Cuenta don Ricardo
Palma, en sus Tradiciones Peruanas que por los años de 1640 llegó a la villa
imperial de Potosí el maestre de campo don Antonio López Quirós, castellano a
las derechas, católico rancio, bravo, generoso y entendido. La fortuna tomó a
capricho ampararlo en todas sus empresas; y minas como las de Cotamito,
Amoladera y Candelaria, abandonadas por sus primitivos dueños como pobrísimas
de metales, se declararon en boya apenas pasaron a ser
propiedad del maestre. En Oruro, Aullagas y Puno adquirió también minas que en
riqueza y abundancia de metales podían competir con las de Potosí.
Tres mil llamas al
cuidado de un centenar de indios tenía constantemente ocupados en transportar
desde Arica hasta Potosí los azogues de Almadén y Huancavelica. No osando nadie
hacerle competencia, puede decirse que, sin necesidad de real privilegio,
nuestro castellano tenía monopolizado artículo tan precioso para beneficio de
los metales.
En sus minas, haciendas
e ingenios empleaba sesenta mayordomos o administradores, con sueldo de cien
pesos a la semana, y daba ocupación y buen salario a poco más de cuatro mil
indios.
Para dar una idea de la
(que si uniformemente no la testificaran muchos historiadores,
tendríamos por fabulosa) fortuna de Quirós, nos bastar referir que en 1668, a
poco de llegado a Lima el virrey conde de Lemos, propúsose nuestro minero
hacerle una visita, y salió de Potosí trayendo valiosísimos obsequios para su
excelencia.
El conde de Lemos, a
pesar de su beatitud y de ayudar la misa y de tocar el órgano en la iglesia de
los Desamparados, era gran amigo del fausto y se trataba a cuerpo de rey.
Pensaba mucho en el esplendor de las procesiones y fiestas religiosas y en la
salvación de su alma; pero esto no embarazaba para que se ocupase también de
las comodidades y regalo del cuerpo.
Conversando un día con
Quirós el mayordomo del virrey, dijo éste que su señor era todo lo que había
que ser de ostentoso y manirroto.
-Supóngase vuesa merced
-decía el fámulo- si el señor conde será rumboso, cuando me da quinientos pesos
semanales para los gastos caseros.
-¡Gran puñado de moscas!
-exclamó el maestre-. Quinientos pasos gasto yo a la semana en velas de sebo
para mis ingenios y haciendas. Y no hay que creerlo chilindrina, lectores míos.
Así era la verdad.
Para poner punto al
relato de las riquezas de Quirós, transcribiremos estas líneas, escritas por un
su contemporáneo: «Gastó en la infructuosa conquista del gran Paititi más de
dos millones de plata; y a este modo tuvo otros desagües con su gran riqueza,
la cual era en tanta suma que ignoraba el número de millones que tenía.
Desocupando en cierta ocasión un cuarto, hallaron los criados en un rincón una
partida de dos mil marcos en piñas que no supo cuándo las había presto allí.
Los quintos que dio a su majestad pasaron de quince millones, que es cosa que
espanta, y esto se sabe por los libros reales, por donde se puede considerar
qué suma de millones tendría de caudal».
Convengamos en que su
merced no era ningún pobre de hacha, nombre que se daba en Lima a
los infelices que, por pequeña pitanza, concurrían cirio en mano al entierro de
personas principales y que hacían coro al gimotear de las plañidoras o
lloronas.
Que trata de un milagro que le colgaron al apóstol Santiago, patrón del Potosí
Residía en la imperial villa un
honradísimo mestizo, cuya fortuna toda consistía en veinte mulas, con las que
se ocupaba en transportar metales y mercaderías. Como se sabe, en el
frigidísimo Potosí escasea el pasto para las bestias, y nuestro hombre acostumbraba
enviar por la tarde sus —65→ veinte mulas a Cantumarca,
pueblecito próximo, donde la tierra produce un gramalote que sirve de alimento
a los rumiantes.
Una mañana levantose el
arriero con el alba y fue a Cantumarca en busca de sus animales; pero no
encontró ni huellas. Echose a tomar lenguas y sacó en limpio la desconsoladora
certidumbre de que su hacienda había pasado a otro dueño.
