viernes, 17 de julio de 2015

LOS TESOROS DE CATALINA HUANCA

Los huancas o indígenas del valle de Huancayo, constituían , a principios del siglo XI, una tribu independiente y belicosa, a la que el inca Pachacutec logró, después de fatigosa campaña, someter a su imperio, aunque reconociendo por cacique a Oto Apu-Alaya y declarándole  el derecho de transmitir título y mando a sus  descendientes.
Los huancas ( Wanka) fue un grupo étnico que se conoció desde el Período de los Estados Regionales y Organizaciones Tribales en los años 1000 - 1460 d. C. tuvo su hábitat en las provincias actuales de  Jauja, Concepción y Huancayo. Fue un pueblo guerrero, cuya economía estuvo basada en la agricultura dedicándose a la siembra y cosecha de maíz, papas y otros productos agrícolas, y en la ganadería se dedicaron al cuidado de las llamas en las tierras de la puna. La mayoría de la población radicaba en el Valle de Jatunmayo o Valle de Huancamayo,llamado desde 1782 como Valle del Mantaro.
Estudios arqueológicos plantearon que el origen de los primeros grupos para el poblamiento de la región de los Wankas, tuvo raíces en región selvática, desplazándose de algún lugar del nor-oriente hacia el sur de la sierra central del Perú. Desde Huánuco (Huargo y Lauricocha) prosiguiendo por Pasco, Junín y Huancavelica; dejando evidencias en Parimachay,Curimachay y Pachamachay en Ordes, Junin y que datan aproximadamente de 9850 a.C. (Rick y Matos 1976, Hurtado de Mendoza 1979), su desplazamiento se proyectó desde la selva central hacia el Valle del Mantaro. En el área de Jauja estudios evidencian ocupaciones de pobladores entre valles rocosos de Tutanya y Helena Puquio en Pachacayo y Canchaillo, ambos en el Distrito de Canchayllo - Jauja.(Oreficso y Mota 1984; Mallma 2002). Y en Huancayo y Chupaca también se encontraron evidencias en abrigos rocosos de Tschopik o Callavallauri (Tschopik 1948; Fung 1959; Kaulicke 1994). La presencia de material lítico en colinas como San Juan Pata en Jauja como esquirlas, lacas, núcleos y performas,  llevaron a planteamientos a esquemas cronológicos por investigadores como (Matos y Parsons 1979) y David Browman (1970) así mismo Catherine LeBlanc (1980) y Christine Hastort (1986) y en algunos casos en cerámica dejaron evidencias que permitieron plantear esquemas cronológicos, que posteriormente albergó a sociedades agro-alfareras el cual surgió la sociedad Pre-Wanka.
... "la primera ocupación fue una sociedad organizada agro-alfarera acontecida alrededor de los 800 a.C. con la fundación de la primera y única aldea Chavín de Ataura- Jauja. Un lugar estratégicamente ubicado en el extremo norte del valle; casi en el acceso del Valle del Mantaro por la ruta del norte" abstracción de: "Primeras sociedades sedentarias del Mantaro", Matos Mendieta, Ramiro (1978)
En Jauja se constituye asentamientos matrices desde donde se difunden los Xauxa, posteriormente los Wankas;3 y es en Jauja que hasta la actualidad se encuentran mayormente restos arqueológicos que datan desde el Pre cerámico, Formativo, Horizonte, Temprano, Intermedio Temprano,y  en el Horizonte Medio van a sufrir presiones foráneas de grupos provenientes del sur altiplánico como Tiahuanaco, posteriormente se producirá la migración de los Yuros, hoy en día ubicada en la Provincia de Yarowica.
Los primeros pobladores que ocuparon el Valle del Mantaro, posiblemente procedieron de las zonas altinas, de las que descendieron siguiendo el curso de los afluentes del río Mantaro. En los efugios naturales del río Cunas, en el distrito de Chupaca hay vestigios de la existencia de una sociedad cazadora nómada cuya economía estaba basada en la recolección de frutos silvestres y en la caza de camélidos andinos. Según las evidencias encontradas, la vida humana en el Valle del Mantaro tiene por lo menos 10 mil años de antigüedad.
