“Un
ruedo de casas corcovadas, caducas, seniles. Vencidas ya de la edad, buscan una
apoyatura sobre las columnas de los porches. La plaza es como una tertulia de
viejas tullidas, que se apuntalan en sus muletas y hacen el corrillo de la
maledicencia. En este corrillo de viejas chismosas se vierten todas las
murmuraciones y cuentos de la ciudad. La plaza del mercado es el archivo
histórico de Pilares” (Tigre Juan).
El Fontán es hoy
en día una plaza de forma rectangular que está situada en el casco antiguo de Oviedo.
Su nombre proviene de la fuente manantial ó fontán que llenaba la primitiva
laguna que se encontraba en esa zona. En los inicios de la ciudad de Oviedo se trataba de una laguna natural a las afueras de la ciudad, la cual era abastecida por manantiales naturales que brotaban en la zona y rápidamente se convirtió en zona de recreo de los nobles ovetenses.
En 1153 se funda el Monasterio de Santa María de la Vega por Gontrodo Petri en los terrenos que ocupa actualmente la Fábrica de Armas de Oviedo quedando incluida la laguna en sus terrenos.
Durante este tiempo, los campesinos, que vivían en las afueras de la ciudad, se acercaban hasta este lugar a vender sus productos (leche, verduras, quesos, gallinas, etc.); con este incesante movimiento no tardaron en aparecer los artesanos tales como herreros, cesteros, etc. y así poco a poco se fue formando un mercado que perdura hasta nuestros días y convirtiéndose por aquel entonces en el primer núcleo comercial a extramuros de Oviedo.
Tras esta primera etapa, este mercado que se formaba de manera espontánea acabó siendo regulado por el Ayuntamiento, el cual controlaba la calidad y la entrada de productos a cambio de impuestos. Debido a que la laguna empezaba a representar un problema sanitario por su insalubridad se decidió desecarla el 19 de agosto de 1523. En 1559 se finaliza la obra construyéndose un lavadero y una fuente.
En 1576 Magdalena de Ulloa, viuda de Luis Méndez Quixada, ayo del bastardo Juan de Austria decide fundar un colegio jesuita en la ciudad. Escoge los terrenos que ocupan en la actualidad el mercado del Fontán, finalizando en 1587 la obra. El colegio fue demolido en 1873 perdurando únicamente la iglesia de San Isidoro. Una vez finalizado el colegio en 1587 se aprovechan los materiales excedentes de la construcción del mismo para la urbanización de la plaza. Poco tiempo después de la construcción de la plaza se construyeron las escuelas que existen en la actualidad.
En la primera mitad del siglo XVII se decide la construcción de una obra de carácter público que se convertiría en un corral de comedias; tras sucesivas reformas y
El 11 de junio de 1792 el Ayuntamiento acomete una de las reformas más importantes hasta aquel entonces. Esta reforma, dirigida por el arquitecto municipal asturiano Francisco Pruneda y Cañal, pretendía dejar la plaza como un lugar rectangular, abierto por cuatro entradas y con cuarenta casillas o departamentos para tiendas, de planta y piso, recorridas en su perímetro interior y externo por un pórtico de columnas. La obra concluyó sin que se siguiera el proyecto inicial lo que produjo la existencia de varias alturas en la plaza. Los almacenes de las tiendas se fueron convirtiendo en viviendas de inquilinos y varios edificios se modificaron durante el siglo XIX aunque con ello no llega a perder el espíritu con el que fue concebida inicialmente.
Ya a finales del siglo XX, en 1981 la dirección General del Patrimonio Artístico realiza una restauración de la plaza, si bien esta restauración no frena el deterioro en el que se ve inmersa la plaza y que culmina en 1996 con la controvertida decisión del derribo y demolición total de la plaza, excepto la esquina en dónde se asienta la sidrería Casa Ramón (que había sido restaurada por el propietario). Tras este derribo la plaza se vuelve a construir y el 7 de mayo de 1997 es inaugurada por el alcalde Gabino de Lorenzo Ferrera..
Hoy en día los jueves, sábados y domingos sigue habiendo mercado en las calles exteriores al fontán y en la plaza Daoíz y Velarde, colindante con el Fontán. También existe una plaza de abastos cubierta que abre todos los días de la semana excepto el domingo y en la cual se venden pescado, carne, queso y todo tipo de productos típicos asturianos.
Hace un poco
salí de casa con dirección al Fontán a buscar unos libros antiguos sobre Hispanoamérica,
y me dio la sensación de que me encontraba en mi querida y añorada Lima, con
ese cielo gris panza de burro, pues así me imagine a este Oviedo a esas horas
tempranas de la mañana, me recordó a Tacora que a las siete de la mañana, la
manzana que invaden, frente al hospital Dos de Mayo, ya está copada de
productos robados, chatarras, utensilios, refrescos de sobre y comida barata al
paso.
Aún no he
tenido la suerte de estar en la cárcel, tampoco he hecho algo por ello, pero
ayer sentí haber rozado sus esquinas, respirado su olor, pisado su tierra.
Cuando uno camina por sus calles se siente perseguido, que desde la puerta del callejón que acabas de pasar ya te están chequeando. Parecen francotiradores hambrientos. Uno así camina paranoico y hasta se olvida del fétido olor que emana de aquellos peculiares personajes, ‘los Cachineros’ de La Victoria.
Luego de que el municipio limeño los removiera, la vida en ellos no ha cambiado. Los mismos peligrosos personajes de antaño siguen esperando a sus víctimas en el lugar de siempre, en la misma esquina.
Los delincuentes insultan y amenazan a cualquiera que los moleste. A ellos les tienes que mirar bonito, con buena cara y, aunque sea, contar con una moneda de sol en tu bolsillo, por si acaso. Nada de que no tengo, porque, si no, se te vienen con todo. Esos son los más tranquilos, porque, los otros, te roban sin piedad.
Aquel barrio cerca de Manzanilla sigue siendo considerado como una zona de alto riesgo. Tan es así que a los habitantes solo les queda poner rejas, puertas dobles y vivir bajo cuatro llaves. Sus casas están sin tarrajear y en sus ventanas cuelgan todo tipo de prendas.
Cuando decides husmear el perímetro de la zona, volteas la mirada y notas que hay gente atrás que manosea lo que está en venta, y haces lo mismo. Le preguntas el precio a uno de ellos, te dice uno y al segundo te lo rebaja, pero luego te pregunta “cuál es tu oferta, tú pones el precio”.
Pero las cosas que ahí se comercializan no están muy cómodas. Por ejemplo, cuando le pregunté a uno de estos señores a cuánto me vendía aquel cuadro de marco marrón donde está retratada una virgen, me dijo, a secas y sin mirarme, “doscientos cincuenta soles, nada menos”. Tenía, pues, una gran razón: la pintura pertenecía a la Escuela Cuzqueña. Estaba intacta, lista para colgar y se podría decir que su decoración era de estilo barroco.
Por casualidad, a la otra esquina, divisé un saca corcho que estuve buscado por todas las tiendas del Cuzco en diciembre último. Claro, cualquiera diría “si acá en Lima hay bastante”. Sí, pero aquél era como una pequeña navaja, de siete centímetros de largo y dos de ancho, y de acero inoxidable.
Encontré uno en Metro pero a veinticinco soles. Obviamente no lo compré. Pero ese domingo vi el mismo abridor y pregunté su precio: diez soles. Para no perder la costumbre, no llevé dinero. El señor me vio muy interesado por el objeto. Yo lo tenía en mis manos, dibujaba con mis dedos su entorno y lo empuñé: cabía en mi él. Entonces, cuando me vio resignado, me dijo: “ven el próximo domingo, te lo dejo a cinco soles, estoy aguja”. Lo mismo me ocurrió con una batería original para mi cámara de video.
Así, con paciencia y cuidado, cualquiera de nosotros puede encontrar en ese lugar su billetera recién comprada o su zapatilla que se le baratearon en Gamarra o en Polvos Azules y hasta el polo que tu hermana adquirió en Riplay.
A “Tacora” acude gente que en su mayoría vive en Barrios Altos, El Agustino, La Victoria y Cercado de Lima. Las custer que pasan por ahí cierran sus ventanas y los pasajeros miran extraños a tanta gente que visita el lugar. Ahí, el calor, sumado al olor a basura, da dolor de cabeza.
Cuando uno rodea la manzana ve en las manos de cada vendedor una botella de cerveza, un anisado o un cuba libre, si no es uno de estos, cualquier licor de a sol que venden por ahí; por supuesto, esto último lo adquieren los que no ha tenido un buen día.
Poco a poco, los ‘cachineros’ se han apoderado nuevamente de las calles y veredas para seguir haciendo de las suyas. Entre ellos y los pirañitas parece haberse firmado un pacto: te vas a las 3 p.m. o te robo. Así decían los que a las 2.30 p.m. ya estaban guardando sus cosas. “no compare, tenemos que irnos antes de que salgan los pirañas pe, si no ya fuimos”.
La remodelación de Tacora comenzó hace más de un año y medio. La comuna capitalina rehabilitó el pavimento entre la avenida Grau y la avenida México. Para ello retiraron a unos nueve mil ‘cachineros’ que se resistían a salir de este mundo del hampa y la informalidad, según indica un diario limeño.
Mientras esta gente sigue viviendo al margen de la ley, sus ilícitos negocios siguen prosperando. A nadie les pagan, a nadie responden, y hacen de esas cuadras su centro de operaciones.
La policía está, pero no actúa, la ves pintada en una esquina, y, con seguridad, los serenos del municipio yacen tendidos en sus camas, luego de la tranca del sábado.
Apretadas calles, carretas oxidadas, humo tóxico, pasajes malolientes, comida barata, delincuentes, ratas muertas, droga y alcohol, eso es ‘Tacora’, donde todo se compra, todo se vende, donde todo se espera, hasta la misma muerte. Es tierra de nadie.
Cuando uno camina por sus calles se siente perseguido, que desde la puerta del callejón que acabas de pasar ya te están chequeando. Parecen francotiradores hambrientos. Uno así camina paranoico y hasta se olvida del fétido olor que emana de aquellos peculiares personajes, ‘los Cachineros’ de La Victoria.
Luego de que el municipio limeño los removiera, la vida en ellos no ha cambiado. Los mismos peligrosos personajes de antaño siguen esperando a sus víctimas en el lugar de siempre, en la misma esquina.
Los delincuentes insultan y amenazan a cualquiera que los moleste. A ellos les tienes que mirar bonito, con buena cara y, aunque sea, contar con una moneda de sol en tu bolsillo, por si acaso. Nada de que no tengo, porque, si no, se te vienen con todo. Esos son los más tranquilos, porque, los otros, te roban sin piedad.
Aquel barrio cerca de Manzanilla sigue siendo considerado como una zona de alto riesgo. Tan es así que a los habitantes solo les queda poner rejas, puertas dobles y vivir bajo cuatro llaves. Sus casas están sin tarrajear y en sus ventanas cuelgan todo tipo de prendas.
Cuando decides husmear el perímetro de la zona, volteas la mirada y notas que hay gente atrás que manosea lo que está en venta, y haces lo mismo. Le preguntas el precio a uno de ellos, te dice uno y al segundo te lo rebaja, pero luego te pregunta “cuál es tu oferta, tú pones el precio”.
Pero las cosas que ahí se comercializan no están muy cómodas. Por ejemplo, cuando le pregunté a uno de estos señores a cuánto me vendía aquel cuadro de marco marrón donde está retratada una virgen, me dijo, a secas y sin mirarme, “doscientos cincuenta soles, nada menos”. Tenía, pues, una gran razón: la pintura pertenecía a la Escuela Cuzqueña. Estaba intacta, lista para colgar y se podría decir que su decoración era de estilo barroco.
Por casualidad, a la otra esquina, divisé un saca corcho que estuve buscado por todas las tiendas del Cuzco en diciembre último. Claro, cualquiera diría “si acá en Lima hay bastante”. Sí, pero aquél era como una pequeña navaja, de siete centímetros de largo y dos de ancho, y de acero inoxidable.
Encontré uno en Metro pero a veinticinco soles. Obviamente no lo compré. Pero ese domingo vi el mismo abridor y pregunté su precio: diez soles. Para no perder la costumbre, no llevé dinero. El señor me vio muy interesado por el objeto. Yo lo tenía en mis manos, dibujaba con mis dedos su entorno y lo empuñé: cabía en mi él. Entonces, cuando me vio resignado, me dijo: “ven el próximo domingo, te lo dejo a cinco soles, estoy aguja”. Lo mismo me ocurrió con una batería original para mi cámara de video.
Así, con paciencia y cuidado, cualquiera de nosotros puede encontrar en ese lugar su billetera recién comprada o su zapatilla que se le baratearon en Gamarra o en Polvos Azules y hasta el polo que tu hermana adquirió en Riplay.
A “Tacora” acude gente que en su mayoría vive en Barrios Altos, El Agustino, La Victoria y Cercado de Lima. Las custer que pasan por ahí cierran sus ventanas y los pasajeros miran extraños a tanta gente que visita el lugar. Ahí, el calor, sumado al olor a basura, da dolor de cabeza.
Cuando uno rodea la manzana ve en las manos de cada vendedor una botella de cerveza, un anisado o un cuba libre, si no es uno de estos, cualquier licor de a sol que venden por ahí; por supuesto, esto último lo adquieren los que no ha tenido un buen día.
Poco a poco, los ‘cachineros’ se han apoderado nuevamente de las calles y veredas para seguir haciendo de las suyas. Entre ellos y los pirañitas parece haberse firmado un pacto: te vas a las 3 p.m. o te robo. Así decían los que a las 2.30 p.m. ya estaban guardando sus cosas. “no compare, tenemos que irnos antes de que salgan los pirañas pe, si no ya fuimos”.
La remodelación de Tacora comenzó hace más de un año y medio. La comuna capitalina rehabilitó el pavimento entre la avenida Grau y la avenida México. Para ello retiraron a unos nueve mil ‘cachineros’ que se resistían a salir de este mundo del hampa y la informalidad, según indica un diario limeño.
Mientras esta gente sigue viviendo al margen de la ley, sus ilícitos negocios siguen prosperando. A nadie les pagan, a nadie responden, y hacen de esas cuadras su centro de operaciones.
La policía está, pero no actúa, la ves pintada en una esquina, y, con seguridad, los serenos del municipio yacen tendidos en sus camas, luego de la tranca del sábado.
Apretadas calles, carretas oxidadas, humo tóxico, pasajes malolientes, comida barata, delincuentes, ratas muertas, droga y alcohol, eso es ‘Tacora’, donde todo se compra, todo se vende, donde todo se espera, hasta la misma muerte. Es tierra de nadie.
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