Ricardo
Palma, creía que el sustantivo “guaragua”, en la acepción de contorneo en el
andar o de perfiles y rodeos ociosos en las acciones y en la conversación, era
un limeñísimo puro, nacido en el siglo XIX. “Pero me ha hecho caer en mi asno
de lectura de un pasquín, que allá por los fines de 1658, apareció en la puerta
del Palacio Arzobispal y de gobierno”.
Dice así:
¡Vitor
el rey español/ que no entiende de guaraguas!/Ni para aguas paraguas, /ni para
sol parasol. ¡Vitor el rey español!
¿Qué
motivó este pasquín? ¿Cuál el entripado de sus paranomasias? Esto es lo que se
va a contar para que el lector lo entienda.
Un grave
entredicho había entre el arzobispo de Lima, don Pedro de Villagómez, sobrino
de Santo Toribio, y el virrey conde de Alba de Liste y Villaflor, don Luis
Henríquez de Guzmán.
Como es
sabido, este virrey vivió rompiendo lanzas
con la Inquisición de Lima y el Metropolitano, mereciendo que el
fanático pueblo lo bautizase con el apodo de virrey hereje. Dejando a un lado
sus querellas con el Santo Oficio, acusáronlo ante el soberano de haber
demorado por quince días la promulgación de una real cédula de Felipe IV, por la que dispuso Su
Majestad que la Universidad de San
Marcos no confiriese grado de bachiller, licenciado o doctor, sin que
previamente firmase el aspirante juramento de defender la pureza de la Virgen,
concebida sin pecado original. No hubo en este retardo malicia por parte del
virrey, sino una de esas distracciones o descuidos a que en nuestras oficinas
son dados los subalternos y hasta los portapliegos; pero el chisme llego a
España, y aunque con suavidad en los términos, vinole al de Alba de Liste una
reprimenda, que no otra cosa significaba el consejo de que en lo sucesivo
“fuese menos tibio en su religiosidad.
De
Madrid le participó un amigo palaciego a su excelencia que el chisme era de
origen arzobispal, y fácil de adivinar que si antes virrey y arzobispo se
mascaban y no se tragaban, después de la repasada regia no les faltaría más que darse de
mordiscones.
En esta
hostil disposición de ánimos, y dividida la sociedad limeña en partidos, uno
por su excelencia y otros por su ilustrísima, llegó la fiesta del Corpus de3l
año 1657. La procesión fue solemnísima, esplendida. Hasta el sol estuvo
reverberante y picador.
El
virrey iba cirio en mano con la cabeza descubierta, mientras el arzobispo se
resguardaba de los de los rayos de “Febo” bajo un lujoso quitasol o baldaquino
de Damasco con flecos de oro, sostenido por uno de sus familiares.
Había la
procesión descendido las gradas de la
Catedral y hallábase la comitiva oficial frente al Sagrario cuando el de Alba
de Liste se detuvo.
¿Qué
pasaba?. Lo que todo el mundo veía era que un capitán de la guardia del virrey
se acercó al arzobispo, le habló casi al oído, volvió donde su excelencia, le
dijo algo sottovoce, regresó donde el
señor Villagómez, tornó donde su excelencia, y la procesión sin dar paso.
Al fin
el arzobispo se separó de su puesto y se metió en su palacio, frente a cuya
puerta estaba. Y la procesión siguió su curso.
Era el
caso que el de Alba de Liste le había mandado decir a su ilustrísima que cuando
el representante del monarca iba descubierto ante el rey de reyes, no podía,
sin mengua del patronato y prestigio real, consentir en que el arzobispo fuese
a cubierto del sol.
El
arzobispo, después de la réplica y contrarréplica, optó por retirarse…, pero
sin cerrar su quitasol.
¡O somos
o no somos!
Ya se imaginarán
ustedes el toletole y polvareda que el incidente levantaría. Si no hubo
revolución fue…porque todavía no estábamos locos de remate.
Cuestión
idéntica sobre el quitasol arzobispal hubo en el siglo pasado entre el ilustrísimo
Barroeta y el virrey manso de Velasco. Terminó con la traslación de Barroeta al
arzobispado de Granada en España.
Por
supuesto que la querella ente el señor Villagómez y el conde fue hasta la
corte. Su Majestad don Felipe IV se vio de los hombres más apurados para fallar.
Sus simpatías estaban en favor del
virrey, que no había hecho más que mantener muy en alto los fueros del patrono;
pero el cardenal arzobispo de Toledo defendió, en los consejos del rey, la
conducta del señor Villagómez como quien aboga en causa propia.
¿Qué
hacer? No dar la razón al uno ni al otro, declarar tablas la partida, y eso fue
lo que hizo Felipe IV.
Por real
cédula de 13 de marzo de 1658 se dispuso que ni virrey ni arzobispo usasen
quitasol en las procesiones, que es lo que aludía el pasquín.
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