Estos primeros pobladores, cazadores y recolectores, con el correr del tiempo experimentaron la domesticación de las plantas, es decir, descubrieron la agricultura. Al encontrar esta valiosa fuente de recursos el hombre se volvió sedentario y abandonó las cuevas para construir albergues de piedra, dando origen a las primeras aldeas, de las que existen en todo el valle, numerosos restos con una antigüedad de 3 mil años.
El hombre de Junín, poco a poco, fue perfeccionando sus herramientas de piedra, no solo para la caza de camélidos, de lo que extrajo carne para alimentarse, pellejo para cubrirse y huesos para sus usos, sino para iniciar la agricultura y la domesticación de plantas.
Con estos hechos, en la historia del hombre en la sierra central del Perú finaliza el periodo pre cerámico y comienza otra etapa en la que aparece la cerámica y luego el surgimiento de las aldeas. Aparecen, asimismo, las primeras prácticas de una religión mágica.
Por aquellos tiempos, hace aproximadamente unos 2000 años, se produce la expansión de la cultura Chavín a la Sierra Oriental, y se advierte su influencia en las diversas zonas del Valle del Mantaro. Las últimas investigaciones han encontrado importantes testimonios de la presencia de la cultura Chavín en Ataura (Jauja) y en San Blas, distrito de Ondores, Junín. Hacia 1300 a. C. aparecen los primeros brotes de cerámicas en la sierra central de estilo chavinoide y se inicia lo que se denomina el horizonte temprano.
El proceso continúa siglo tras siglo, con el correr del tiempo las aldeas que recibieron influencia de Chavín entran en decadencia y los pobladores reafirman su individualidad y se independizan de su predominio cultural. Aparecen entonces influencias de otras sociedades como la de Tiahunaco y Huari.
En el lugar denominado Huari, Ayacucho, aproximadamente 800 años a.C. aparece el primer imperio militarista del antiguo Perú, el que, en el curso de los siglos, somete a pueblos del Collao, llegando hasta la costa, a la región de los nazcas.
Hacia el año 1460, las tropas incaicas llegaron al Valle del Mantaro. Los cuzqueños dieron dos opciones a elegir a los huancas, la entrega y rendición pacífica de su región o la conquista a través de las armas. Los curacas y demás líderes huancas repudiaron a las fuerzas imperiales incaicas y dieron tenaz resistencia pero las tropas del Cuzco, con mejor entrenamiento y armamento, finalmente derrotaron a los huancas. Los incas impusieron su gobierno en las tierras recientemente conquistadas y la nobleza huanca vio reducida sus privilegios.
Prisionero Atahualpa, envió Pizarro fuerzas al centro del país, y el cacique de Huancayo fue de los primeros en reconocer el nuevo orden de gobierno, a trueque de que respetasen  sus antiguos privilegios. Pizarro, que a pesar de los pesares fue sagaz político, aprecio la convivencia del pacto; y para más halagar al cacique e inspirarse mayor confianza, se unió a él  por un vínculo sagrado, llevando a la pila bautismal, en calidad de padrino, a Catalina Apu-Ayala, heredera del título y dominio.
El pueblo de San Jerónimo, situado a tres leguas castellanas de Huancayo y a tres kilómetros del convento de Ocopa, era por entonces cabeza de cacicazgo.
Catalina Huanca, como generalmente  es llamada la protagonista de esta leyenda , fue mujer de gran devoción y caridad. Calcúlese en cien mil pesos ensayados el valor de los azulejos y maderas que obsequio para la fábrica de la iglesia y convento de San Francisco y asociada al arzobispo Loayza y al obispo de la Plata fray Domingo de Santo Tomás, edificó el hospital de Santa Ana. En una de las salas de este santo asilo se puede comprobar el retrato de doña Catalina, obra de pincel churrigeresco.
Para sostenimiento del hospital dio demás fincas y terrenos de que poseía  en Lima. Su caridad para con los pobres, a los que  socorría con esplendidez, se hizo proverbial.
En la real caja de censos de Lima establecio una fundación, cuyo producto debía emplearse en pagar parte de la contribución correspondiente a los indígenas  de San Jerónimo, Mito, Orcotuna, Concepción, Cincos, Chupaca  y Sicaya, pueblecitos inmediatos a la capital del cacicazgo.
