Los huancas o indígenas del valle de Huancayo,
constituían , a principios del siglo XI, una tribu independiente y belicosa, a
la que el inca Pachacutec logró, después de fatigosa campaña, someter a su
imperio, aunque reconociendo por cacique a Oto Apu-Alaya y declarándole el derecho de transmitir título y mando a
sus descendientes.
Los huancas ( Wanka)
fue un grupo étnico que se conoció desde el Período de los Estados
Regionales y Organizaciones Tribales en los años 1000 - 1460 d. C. tuvo
su hábitat en las provincias actuales de Jauja, Concepción y Huancayo. Fue
un pueblo guerrero, cuya economía estuvo basada en la agricultura dedicándose a
la siembra y cosecha de maíz, papas y otros productos agrícolas, y en la
ganadería se dedicaron al cuidado de las llamas en las tierras de la puna.
La mayoría de la población radicaba en el Valle de Jatunmayo o Valle de
Huancamayo,llamado desde 1782 como Valle del Mantaro.
Estudios arqueológicos plantearon que el origen de los
primeros grupos para el poblamiento de la región de los Wankas, tuvo raíces en
región selvática, desplazándose de algún lugar del nor-oriente hacia el
sur de la sierra central del Perú. Desde Huánuco (Huargo y Lauricocha)
prosiguiendo por Pasco, Junín y Huancavelica; dejando evidencias en Parimachay,Curimachay y Pachamachay en Ordes,
Junin y que datan aproximadamente de 9850 a.C. (Rick y Matos 1976, Hurtado
de Mendoza 1979), su desplazamiento se proyectó desde la selva central hacia
el Valle del Mantaro. En el área de Jauja estudios
evidencian ocupaciones de pobladores entre valles rocosos de Tutanya y Helena
Puquio en Pachacayo y Canchaillo, ambos en el Distrito de Canchayllo
- Jauja.(Oreficso y Mota 1984; Mallma 2002). Y en Huancayo y Chupaca también
se encontraron evidencias en abrigos rocosos de Tschopik o Callavallauri
(Tschopik 1948; Fung 1959; Kaulicke 1994). La presencia de material lítico
en colinas como San Juan Pata en Jauja como esquirlas, lacas,
núcleos y performas, llevaron a planteamientos a esquemas cronológicos
por investigadores como (Matos y Parsons 1979) y David Browman (1970)
así mismo Catherine LeBlanc (1980) y Christine Hastort (1986) y
en algunos casos en cerámica dejaron evidencias que permitieron plantear
esquemas cronológicos, que posteriormente albergó a sociedades agro-alfareras
el cual surgió la sociedad Pre-Wanka.
... "la primera ocupación fue una sociedad organizada agro-alfarera
acontecida alrededor de los 800 a.C. con la fundación de la primera y única
aldea Chavín de Ataura- Jauja. Un lugar estratégicamente ubicado en el extremo
norte del valle; casi en el acceso del Valle del Mantaro por la ruta
del norte" abstracción de: "Primeras sociedades sedentarias
del Mantaro", Matos Mendieta, Ramiro (1978)
En Jauja se constituye asentamientos matrices
desde donde se difunden los Xauxa, posteriormente los Wankas;3 y es en Jauja que
hasta la actualidad se encuentran mayormente restos arqueológicos que datan
desde el Pre cerámico, Formativo, Horizonte, Temprano, Intermedio
Temprano,y en el Horizonte Medio van
a sufrir presiones foráneas de grupos provenientes del sur altiplánico
como Tiahuanaco, posteriormente se producirá la migración de los Yuros,
hoy en día ubicada en la Provincia de Yarowica.
Los primeros pobladores que ocuparon el Valle del
Mantaro, posiblemente procedieron de las zonas altinas, de las que descendieron
siguiendo el curso de los afluentes del río Mantaro. En los efugios naturales
del río Cunas, en el distrito de Chupaca hay vestigios de la existencia de una
sociedad cazadora nómada cuya economía estaba basada en la recolección de
frutos silvestres y en la caza de camélidos andinos. Según las evidencias
encontradas, la vida humana en el Valle del Mantaro tiene por lo menos 10 mil
años de antigüedad.
