678, los galeones del comercio español no pudieron llegar a América y el virrey autorizo
el ingreso de dos navíos que traían productos de China. La República solo
continúa esa tradición. De tal palo tal astilla.
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