Ella fue también la que implantó en esos siete  pueblos, la costumbre,  que aún subsiste, de que todos los ciegos de esa jurisdicción se congreguen en la festividad anual del patrón titular de cada pueblo y sean vestidos y alimentados a expensas  del mayordomo, en cuya casa se les proporciona además alojamiento. Como es sabido, en los lugares de la sierra esas fiestas durán de ocho a quince días, tiempo en que los ciegos disfrutan de festines, en que la pachamanca de carnero y la chicha de jora se consumen sin medida.
Catalina Huanca murió en los tiempos del virrey Marqués de Gualcazár, con cerca de noventa años de edad, y fue llorada por grandes y pequeños.
Catalina pasaba cuatro meses  del año  en su casa solariega  de San Jerónimo y al regresar a Lima lo hacía en una litera de plata y escoltada por trescientos indios. Por supuesto, que en todos los villorios y caserios del tránsito era esperada con grandes festejos. Los naturales del país la trataban con las consideraciones debidas a una reina o dama de mucho cascabel, y aún los españoles la tributaban  respetuoso homenaje.
Verdad es que la codicia de los conquistadores estaba interesada en tratar con deferencia a la cacica, que, anualmente, al regresar de su paseo a la sierra, traía a Lima (“¡y no es chirigota!”) cincuenta acélimas cargadas de oro y plata. ¿De dónde sacaba doña Catalina esa riqueza? ¿Era el tributo que le pagaban  los administradores de sus minas y demás propiedades?. ¿Era acaso parte de un tesoro que durante siglos y de padres a hijos, habían ido acumulando sus antecesores?. Esta última era la general creencia.
Cura de San Jeronimo, por los años de 1642, era un farile dominico muy celoso del bien de sus filigreses, a los que cuidaba así en la salud del alma, como en la del cuerpo. Desmintiendo el refrán –“el abad de lo que canta yanta”- el buen párroco de San Jerónimo jamás hostilizó a nadie para el pago de diezmos y primicias, ni cobró pitanza por entierro o casamiento, ni recurrió a tanta y tanta socaliña de frecuente uso entre los que tienen cura de almas a quienes esquilmar como el pastor a los carneros. ¡ Cuando yo digo que su paternidad era avis rara!.
Con tan evangélica conducta, entendido se está que el padre cura andaría siempre escaso de maravedíes y mendigando bodigos, sin que la estrechez en que vivía le quitara un adarme de buen humor ni un minuto de sueño. Pero llego día en que por primera vez, envidiara  el fausto que, rodeaba a los demás curas sus vecinos. Por eso se dijo, sin duda lo de: Abeja y oveja/ y parte de la igreja,/desea a su hijo la vieja.
  Fue el caso que, por un oficio del Cabildo eclesiástico, se le anunciaba que el ilustrísimo señor arzobispo don Pedro Villagómez acabada de nombrar un delegado  o visitador de la diócesis.
Y como acontece siempre en idéntico caso, los curas se prepararon para echar la casa por la ventana, a fin de agasajar al visitador y su comitiva.
Y los días volaban, y a nuestro vergonzante dominico le corrían letanías por el cuerpo  y sudaba avellanas, cavilando en la manera de recibir dignamente la visita.
Pero por más que se devanaba la sesera, sacaba siempre en limpio que “donde no hay harina  todo es mohína, y que de los codos no salen lonjas de tocino”.
Reza el refrán que “nunca falta quien dé un duro para un apuro”; y por esta vez el hombre para el caso fue aquél  en quién menos  pudo pensar el cura; como si dejáramos, el último triunfo de la baraja humana, que por tal ha sido  siempre tenido el prójimo que ejerce los oficios de sacristán y campanero de parroquia.
Éralo de San Jerónimo un indio que apenas podía  llevar a cuestas el peso de su partida de bautismo, arrugado como pasa, nada  aleluyado y que apestaba a miseria a través de sus harapos.