Afligidísimo regresó el
arruinado arriero a Potosí, y pasando por la iglesia de San Lorenzo, sintió en
su espíritu la necesidad de buscar consuelo en la oración. Tan cierto es que
los hombres; aun los más descreídos, nos acordamos de Dios y elevamos a él
preces fervorosas cuando una desventura grande o pequeña nos hace probar su
acíbar.
El mestizo, después de
rezar y pedir al apóstol Santiago que hiciese en su obsequio un milagrito de
esos que el santo a quien tantos atribuían hacía entonces por debajo de la
pierna, levantose y se dispuso a salir del templo. Al pasar junto al cepillo de
las ánimas metió mano al bolsillo y sacó un peso macuquino, único
caudal que le quedaba; pero al ir a depositar su ofrenda ocurriole más piadoso
pensamiento.
-¡No! Mejor será que mi
última blanca se la dé de limosna al primer pobre que encuentre en las gradas
de San Lorenzo. Perdonen las ánimas benditas, que sus mercedes no necesitan
pan.
Las gradas de San
Lorenzo en Potosí, como las gradas de la catedral de Lima, desde Pizarro hasta
el pasado siglo eran el sitio donde de preferencia afluían los mendigos, los
galanes y demás gente desocupada. Las gradas eran el mentidero público
y la sastrería donde se cortaban sayos, se zurcían voluntades y se
deshilvanaban honras.
Aquella mañana el sol
tenía pereza para dorar los tejados de la villa, y entre si salgo o no salgo
andábase remolón y rebujado entre nubes. Las gradas de San Lorenzo estaban
desiertas, y sólo se paseaba en ellas un viejecito enclenque, envuelto en una
capa, vieja como él, pero sin manchas ni remiendos, y cubierta la cabeza con el
tradicional sombrero de vicuña.
Nuestro arriero pensó:
«¡Cuánta será la gazuza de ese pobre cuando, con el frío que hace, ha madrugado
en busca de una alma caritativa!».
-Dios se lo pague,
hermano -contestó sonriéndose el mendigo-, y cuente que si el milagro es
hacedero se lo hará Santiago, y con creces, en premio de su caridad y de su fe.
Tres días pasaron, y
notorio era ya en Potosí que unos pícaros ladrones —66→ habían dejado
mano sobre mano a un infeliz arriero. En cuanto a éste, cansado de pesquisas y
de entenderse con el corregidor y el alcalde y los alguaciles, comenzaba a
desesperar de que Santiago se tomase la molestia de hacer por él un milagro
cuando en la mañana del cuarto día se le acercó un mestizo y le dijo:
El arriero no conocía al
maestre de campo más que por la fama de su caudal y por sus buenas acciones y
larguezas; así es que, sorprendido del llamamiento, dijo:
-Véngase conmigo,
compadre, y déjese de imaginaciones, que lo que fuere ya se lo dirá don
Antonio. Despabílese, amigo, que al raposo durmiente no le amanece la gallina
en el vientre.
Llegado el arriero a
casa de Quirós, encontró en la sala al mendigo de las gradas de San Lorenzo,
quien lo abrazó afectuosamente y le dijo:
-Hermano, tanto he
pedido a Santiago apóstol, que ha hecho el milagro, y con usura. Vuélvase a su
casa y hallará en el corral, no veinte, sino cuarenta mulas del Tucumán. ¡Ea! A
trabajar... y constancia, que Dios ayuda a los buenos.
Y esquivándose a las
manifestaciones de gratitud del arriero, dio un portazo y se encerró en su
cuarto.
«Vestía habitualmente en
Potosí -dice un cronista- calzón y zamarra de bayeta, capa de paño burdo y
toscos zapatos, no diferenciándose su traje del de los pebres y trabajadores».
¡Dios te la depare buena!
