En una serena tarde de marzo del año de 1665 hallábase
reunida a la puerta de su choza una familia de indios. Componíase esta de una
anciana que se decía descendiente del gran general Ollantay, dos hijas, Carmen
y Teresa, y un mancebo llamado Tomás.
La choza estaba situada a la falda del cerro de Laycacota.
Ella con quince o veinte más constituían lo que se llama una aldea de cien
habitantes.
Mientras las
muchachas se entretenían en hilar, la madre contaba al hijo, por la milésima
vez, la tradición de su familia. Esta no es un secreto, la escribió Pío Benigno
Mesa y está publicada en los Anales del Cuzco.
Esta es la tradición de Ollantay: Bajo el Imperio del Inca
Pachacutec, noveno soberano del Cuzco, era Ollantay, curaca de Ollantaytambo,
el gran generalísimo de los ejércitos. Amante correspondido de una de las
ñustas o infantas, solicitó de Pachacutec,
y como recompensa a importantes servicios, que le acordase la mano de la joven.
Rechazada su pretensión por el orgulloso monarca cuya sangre, según las leyes
del imperio, no podía mezclarse con la de una familia que no descendiese
directamente de Manco Cápac, el enamorado cacique desapareció una noche del
Cuzco, robándose a su querida Cusicoyllor.
Durante cinco años fue imposible al Inca vencer al rebelde
vasallo, que se mantuvo en armas en las fortalezas de Ollantaytambo, cuyas
ruinas son hoy admiradas por los turistas que visitan la capital Antropológica
de América. Pero Rumiñahui, otro de los generales de Pachacutec, en secreta
entrevista con su rey, lo convenció de que más que a la fuerza, era preciso
recurrir a la maña o a la traición para sujetar a Ollantay. El plan acordado
fue tomar preso a Rumiñahui, con el pretexto de que había violado el santuario de las vírgenes del Sol. Según
lo pactado se le degradó y azotó en la plaza
pública para que, envilecido así, huyese del Cuzco y fuese a ofrecer sus
servicios a Ollantay, que viendo en él una ilustre víctima, a la que un general
de prestigio, no podía menos que dispensarle entera confianza. Todo se realizó
como inicuamente estaba previsto, y la fortaleza fue entregada por el infame
Rumiñahui, mandando el Inca decapitar a los prisioneros.
Un leal capitán salvo a Cusicoyllor y su tierna hija
Imasumac, y se estableció con ellas en la falda de Laycacota, y en el sitio
donde en 1669 debía esgrimirse la villa de San Carlos de Puno.
Concluía la anciana de referir a su hijo esta tradición,
cuando se presentó ante ella un hombre, apoyado en un bastón, cubierto su cuerpo
con un largo poncho de bayeta, y la cabeza por un ancho y viejo sombrero de fieltro. El
extranjero era un joven de veinticinco años y a pesar de la ruindad de su traje, su porte era distinguido, su rostro varonil y
simpático y su palabra graciosa y cortesana.
Dijo que era andaluz, y que su desventura lo traía a tal
punto, que se hallaba sin pan ni un hogar. Los vástagos de la hija de
Pachacutec le acordaron de buen grado la hospitalidad que demandaba.
Así transcurrieron varios meses. La familia se ocupaba en la
cría de ganado y en el comercio de lanas, sirviéndola el huésped muy útilmente. Pero la verdad era que el
joven español se sentía apasionado de Carmen, la mayor de las hijas de la
anciana y que ella no se daba por ofendida con ser objeto de las amorosas
ansias del mancebo.
Como el platonismo, en `punto de terrenales afectos, no es
eterno, llegó un día en que el galán, cansado de conversar con las estrellas en
la soledad de sus noches, se animó a hablar con la madre, y ésta, que había
aprendido a estimar al español, le dijo:
“Mi Carmen te llevara en dote una riqueza digna de la
descendencia de emperadores”.
El novio no dio por el momento importancia a la frase: pero
tres días después de realizado el matrimonio, la anciana lo hizo levantarse de madrugada y le condujo a una
bocamina, diciéndole: “Aquí tienes la dote de tu esposa”.
La hasta entonces ignorada, y después famosísima, mina de
Laycacota fue desde ese día propiedad de don José Salcedo, que tal era el
nombre del afortunado andaluz.
