El virrey
Andrés Hurtado de Mendoza, marques de Cañete, fue tesonero en el empeño de
realizar, lo que se llama “matrimonios de Real Orden”. Decía el virrey que
hombre célibe es de suyo levantisco y que nada enfrena tanto como el matrimonio
la turbulencia de la sangre. Un soltero que vive con la capa al hombro y sin
grillos para el corazón esta a toda hora dispuesto para aventuras y motines. Si
Dios no quiso que el hombre estuviera solo sobre la tierra, menos debía quererlo
ni tolerarlo el rey, que es su representante. A casar gente, se ha dicho.
Cuenta don
Ricardo Palma, que una tarde fue el virrey a visitar al oidor Santillán y lo recibió
en el salón de la casa, su sobrina doña Beatriz, una hembra de muy bien ver.
Era doña Beatriz una viudita que se aproximaba a los treinta, recatada y
hacendosa, sin hijos ni cojijos, codiciable de rostro y de cuerpo, y con bienes
que le aseguraban una renta de quinientos pesos al mes. No era, créanmelo ustedes,
mal bocado para un goloso.
Al virrey le
fue muy simpática la joven: pero como él no estaba ya para trotes ni trajines
con Venus, se conformó con relamerse los labios y murmurar: ¡ Quién pudiera¡.
De su
conversación con doña Beatriz, sacó su excelencia en limpio que el cenojil y
las tocas de la viudez le traían fastidiado, y que no haría ascos al nuevo
matrimonio. El marqués propuso casarla de su mano y apadrinar la boda, si bien todavía
faltaba lo principal que era el novio, y pasóse toda aquella noche cavilando. Él
no quería para su futura ahijada un hombre de poco más o menos, sino el mozo
más gallardo que hubiera en Lima en disponibilidad para marido. Y después de pasar
en mientes revista a los solteros, fijóse en don Diego López de Zuñiga, joven
que tenía aproximadamente la edad de Cristo, que es la de lujo y empuje en el
varón, y muy gentil de persona.
Don Diego
López, pertenecía a una familia hidalga de Castilla, y había comprobado lo
inquieto de su carácter con la activa parte que tomara en las pasadas rebeldías
. Sangre revolucionaria retozaba en su cuerpo y siempre se le veía entre los
descontentos que soñaban con armar de nuevo la gorda.
Es una
lástima, se dijo el virrey, que tan gallardo mancebo vaya a rematar en la horca.
Quiera que no quiera, a ojos cigarritas lo casó y lo salvo.
Hurtado de
Mendoza, mandó llamar a López de Zuñiga y le dijo: “Vuestra merced, señor don
Diego mire lo que hace, y déjese de locuras , que si lo que ha menester es posición
y dinero, yo me ocupo en cambiar su mala suerte en venturosa.
Después de
agradecer don Diego las pruebas de personal afecto que el virrey le daba,
manifestó que realmente había estado siempre quejoso del G8obierno, porque éste
no premiara sus servicios a la altura de sus merecimientos, pues apenas se le
había dado un repartimiento que le producía mil duros al año, cuando otros que valían menos que él habían
sido favorecidos con bocados suculentos.
El virrey oyó
con benevolencia sus quejas y le contesto: “No le falta del todo razón a vuestra
merced; pero en mi mano no está hacerle servicio a costa del Estado, que ya lo
de los repartimientos es mina agotada. Vuélvase vuestra merced mañana, que nos
entenderemos, y no sólo será rico, sino envidiado”.
Esa noche
volvió el virrey a visitar a doña Beatriz y le participó que había tomado a su
cargo casarla con el hombre más buen mozo de Lima, y que esperaba de ella
obediencia al propósito. Animose la joven a preguntar quién era el galán del
romance, y cuando supo que se trataba de don Diego López de Zúñiga, se llenó de
júbilo y le dio un brinco el corazón y premió con un abrazo al viejo zurcidor
de matrimonios. La viudita se diría para entretelas de su alma, como la doctora
de Ávila, cundo bajo obediencia le impuso su superiora que no ayunase.
Co esto
quedó más obligado el marqués a realizar la boda, y cuando al día siguiente,
puntual a la cita, se presentó López de Zúñiga, el virrey lo recibió
diciéndole: “venga acá, hombre feliz, que va a saltar dee gozo cuando sepa la
dicha que le aguarda. ¿Conoce vuestra merced a doña Beatriz Santillán?”.
Contestó el
interpelado: “hermosísima dama, por mi fe”.
Y añadió el
marqués: “y rica, y sin hijos, y sin suegra – añadió el marqués ¿Le parece a
vuestra merced saco de alacranes?
“No señor,
que tengo a doña Beatriz por un pino de oro”.
“Pláceme oírlo,
¿Quisiera vuestra merced por esposa”?
Pregunta tan
a quemarropa hecha dejó por un instante en suspenso al mancebo.
Al cabo de
unos segundos el mancebo contesto: “no señor virrey”.
Aquí fue su
excelencia el asombrado, y creyendo haber oído mal balbuceó: ¡Cómo…cómo! ¿Cómo es
eso?
Qué no
quiero casarme con doña Beatriz; esta dicho
Pues se casará o se lo llevará el diablo
conmigo, don bellaco – insistió irritado don Andrés.
“Pues si es
preciso,, señor virrey, iré a la horca…: pero no me casaré”.
Y a la horca
irá…¡Carámbanos! ¡Habráse visto “burro de Lindajara”, que se iba al aserrín
y no a la paja!.
Hurtado de
Mendoza no volvía en si de su asombro. Se levantó de su asiento y dio a pasos
precipitados un paseo por la habitación. Al fin, un poco más sereno, se detuvo
delante del joven y a calzón quitado le
preguntó: ¿Tiene vuestra merced algo que alegar contra la honestidad y virtud
de doña Beatriz?.
Don Diego se
apresuró a contestar: Líbreme el cielo, de empeñar en lo menor su honra, y créame
vuecencia que si alguien osase tildarla, daga traigo para cortarle la lengua.
No me caso porque soy pobre y ella rica, y no codicio mujer que me mantenga.
Y este ultimátum,
por más que argumentó el virrey, no consiguió que apease el de Zúñiga, quien tenía la
altivez y dignidad características del
castellano antiguo. Esos hombres eran incotizables en la bolsa del mundo.
El virrey,
que era todo un cascarrabias (y tanto es así que murió de una rabieta), puso término
a la conferencia ordenando el encarcelamiento de don Diego de Zúñiga. No se
conformaba el virrey con que habiéndose metido a casamentero le desdeñasen la
novia.
¿Y ahorcó a
don Diego, como se lo había ofrecido? No, precisamente; pero con el pretexto de
que era hombre peligroso en el Perú, lo envio desterrado a España.
En cuanto a
doña Beatriz, parece que las calabazas de don Diego la hiciern mella en el
alma, porque desdeñando otros partidos que le propuso el virrey casamentero, emprendió
a la muerte de su tío el oidor, un viaje al Cuzco, donde se metió monja en
Santa Clara, que fue el primer monasterio que hubo en el Perú, siendo su
fundación en el año de 1560, antes del de la Emancipación, en Lima
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