Estos primeros pobladores, cazadores y recolectores,
con el correr del tiempo experimentaron la domesticación de las plantas, es
decir, descubrieron la agricultura. Al encontrar esta valiosa fuente de
recursos el hombre se volvió sedentario y abandonó las cuevas para construir
albergues de piedra, dando origen a las primeras aldeas, de las que existen en
todo el valle, numerosos restos con una antigüedad de 3 mil años.
El hombre de Junín, poco a poco, fue
perfeccionando sus herramientas de piedra, no solo para la caza de camélidos,
de lo que extrajo carne para alimentarse, pellejo para cubrirse y huesos para
sus usos, sino para iniciar la agricultura y la domesticación de plantas.
Con estos hechos, en la historia del hombre en la
sierra central del Perú finaliza el periodo pre cerámico y comienza otra etapa
en la que aparece la cerámica y luego el surgimiento de las aldeas. Aparecen,
asimismo, las primeras prácticas de una religión mágica.
Por aquellos tiempos, hace aproximadamente unos 2000
años, se produce la expansión de la cultura Chavín a la Sierra Oriental, y
se advierte su influencia en las diversas zonas del Valle del Mantaro. Las
últimas investigaciones han encontrado importantes testimonios de la presencia
de la cultura Chavín en Ataura (Jauja) y en San Blas, distrito de Ondores,
Junín. Hacia 1300 a. C. aparecen los primeros brotes de cerámicas en
la sierra central de estilo chavinoide y se inicia lo que se denomina el
horizonte temprano.
El proceso continúa siglo tras siglo, con el correr
del tiempo las aldeas que recibieron influencia de Chavín entran en
decadencia y los pobladores reafirman su individualidad y se independizan de su
predominio cultural. Aparecen entonces influencias de otras sociedades como la
de Tiahunaco y Huari.
En el lugar denominado Huari, Ayacucho,
aproximadamente 800 años a.C. aparece el primer imperio militarista del antiguo
Perú, el que, en el curso de los siglos, somete a pueblos del Collao, llegando
hasta la costa, a la región de los nazcas.
Hacia el año 1460, las tropas incaicas llegaron al
Valle del Mantaro. Los cuzqueños dieron dos opciones a elegir a los huancas, la
entrega y rendición pacífica de su región o la conquista a través de las armas.
Los curacas y demás líderes huancas repudiaron a las fuerzas imperiales
incaicas y dieron tenaz resistencia pero las tropas del Cuzco, con mejor
entrenamiento y armamento, finalmente derrotaron a los huancas. Los incas
impusieron su gobierno en las tierras recientemente conquistadas y la nobleza
huanca vio reducida sus privilegios.
Prisionero Atahualpa, envió Pizarro fuerzas al
centro del país, y el cacique de Huancayo fue de los primeros en reconocer el
nuevo orden de gobierno, a trueque de que respetasen sus antiguos privilegios. Pizarro, que a
pesar de los pesares fue sagaz político, aprecio la convivencia del pacto; y
para más halagar al cacique e inspirarse mayor confianza, se unió a él por un vínculo sagrado, llevando a la pila
bautismal, en calidad de padrino, a Catalina Apu-Ayala, heredera del título y
dominio.
El pueblo de San Jerónimo, situado a tres leguas
castellanas de Huancayo y a tres kilómetros del convento de Ocopa, era por
entonces cabeza de cacicazgo.
Catalina Huanca, como generalmente es llamada la protagonista de esta leyenda ,
fue mujer de gran devoción y caridad. Calcúlese en cien mil pesos ensayados el
valor de los azulejos y maderas que obsequio para la fábrica de la iglesia y
convento de San Francisco y asociada al arzobispo Loayza y al obispo de la
Plata fray Domingo de Santo Tomás, edificó el hospital de Santa Ana. En una de
las salas de este santo asilo se puede comprobar el retrato de doña Catalina,
obra de pincel churrigeresco.
Para sostenimiento del hospital dio demás fincas y
terrenos de que poseía en Lima. Su
caridad para con los pobres, a los que
socorría con esplendidez, se hizo proverbial.
En la real caja de censos de Lima establecio una
fundación, cuyo producto debía emplearse en pagar parte de la contribución
correspondiente a los indígenas de San
Jerónimo, Mito, Orcotuna, Concepción, Cincos, Chupaca y Sicaya, pueblecitos inmediatos a la capital
del cacicazgo.