La opulencia de la mina y la generosidad de Salcedo y de su
hermano don Gaspar atrajeron, en breve, gran número de aventureros a Laycacota.
“Había allí plata pura y metales, cuyo beneficio dejaba
tantos marcos que pesaba el cajón. En ciertos días se sacaron centenares de
miles de pesos”.
Estas aseveraciones parecerían fabulosas si todos los
historiadores no estuviesen uniformes en
ellas.
Cuando algún español, principalmente andaluz o castellano,
solicitaba un socorro de Salcedo, este
le regalaba lo que pudiese sacar de la
mina en determinado número de horas. El obsequio importaba casi siempre por lo
menos el valor de una barra, que representaba dos mil pesos.
Muy pronto los españoles oriundos de las distintas
provincias de la península, que residían en la mina, entraron en disensiones
con los andaluces, castellanos y criollos favorecidos por Salcedo. Se dieron
batallas sangrientas con variado éxito, hasta que el virrey don Diego de
Benavides, conde de Santisteban, encomendó al obispo de Arequipa, fray Juan de
Almoguera, la pacificación de la mina. Los partidarios de los Salcedo
derrotaron a las tropas del obispo, librando mal herido al corregidor Peredo.
En estos combates, hallándose los de Salcedo, escasos de
municiones, fundieron balas de plata. No se dirá que no mataban lujosamente.
Así las cosas, aconteció en Lima la muerte de Santisteban, y
la Real Audiencia asumió el poder. El gobernador que ésta nombro para
Laycacota, viéndose sin fuerzas para hacer respetas su autoridad, entregó el
mando a don José Salcedo, que lo aceptó bajo título de justicia mayor. La
Audiencia se declaró impotente y recelando nuevos ataques de los vascongados, y
levantó y preparó una fortaleza en el cerro.
En verdad que la Audiencia tenía por entonces muchas cosas
mas importantes que ocuparse con los disturbios que promovia en Chile el
gobernador Meneses y con la tremenda y vasta conspiración del Inca Bohorques,
descubierta en Lima, casi al estallar, y que condujo al caudillo y sus
tenientes al cadalso.
El orden se había restablecido por completo en Laycacota, y
todos los vecinos estaban contentos del buen gobierno y caballerosidad de la
justicia mayor.
Pero en 1667 la Audiencia que tuvo que reconocer al nuevo Virrey, llegado de España.
Era éste el conde de Lemos, mozo de treinta y tres años, a
quien, según los historiadores, sólo faltaba sotana para ser un completo
jesuita. En casi cerca de cinco años de mando, brilló poco como administrador. Sus empresas se limitaron a enviar, aunque sin éxito, una
fuerte escuadra en persecución del bucanero Morgan, que había incendiado la
ciudad de Panamá y a apresar, en las costas de Chile a Enrique Clerk. Un año
después de su destrucción por los
bucaneros (1670), la antigua Panamá, fundada en 1518, se trasladó al lugar
donde hoy se encuentra. Dos voraces incendios, uno en febrero de 1737 y otro en
marzo de 1756, convirtieron en cenizas dos terceras partes de los edificios,
que algunos debieron ser monumentales, a juzgar por las ruinas que por aquel
entonces llamaban la atención de los viajeros.
El Virrey Conde de Lemos se distinguió únicamente por su
devoción. Con mucha frecuencia se le veía barriendo el piso de la Iglesia de
Desamparados, tocando en ella el órgano, y haciendo el oficio de cantor en la
solemne misa dominical, dándole tres pepinillos de las murmuraciones de la
nobleza, que juzgaba tales actos indignos
de un grande de España.
Dispuso este virrey, bajo pena de cárcel y multa, que nadie
pintase cruz en sitio donde pudiera ser
pisada: que todos se arrodillasen al
toque de oraciones; y escogió para padrino de uno de sus hijos al cocinero del
convento de San Francisco, que era un
negro con un “jeme de jeta y fama de santidad”.
Por cada individuo de los que ajusticiaba, mandaba celebrar
treinta misas; y consagró, por lo menos, tres horas diarias al rezo del oficio
parvo y del rosario, confesando y comulgando todas las mañanas, y concurriendo
al jubileo y a cuanta fiesta o distribución religiosa se le anunciara.
Jamás se han visto en Lima procesiones tan espléndidas como
las de entonces; y Lorente, en su Historia, trae la descripción de una en la
que trasladó desde Palacio a los
Desamparados dando largo rodeo, una imagen de María que el virrey había hecho
traer expresamente desde Zaragoza. Arco hubo en esa fiesta cuyo valor se estimó
en más de doscientos mil pesos; tal era la profusión de alhajas y piezas de oro
y plata que lo adornaban. La calle de Mercaderes lució por pavimento barras de
plata, que representaban más de dos millones de ducados. “¡ Viva el lujo y
quien lo trujo!”.
El fanático don Pedro Antonio de Castro y Andrade, conde de
Lemos, marqués de Sarria y de Gátiva y duque de Taurifranco, que cifraba su
orgullo en descender de San Francisco de Borja y que, a estar en sus manos en
cada calle de Lima un colegio de jesuitas, apenas fue proclamado en Lima, como
representante de Carlos II, “el Hechizado” se dirigió a Puno con gran aparato
de fuerza y aprehendió a Salcedo.
El justicia contaba con poderosos elementos para resistir;
pero no quiso hacerse reo de rebeldía a su rey y señor natural.
El virrey, según muchos historiadores, lo condujo preso,
tratándolo durante la marcha con extremado rigor. En breve tiempo quedó
concluida la causa, sentenciando a Salcedo a muerte y confiscando sus bienes en
provecho del real tesorero.
Como hemos dicho, los jesuitas dominaban al virrey. Jesuita
era su confesor el padre Castillo y jesuitas sus secretarios. Las crónicas de
aquellos tiempos acusan a los hijos de Loyola de haber contribuido eficazmente
al trágico fin del rico minero, que
había prestado no pocos servicios a la causa de la corona y enviado a España
algunos millones por el quinto de los provechos de la mina.
Cuando leyeron a Salcedo la sentencia, propuso al virrey que
le permitiese apelar a España, y que por el tiempo que transcurriese desde la
salida del navío hasta su regreso con la resolución de la corte de Madrid, lo
obsequiaría diariamente con una barra de plata.
Y téngase en cuenta no sólo
que cada barra de plata se valoraría en dos mil duros, sino que el viaje
del Callao a Cádiz no era realizable en menos de seis meses.
La tentación era
poderosa, y el conde de Lemos vaciló.
Pero los jesuitas le hicieron presente que mejor partido
sacaría ejecutando a Salcedo y confiscándole sus bienes.
El que más influyó en el ánimo de su excelencia fuel el
padre Francisco del Castillo, jesuita peruano que está en olor de santidad, el
cual era padrino de bautismo de don Salvador Fernández de Castro, marqués de
Almuña (título que en la Península no existe) e hijo del virrey.
Salcedo fue ejecutado en el sitio llamado Oroca-Pata, a poca
distancia de la ciudad de Puno.
Cuando la esposa de Salcedo supo del terrible desenlace del
proceso, convocó a sus deseos y les dijo: “Mis riquezas han traído mi desdicha.
Los que las codician han dado muerte afrentosa al hombre que Dios me deparó por
compañero. Mirad como le vengáis”.
Tres días después la mina de Laycacota había dado en agua, y
su entrada fue cubierta con peñas, sin que hasta hoy haya podido
descubrirse el sitio donde ella existió: “Los parientes de la mujer de Salcedo
inundaron la mina, haciendo estéril para los asesinos del justicia mayor el crimen a que la codicia
los arrastrara”.
La desolada viuda, había desaparecido, y se cree que se
sepultó viva en uno de los corredores de la mina.
Otros sostienen que la mina de Salcedo era lo que hoy se
conoce con el nombre de “Manto”. Este es
un error que debemos rectificar. La codiciada mina de Salcedo estaba entre los
cerros Laycacota y Cancharani.
El virrey, conde de Lemos, en cuyo periodo de mando tuvo
lugar la canonización de Santa Rosa, murió en diciembre de 1673, y su corazón fue enterrado bajo el altar mayor de la
iglesia de los Desamparados.
Las armas de este virrey eran, por Castro, un sol de oro
sobre gules.
En cuanto a los descendientes de los hermanos Salcedo
alcanzaron bajo el reinado de Felipe V la rehabilitación de su nombre y el título
de marqués de Villarica para el jefe de la familia.
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