Asegura Bartolomé Martínez Vela en sus Anales, que el maestre de campo López Quirós pretendió merecer de su majestad el título de conde de Incahuasi, y que su pretensión fue cortésmente desechada por el rey. Paréceme que si entre ceja y ceja se le hubiera metido al archimillonario obtener, no digo un simple pergamino de conde, sino un bajalato de tres colas, de fijo que se habría salido con el empeño. ¡Bonito era Carlos II para hacer ascos a la plata! Bajo su reinado se vendieron en América por veinte mil duretes más de sesenta títulos de condes y marqueses. Precisamente —67→ en solo el Perú creó los condados de Monterrico, Valleumbroso, Zelada de la Fuente, Otero y Villablanca, y los marquesados de Villafuerte, Castillejo, Corpa, Concha, Vega del Ren, Cartago, Montemar, Sierrabella, Lurigancho, Villahermosa, Moscoso y Sotoflorido. Quede, pues, sentado que si nuestro minero no llegó a calzarse un título de Castilla fue porque no le dio su regalada gana de pensar en candideces.
A propósito del apellido
Quirós, recordamos haber leído en un genealogista que el primero que lo llevó
fue un soldado griego llamado Constantino, el cual en una batalla contra los
moros, allá por los años de 846, viendo en peligro de caer del caballo al rey
don Ramiro voló en su socorro, gritando ¡is Kirós! ¡is Kirós! (¡tente
firme!, ¡no te rindas!), y ayudando al rey a levantarse diole sus armas y
caballo. El monarca quiso que en memoria de la hazaña tomase el apellido de Quirós,
dándole por divisa escudo de plata y dos llaves de azur en aspas, anguladas de
cuatro rosas y cuatro flores de lis, un cordón en orla, y en una bordura este
mote: Después de Dios, la casa de Quirós. El solar de la familia se
fundó en el castillo de Alba, en Asturias, después del matrimonio de
Constantino con una hija de Bernardo del Carpio. Cuando la conquista de
Granada, hubo un Quirós tan principal y valeroso que los Reyes Católicos lo
llamaban el rey chiquito de Asturias.
Refiéranse de Quirós, el
de Potosí, excentricidades que hacen el más cumplido elogio de su carácter y
persona. Apuntaremos algunas:
Cuando le denunciaban
robos de gruesas sumas que le hacían sus mayordomos, don Antonio se conformaba
con destituir al ladrón y daba su plaza al denunciante, diciendo: «No menear el
arroz aunque se pegue. Veamos si éste ha obrado por envidia o por lealtad».
En una ocasión le
avisaron que uno de sus administradores había ocultado piñas de plata por valor
de seis mil pesos. Reconvenido por Quirós, contestó el infiel dependiente que
había robado por dar dote a una hija casadera.
-La franqueza y el
propósito te salvan, que quien no cae no se levanta -le dijo el patrón-.
Llévate los seis mil, y que tu hija se confortase con esa dote, que no todas
las muchachas bonitas nacen hijas de emperadores o de Antonio López Quirós.
Y en verdad que las dos
hijas de nuestro personaje, al casarse con dos caballeros del hábito de
Santiago, llevaron una dote que abriría el apetito al mismo autócrata de todas
las Rusias.
Presentose un joven,
sobrino de un título de Castilla, pidiéndole protección. Quirós le dijo que la
ociosidad era mala senda, y que lo habilitaría con cinco mil pesos para que
trabajase en el comercio. El hidalgüelo sin blanca se dio por agraviado, y
contestó que él no envilecería sus pergaminos —68→ viviendo como un
hortera plebeyo tras de un mostrador. Nuestro minero le volvió la espalda,
murmurando: «Si tan caballero, ¿por qué tan pobre? Y si tan pobre, ¿por qué tan
caballero?».
Durante los días de
semana santa acostumbraba Quirós sentarse por dos horas en el salón de su casa,
rodeado de sacos de plata y teniendo en la mano una copa de metal, la cual
metía en uno de los sacos, y la cantidad que en ella cupiera la daba de limosna
a cada pobre vergonzante que se le acercaba en esos días. Supongo que aquella
casa estaría más concurrida que el jubileo magno.
Con personas de otro
carácter que iban donde él a solicitar un donativo, empleaba un curioso
expediente. En un cuarto tenía multitud de cajones clavados en la pared. Las
dimensiones de ellos eran iguales, y en cada uno podía encerrarse holgadamente
un talego de a mil. Quirós ponía en algunos toda esta suma, y en los demás la
iba proporcionalmente disminuyendo hasta llegar a un poso. Todos los cajones
estaban numerados; y cuando don Antonio tenía que habérselas con uno de los
llamados hoy pobres de levita y que entonces se llamarían pobres
de capa larga, conducíalo al cuarto, diciéndole:
Entre col y col...
