El
nombre del primer peruano que invistió en el Perú, la alta clase de gran
mariscal del Ejército es casi desconocido para la generación actual. Aún los
historiadores de la época de la Independencia apenas si hacen de él mención.
En
cuanto a su desgraciado fin, pues concluyó por suicidarse, es tan ignorado en
el Perú como su hoja de servicios.
Don
Toribio de Luzuriaga, nació en el departamento de Huaraz el 18 de abril de
1782, fueron sus padres María Josefa Mejía
Estrada y Villavicencio (natural de Huaraz) y del vizcaino Manuel de
Luzuriaga y Elgarresta, acaudalado
comerciante que se ocupaba en el rescate de pastas.
A la
edad de quince años, en 1797, era don Toribio amanuense del gobernador del
Callao, marqués de Avilés, quien le profesaba
tan paternal cariño que, al ser promovido a la presidencia de Chile, lo
llevó consigo. Nombrado Avilés virrey de Buenos Aires, también lo acompañó y
allí obtuvo en junio de 1801, el empleo de alférez en un regimiento de
caballería. Sus ascensos, hasta el de capitán, los alcanzó batiéndose contra
los ingleses, en 1806 y 1807.
Al
estallar la revolución del 25 de mayo de 1810, era ya Luzuriaga comandante de
artillería, y contribuyo no poco al buen éxito del movimiento.
Según el
historiador Vicuña Mackenna, la elegancia y exquisitos modales de Luzuriaga
influyeron mucho en el adelanto de su carrera. Llevaba en su físico un
pasaporte que le conquistaba universales
simpatías. Era del número de los favorecidos por Dios con varonil belleza,
palabra halagüeña y despejada inteligencia. Así se explica que, después de
haber desempeñado en Buenos Aires el cargo de director de la Academia Militar,
fuera en 1813, a los doce años de servicio, coronel del batallón número 7,
encargándosele, aunque interinamente, el despacho del Ministerio de Guerra.
De regreso
del Alto Perú, donde estuvo a las órdenes de Belgrano, Balcárcel y Castellini, batiéndose
contra las aguerridas tropas de España, fue ascendido a general, y en 1816
mereció ser nombrado gobernador de la provincia de Cuyo (Mendoza). En este
importantísimo y delicado empleo auxilio eficazmente la expedición de San
Martín sobre Chile Y tanto, que debiese a su actividad y acertados cálculos la
memorable hazaña del paso de los Andes, y el Gobierno argentino lo autorizó
para remplazar a San Martín en el mando del Ejército, si ocurría alguna
eventualidad no prevista.
En febrero
de 1821, Chile que había condecorado a Luzuriaga con la Legión de Mérito, le
confirió la clase de mariscal de campo.
San Martín,
que estimaba a Luzuriaga como a su leral hermano, y que además era padrino de
uno de sus hijos, le comprometió para que, renunciando la gobernación de Cuyo, lo acompañase a
acometer más ardúa empresa. Luzuriaga no había olvidado que era nacido en el
Perú, y no vaciló un momento. En Lima fue condecorado con el distintivo de la
Orden del Sol, y el 22 de diciembre de 1821 obtuvo el ascenso a gran mariscal
del Perú.
Corta fue
la permanencia de Luzuriaga en el Perú.
Después de desempeñar satisfactoriamente
una misión en Guayaquil, sirvió por pocos meses la prefectura de Huaraz
y luego regreso a Buenos Aires con el encargo, según Paz Soldán, de influir
cerca de Pueyrredón en el desarrollo del plan monarquizador que García del Río
y Peroissien iban a iniciar en Europa.
Cuando en
el año de 1825, la anarquía empezó a enseñorearse del territorio argentino,
Luzuriaga, que se inclinaba al partido presidencial, se retiro a la vida
privada, no queriendo militar en bando opuesto al de su hermano don Manuel,
entusiasta partidario de Dorrego.
Compró
entonces en subido precio, y comprometiendo su crédito para conseguir los
capitales precisos, la estancia de Tontezuelas, confiando en que pocos años de
asiduo trabajo bastarían para libertarlo de acreedores.
Pero la
guerra civil que en 1829 y 1830 desbastó la campaña del norte puso a nuestro
compatriota casi en condición mendicante.
Comprobando
el estado de penuria a que se vio reducido, nos refiere el señor Trelles: “Luzuriaga tuvo que vender
a don Pedro de Angelis todas las condecoraciones, adquiridas en la guerra de la
Independencia, entre las cuales figura una que es personal, pues le fue
decretada por haber descubierto y
sofocado la conspiración de los prisioneros españoles en San Luis en 1819. Las
condecoraciones del gran Mariscal , fueron
vendidas por el señor de Angelis en 1852, al doctor Lama , quien las
conserva hoy en su valiosa colección de medallas americanas.”
En 1835
publicó Luzuriaga en buenos Aires un folleto documentado sobre los motivos que
tuvo para hacer dimisión del mando de la
provincia de Cuyo y afiliarse con San Martín en la expedición libertadora que
vino al Perú. También dio a luz por entonces
una exposición relativa a los se4rvicios que prestara en Guayaquil.
Las
decepciones y sufrimientos produjeron en el organismo de Luzuriaga un principio
de reblandecimiento cerebral. Su palabra de hizo lenta, su paso vacilante, y lo
acometieron accesos de profundísima melancolía.
El gran
mariscal del Perú don Toribio Luzuriaga, dice Quesada: “Tuvo un momento de
debilidad. Acosado por la pérdida de su fortuna, aquel espíritu varonil se amilanó, y puso término a su larga
y trabajada existencia. La desgracia produce un vértigo que no disculpa, pero
que explica ciertos desastres”.
Fue el 4 de
mayo de 1842, a los sesenta años de edad, cuando el cañón de una pistola puso triste
fin a la angustiosa existencia de
nuestro compatriota.
La clase de
gran mariscal, equivalente a la de capitán general en España, era de la
jerarquía militar el summum de las aspiraciones
de nuestros hombres de espada. ¡ Cuántos motines de cuartel y cuánta sangre
ha costado a mi patria este tan codiciado ascenso!. Felizmente la Constitución
política de 1860 se encargó de proscribirlo.
En este año
investían el mariscalato don Miguel San Román, don Ramón Castilla y don Antonio
Gutiérrez de la Fuente, tres soldados de la época de la Independencia que
llegaron a ceñir la banda presidencial. Para el gran mariscal, el mando supremo
de la República era un accesorio. A un gran mariscal no le era lícito morir sin
haber sido gobierno.
Con La Fuente
que falleció en 1878, murió el último
gran mariscal del Perú. En el desprestigio que pesa sobre el cesarismo con
uniforme; cuando los pueblos empiezan a acatar como dogma evangélico el
principio de que las glorias alcanzadas por la pluma son más consistentes que las obtenidas por el sable, no hay que
temer la resurrección de los grandes
mariscalatos. ¡Dios mío!. Haz que, como pasó para el mundo la época del predominio frailesco, acabe de pasar para
la América la de las charreteras y entorchados.
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