Ella fue también la que implantó en esos siete pueblos, la costumbre, que aún subsiste, de que todos los ciegos de
esa jurisdicción se congreguen en la festividad anual del patrón titular de
cada pueblo y sean vestidos y alimentados a expensas del mayordomo, en cuya casa se les
proporciona además alojamiento. Como es sabido, en los lugares de la sierra
esas fiestas durán de ocho a quince días, tiempo en que los ciegos disfrutan de
festines, en que la pachamanca de carnero y la chicha de jora se consumen sin
medida.
Catalina Huanca murió en los tiempos del virrey
Marqués de Gualcazár, con cerca de noventa años de edad, y fue llorada por
grandes y pequeños.
Catalina pasaba cuatro meses del año
en su casa solariega de San
Jerónimo y al regresar a Lima lo hacía en una litera de plata y escoltada por
trescientos indios. Por supuesto, que en todos los villorios y caserios del
tránsito era esperada con grandes festejos. Los naturales del país la trataban
con las consideraciones debidas a una reina o dama de mucho cascabel, y aún los
españoles la tributaban respetuoso
homenaje.
Verdad es que la codicia de los conquistadores
estaba interesada en tratar con deferencia a la cacica, que, anualmente, al
regresar de su paseo a la sierra, traía a Lima (“¡y no es chirigota!”)
cincuenta acélimas cargadas de oro y plata. ¿De dónde sacaba doña Catalina esa
riqueza? ¿Era el tributo que le pagaban
los administradores de sus minas y demás propiedades?. ¿Era acaso parte
de un tesoro que durante siglos y de padres a hijos, habían ido acumulando sus
antecesores?. Esta última era la general creencia.
Cura de San Jeronimo, por los años de 1642, era un
farile dominico muy celoso del bien de sus filigreses, a los que cuidaba así en
la salud del alma, como en la del cuerpo. Desmintiendo el refrán –“el abad de
lo que canta yanta”- el buen párroco de San Jerónimo jamás hostilizó a nadie
para el pago de diezmos y primicias, ni cobró pitanza por entierro o
casamiento, ni recurrió a tanta y tanta socaliña de frecuente uso entre los que
tienen cura de almas a quienes esquilmar como el pastor a los carneros. ¡
Cuando yo digo que su paternidad era avis rara!.
Con tan evangélica conducta, entendido se está que
el padre cura andaría siempre escaso de maravedíes y mendigando bodigos, sin
que la estrechez en que vivía le quitara un adarme de buen humor ni un minuto
de sueño. Pero llego día en que por primera vez, envidiara el fausto que, rodeaba a los demás curas sus
vecinos. Por eso se dijo, sin duda lo de: Abeja y oveja/ y parte de la
igreja,/desea a su hijo la vieja.
Fue el caso que, por un oficio del Cabildo
eclesiástico, se le anunciaba que el ilustrísimo señor arzobispo don Pedro
Villagómez acabada de nombrar un delegado
o visitador de la diócesis.
Y como acontece siempre en idéntico caso, los curas
se prepararon para echar la casa por la ventana, a fin de agasajar al visitador
y su comitiva.
Y los días volaban, y a nuestro vergonzante dominico
le corrían letanías por el cuerpo y
sudaba avellanas, cavilando en la manera de recibir dignamente la visita.
Pero por más que se devanaba la sesera, sacaba
siempre en limpio que “donde no hay harina
todo es mohína, y que de los codos no salen lonjas de tocino”.
Reza el refrán que “nunca falta quien dé un duro
para un apuro”; y por esta vez el hombre para el caso fue aquél en quién menos pudo pensar el cura; como si dejáramos, el
último triunfo de la baraja humana, que por tal ha sido siempre tenido el prójimo que ejerce los
oficios de sacristán y campanero de parroquia.
Éralo de San Jerónimo un indio que apenas podía llevar a cuestas el peso de su partida de
bautismo, arrugado como pasa, nada
aleluyado y que apestaba a miseria a través de sus harapos.
Hizose en breve cargo de la congoja y atrenzos del
buen dominico, y una noche después del toque de queda y cubrefuego, acercóse a
él y le dijo:
“Taita cura, no te aflijas. Déjate vendar los ojos y
ven conmigo, que yo te llevare adonde encuentres más plata que la que
necesites”.
Al principio pensó el reverendo que su scristán había empinado más el codo más de lo
razonable; pero tal fue el empeño del indio y tales su seriedad y aplomó, que
terminó el cura por recordar el refrán –“del viejo el consejo y del rico el
remedio”-y por dejarse poner un
pañizuelo sobre los ojos, coger su bastón y apoyado en el brazo del campanero
echarse a andar por el pueblo.
Los vecinos de San Jerónimo entonces como hoy, se
entregaban a Morfeo a la misma hora en que lo hacen las gallinas: así es que el
pueblo estaba desierto como un cementerio y más oscuro que una madriguera. No
había, pues, que temer importuno encuentro ni menos aún miradas curiosas.
El sacristán, después de las marchas y contramarchas
necesarias para que el cura perdiera la
pista, dio en una puerta tres golpecitos cabalísticos, abrieron y penetró con
el dominico en un patio. Allí se repitió
lo de las vueltas y revueltas, hasta que empezaron a descender escalones
que conducían a un subterráneo.
El indio separó la venda de los ojos del cura diciéndole:
“Taita, mira y coge lo que necesites. El dominico se
quedó alelado y como quien ve visiones; y a permitírselo sus achaques, hábito y
canas, se habría , cuando volvió en sí de la sorpresa, echado a hacer zapatetas
y a cantar: “Uno, dos, tres y cuatro,/cinco, seis, siete,/¡en mi vida he
tenido/gusto como éste.
Hallábase en una vasta galería, alumbrada por
hachones de resina sujetos a las pilastras. Vio ídolos de oro colocados sobre
andamios de plata, y barras de este reluciente metal profusamente esparcidas
por el suelo.
¡Pimpinela! ¡Aquel tesoro era para volver loco al
Padre Santo de Roma!.
Una semana después
llegaba a San Jerónimo el visitador, acompañado de un clérigo secretario
y de varios sacristanes.
Aunque el propósito de su señoría era perder pocas
horas en esa parroquia, tuvo que permanecer tres días; tales fueron los
agasajos de que se vio colmado. Hubo toros, comilonas, danzas y demás festejos
de estilo; pero todo con un boato y esplendidez que dejó maravillados a los
filigreses.
¿De dónde s ºu
pastor, cuyos emolumentos apenas alcanzaban
para un mal puchero, había sacado para tanta bambolla? Aquello era de
hacer perder su latín al más despierto.
Pero desde que continuó viaje el visitador, el cura
de San Jerónimo, antes alegre, expansivo y afectuoso, empezó a perder carnes
como si lo chuparan brujas, y a ensimismarse y pronunciar frases sin sentido
claro, como quien tiene el “caletre” fuera de su caja.
Llamó también y mucho la atención, y fue motivo de cuchicheo al calor de la
lumbre para las comadres del pueblo, que desde ese día no se volvió a ver al
sacristán ni vivo ni pintado, ni a tener
noticia de él, como si la tierra se lo hubiera tragado.
La verdad es que en el espíritu del buen religioso habían
se despertado ciertos escrúpulos, a los que daba mayor pábulo la repentina desaparición del sacristán.
Entre ceja y ceja clavósele al cura la idea de que el indio había sido el
demonio en carne y hueso, por ende regalo del infierno el oro y plata gastados
en obsequiar al visitador y su comitiva.
¡Digo, si su paternidad tenía motivo, y gordo,
para perder la chaveta!
Y a tal punto llegó su preocupación y tanto
melancolizizósele el ánimo, que se encaprichó en morirse, y a la postre le
cantaron el gori-gori.
En el archivo de los frailes de Ocopa hay una
declaración que prestó el moribundo sobre los tesoros que el diablo le hizo
ver. El Maldito lo había tentado por la vanidad y la codicia.
Existe en San Jerónimo la casa de Catalina Huaco. El
pueblo cree a pie juntillas que en ella deben estar escondidas en un
subterráneo las fabulosas riquezas de la cacica, y aun en nuestros tiempos se
han hecho excavaciones para impedir que las barras de plata se pudran o críen
moho en el encierro.
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