Entre los manuscritos de la Biblioteca de
Lima existe un libro, de autor anónimo, que creemos escrito en 1790. Titúlase Viaje
al globo de la luna, y uno de sus capítulos está consagrado al hablar
extensamente de las riquezas de Potosí y el Titicaca. Dice que desprendido en
1681 un crestón del Illimani, se sacó de él tanto oro, que se vendía como el
trigo o el maíz, y que en tiempo del virrey marqués de Castelfuerte se compró
por su orden una pepita que pesaba cuarenta y cuatro libras.
Hablando de las minas de
plata, cuenta el mismo autor anónimo que un minero de San Antonio de
Esquilache, asiento de Chucuito, al retirarse del trabajo arrendó su mina por
mil cuarenta pesos diarios; que en la mina de Huacullani la libra de metal sólo
tenía cuatro onzas de tierra, siendo plata lo restante, y que allí se encontró
la célebre mesa de plata maciza al cuyo alrededor podían comer cien hombres
holgadamente.
Leemos en ese libro que
un soldado, no creyendo bien premiados sus servicios por el presidente La
Gasca, se dirigió a Carangas, donde, en un —69→ arranque de
cólera, dio un puntapié sobre un crestoncillo, descubriendo una veta tan rica
que hizo en breve poderosos a cuantos la trabajaron. Esa fue la conocida con el
nombre de Mina de los Pobres.
Refiere el autor que una
mina, llamada la Hedionda, producía cerca de dos mil marcos por
cajón; pero que no puede explotarse por ser mortíferas sus emanaciones.
Larguísimo extracto
podríamos hacer de las curiosas noticias que contiene este interesante manuscrito.
Para satisfacer al lector bastará que hagamos un sumario de las materias de que
trata cada capítulo de la obra.
En el capítulo I se
ocupa el autor de discutir sobre la posibilidad de la navegación aérea, y por
incidencia consagra tres páginas a Santiago de Cárdenas el Volador, limeño que
en la época del virrey Amat escribió un libro describiendo un aparato para
viajar por los aires.
El capítulo II contiene
una importantísima disertación sobre la coca, su cultivo y propiedades, y un
estudio, también muy notable, sobre la despoblación de España y población de
las Indias.
Los capítulos III y IV
están consagrados a noticias sobre los sistemas para beneficiar metales, datos
sobre las minas de azogue de Huancavelica, descripción del lago Titicaca, opinión
sobre su desagüe, posibilidad de una inundación espantosa y pormenores sobre
las minas de Puno y Potosí.
Los dos últimos
capítulos son de importancia puramente científica o literaria. Expone el autor
sus teorías sobre las mareas, desviaciones de la aguja, vientos, etc., y
diserta largamente sobre el teatro y la poesía dramática.
Como se ve por este
sumario, el manuscrito del autor anónimo, que fue un español que residió muchos
años en el Perú, merece ser leído y consultado.
Discúlpesenos estos
párrafos que poca concomitancia tienen con la tradición, y concluyamos con
López Quirós.
Donde concluimos copiando un párrafo de un historiador
«Fue este caballero muy
humilde, su conversación muy decente, extrema su religiosidad y devoción, su
conciencia muy ajustada. Lo que encargaba más a sus administradores era que a
los indios les satisficiesen con puntualidad su trabajo, y que en ninguna forma
especulasen con ellos; porque de no tratarlos bien y medrar avariciosamente con
su sudor, —70→ podría Dios
castigarle quitándole lo que en tanta profusión le había dado. Finalmente,
llegó a tener tanta edad (ciento nueve años) que era necesario sustentarlo con
leche de los pechos de las mujeres, dándole de mamar. Pasó de esta vida al
descanso de la eterna por el mes de abril del año 1699. Fue muy llorado de los
pobres que, atentos a su ejemplar caridad y virtudes, decían: Después
de Dios, Quirós, estribillo que nunca morirá en Potosí, porque mejor que en
láminas y bronces está grabado en los corazones».
No hay comentarios:
Publicar un comentario