Hizose en breve cargo de la congoja y atrenzos del buen dominico, y una noche después del toque de queda y cubrefuego, acercóse a él y le dijo:
“Taita cura, no te aflijas. Déjate vendar los ojos y ven conmigo, que yo te llevare adonde encuentres más plata que la que necesites”.
Al principio pensó el reverendo que su scristán  había empinado más el codo más de lo razonable; pero tal fue el empeño del indio y tales su seriedad y aplomó, que terminó el cura por recordar el refrán –“del viejo el consejo y del rico el remedio”-y por dejarse poner  un pañizuelo sobre los ojos, coger su bastón y apoyado en el brazo del campanero echarse a andar por el pueblo.
Los vecinos de San Jerónimo entonces como hoy, se entregaban a Morfeo a la misma hora en que lo hacen las gallinas: así es que el pueblo estaba desierto como un cementerio y más oscuro que una madriguera. No había, pues, que temer importuno encuentro ni menos aún miradas curiosas.
El sacristán, después de las marchas y contramarchas necesarias para que el cura  perdiera la pista, dio en una puerta tres golpecitos cabalísticos, abrieron y penetró con el dominico en un patio. Allí se repitió  lo de las vueltas y revueltas, hasta que empezaron a descender escalones que conducían a un subterráneo.
El indio separó la venda  de los ojos del cura diciéndole:
“Taita, mira y coge lo que necesites. El dominico se quedó alelado y como quien ve visiones; y a permitírselo sus achaques, hábito y canas, se habría , cuando volvió en sí de la sorpresa, echado a hacer zapatetas y a cantar: “Uno, dos, tres y cuatro,/cinco, seis, siete,/¡en mi vida he tenido/gusto como éste.
Hallábase en una vasta galería, alumbrada por hachones de resina sujetos a las pilastras. Vio ídolos de oro colocados sobre andamios de plata, y barras de este reluciente metal profusamente esparcidas por el suelo.
¡Pimpinela! ¡Aquel tesoro era para volver loco al Padre Santo de Roma!.
Una semana después  llegaba a San Jerónimo el visitador, acompañado de un clérigo secretario y de varios sacristanes.
Aunque el propósito de su señoría era perder pocas horas en esa parroquia, tuvo que permanecer tres días; tales fueron los agasajos de que se vio colmado. Hubo toros, comilonas, danzas y demás festejos de estilo; pero todo con un boato y esplendidez que dejó maravillados a los filigreses.
¿De dónde s   ºu pastor, cuyos emolumentos apenas alcanzaban  para un mal puchero, había sacado para tanta bambolla? Aquello era de hacer perder su latín al más despierto.
Pero desde que continuó viaje el visitador, el cura de San Jerónimo, antes alegre, expansivo y afectuoso, empezó a perder carnes como si lo chuparan brujas, y a ensimismarse y pronunciar frases sin sentido claro, como quien tiene el “caletre” fuera de su caja.
Llamó también y mucho la atención,  y fue motivo de cuchicheo al calor de la lumbre para las comadres del pueblo, que desde ese día no se volvió a ver al sacristán  ni vivo ni pintado, ni a tener noticia de él, como si la tierra se lo hubiera tragado.
La verdad es que en el espíritu del buen religioso habían se despertado ciertos escrúpulos, a los que daba mayor pábulo  la repentina desaparición del sacristán. Entre ceja y ceja clavósele al cura la idea de que el indio había sido el demonio en carne y hueso, por ende regalo del infierno el oro y plata gastados en obsequiar al visitador  y su comitiva. ¡Digo, si su paternidad tenía motivo, y gordo,  para perder la chaveta!
Y a tal punto llegó su preocupación y tanto melancolizizósele el ánimo, que se encaprichó en morirse, y a la postre le cantaron el gori-gori.
En el archivo de los frailes de Ocopa hay una declaración que prestó el moribundo sobre los tesoros que el diablo le hizo ver. El Maldito lo había tentado por la vanidad y la codicia.

Existe en San Jerónimo la casa de Catalina Huaco. El pueblo cree a pie juntillas que en ella deben estar escondidas en un subterráneo las fabulosas riquezas de la cacica, y aun en nuestros tiempos se han hecho excavaciones para impedir que las barras de plata se pudran o críen moho en el encierro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario