sábado, 4 de julio de 2015

ANDRÉS HURTADO DE MENDOZA, UN VIRREY CASAMENTERO

El virrey Andrés Hurtado de Mendoza, marques de Cañete, fue tesonero en el empeño de realizar, lo que se llama “matrimonios de Real Orden”. Decía el virrey que hombre célibe es de suyo levantisco y que nada enfrena tanto como el matrimonio la turbulencia de la sangre. Un soltero que vive con la capa al hombro y sin grillos para el corazón esta a toda hora dispuesto para aventuras y motines. Si Dios no quiso que el hombre estuviera solo sobre la tierra, menos debía quererlo ni tolerarlo el rey, que es su representante. A casar gente, se ha dicho.
Cuenta don Ricardo Palma, que una tarde fue el virrey a visitar al oidor Santillán y lo recibió en el salón de la casa, su sobrina doña Beatriz, una hembra de muy bien ver. Era doña Beatriz una viudita que se aproximaba a los treinta, recatada y hacendosa, sin hijos ni cojijos, codiciable de rostro y de cuerpo, y con bienes que le aseguraban una renta de quinientos pesos al mes. No era, créanmelo ustedes, mal bocado para un goloso.
Al virrey le fue muy simpática la joven: pero como él no estaba ya para trotes ni trajines con Venus, se conformó con relamerse los labios y murmurar: ¡ Quién pudiera¡.
De su conversación con doña Beatriz, sacó su excelencia en limpio que el cenojil y las tocas de la viudez le traían fastidiado, y que no haría ascos al nuevo matrimonio. El marqués propuso casarla de su mano y apadrinar la boda, si bien todavía faltaba lo principal que era el novio, y pasóse toda aquella noche cavilando. Él no quería para su futura ahijada un hombre de poco más o menos, sino el mozo más gallardo que hubiera en Lima en disponibilidad para marido. Y después de pasar en mientes revista a los solteros, fijóse en don Diego López de Zuñiga, joven que tenía aproximadamente la edad de Cristo, que es la de lujo y empuje en el varón, y muy gentil de persona.
Don Diego López, pertenecía a una familia hidalga de Castilla, y había comprobado lo inquieto de su carácter con la activa parte que tomara en las pasadas rebeldías . Sangre revolucionaria retozaba en su cuerpo y siempre se le veía entre los descontentos que soñaban con armar de nuevo la gorda.
Es una lástima, se dijo el virrey, que tan gallardo mancebo vaya a rematar en la horca. Quiera que no quiera, a ojos cigarritas lo casó y lo salvo.
Hurtado de Mendoza, mandó llamar a López de Zuñiga y le dijo: “Vuestra merced, señor don Diego mire lo que hace, y déjese de locuras , que si lo que ha menester es posición y dinero, yo me ocupo en cambiar su mala suerte en venturosa.
Después de agradecer don Diego las pruebas de personal afecto que el virrey le daba, manifestó que realmente había estado siempre quejoso del G8obierno, porque éste no premiara sus servicios a la altura de sus merecimientos, pues apenas se le había dado un repartimiento que le producía mil duros  al año, cuando otros que valían menos que él habían sido favorecidos con bocados suculentos.
El virrey oyó con benevolencia sus quejas y le contesto: “No le falta del todo razón a vuestra merced; pero en mi mano no está hacerle servicio a costa del Estado, que ya lo de los repartimientos es mina agotada. Vuélvase vuestra merced mañana, que nos entenderemos, y no sólo será rico, sino envidiado”.
Esa noche volvió el virrey a visitar a doña Beatriz y le participó que había tomado a su cargo casarla con el hombre más buen mozo de Lima, y que esperaba de ella obediencia al propósito. Animose la joven a preguntar quién era el galán del romance, y cuando supo que se trataba de don Diego López de Zúñiga, se llenó de júbilo y le dio un brinco el corazón y premió con un abrazo al viejo zurcidor de matrimonios. La viudita se diría para entretelas de su alma, como la doctora de Ávila, cundo bajo obediencia le impuso su superiora que no ayunase.
Co esto quedó más obligado el marqués a realizar la boda, y cuando al día siguiente, puntual a la cita, se presentó López de Zúñiga, el virrey lo recibió diciéndole: “venga acá, hombre feliz, que va a saltar dee gozo cuando sepa la dicha que le aguarda. ¿Conoce vuestra merced a doña Beatriz Santillán?”.
Contestó el interpelado: “hermosísima dama, por mi fe”.
Y añadió el marqués: “y rica, y sin hijos, y sin suegra – añadió el marqués ¿Le parece a vuestra merced saco de alacranes?
“No señor, que tengo a doña Beatriz por un pino de oro”.
“Pláceme oírlo, ¿Quisiera vuestra merced por esposa”?
Pregunta tan a quemarropa hecha dejó por un instante en suspenso al mancebo.
Al cabo de unos segundos el mancebo contesto: “no señor virrey”.
Aquí fue su excelencia el asombrado, y creyendo haber oído mal balbuceó: ¡Cómo…cómo! ¿Cómo es eso?
Qué no quiero casarme con doña Beatriz; esta dicho
 Pues se casará o se lo llevará el diablo conmigo, don bellaco – insistió irritado don Andrés.
“Pues si es preciso,, señor virrey, iré a la horca…: pero no me casaré”.
Y a la horca irá…¡Carámbanos! ¡Habráse visto “burro de Lindajara”, que se iba  al aserrín  y no a la paja!.
Hurtado de Mendoza no volvía en si de su asombro. Se levantó de su asiento y dio a pasos precipitados un paseo por la habitación. Al fin, un poco más sereno, se detuvo delante del joven  y a calzón quitado le preguntó:  ¿Tiene vuestra merced  algo que alegar contra la honestidad y virtud de doña Beatriz?.
Don Diego se apresuró a contestar: Líbreme el cielo, de empeñar en lo menor su honra, y créame vuecencia que si alguien osase tildarla, daga traigo para cortarle la lengua. No me caso porque soy pobre y ella rica, y no codicio mujer que me mantenga.
Y este ultimátum, por más que argumentó el virrey, no consiguió  que apease el de Zúñiga, quien tenía la altivez  y dignidad características del castellano antiguo. Esos hombres eran incotizables en la bolsa del mundo.    
El virrey, que era todo un cascarrabias (y tanto es así que murió de una rabieta), puso término a la conferencia ordenando el encarcelamiento de don Diego de Zúñiga. No se conformaba el virrey con que habiéndose metido a casamentero le desdeñasen la novia.
¿Y ahorcó a don Diego, como se lo había ofrecido? No, precisamente; pero con el pretexto de que era hombre peligroso en el Perú, lo envio desterrado a España.

En cuanto a doña Beatriz, parece que las calabazas de don Diego la hiciern mella en el alma, porque desdeñando otros partidos que le propuso el virrey casamentero, emprendió a la muerte de su tío el oidor, un viaje al Cuzco, donde se metió monja en Santa Clara, que fue el primer monasterio que hubo en el Perú, siendo su fundación en el año de 1560, antes del de la Emancipación, en Lima 

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