jueves, 23 de julio de 2015

EL PRIMER GRAN MARISCAL

El nombre del primer peruano que invistió en el Perú, la alta clase de gran mariscal del Ejército es casi desconocido para la generación actual. Aún los historiadores de la época de la Independencia apenas si hacen de él mención.
En cuanto a su desgraciado fin, pues concluyó por suicidarse, es tan ignorado en el Perú como su hoja de servicios.
Don Toribio de Luzuriaga, nació en el departamento de Huaraz el 18 de abril de 1782, fueron sus padres  María Josefa Mejía Estrada y Villavicencio (natural de Huaraz) y del vizcaino Manuel de Luzuriaga  y Elgarresta, acaudalado comerciante que se ocupaba en el rescate de pastas.
A la edad de quince años, en 1797, era don Toribio amanuense del gobernador del Callao, marqués de Avilés, quien le profesaba  tan paternal cariño que, al ser promovido a la presidencia de Chile, lo llevó consigo. Nombrado Avilés virrey de Buenos Aires, también lo acompañó y allí obtuvo en junio de 1801, el empleo de alférez en un regimiento de caballería. Sus ascensos, hasta el de capitán, los alcanzó batiéndose contra los ingleses, en 1806 y 1807.
Al estallar la revolución del 25 de mayo de 1810, era ya Luzuriaga comandante de artillería, y contribuyo no poco al buen éxito del movimiento.
Según el historiador Vicuña Mackenna, la elegancia y exquisitos modales de Luzuriaga influyeron mucho en el adelanto de su carrera. Llevaba en su físico un pasaporte  que le conquistaba universales simpatías. Era del número de los favorecidos por Dios con varonil belleza, palabra halagüeña y despejada inteligencia. Así se explica que, después de haber desempeñado en Buenos Aires el cargo de director de la Academia Militar, fuera en 1813, a los doce años de servicio, coronel del batallón número 7, encargándosele, aunque interinamente, el despacho del Ministerio de Guerra.
De regreso del Alto Perú, donde estuvo a las órdenes de  Belgrano, Balcárcel y Castellini, batiéndose contra las aguerridas tropas de España, fue ascendido a general, y en 1816 mereció ser nombrado gobernador de la provincia de Cuyo (Mendoza). En este importantísimo y delicado empleo auxilio eficazmente la expedición de San Martín sobre Chile Y tanto, que debiese a su actividad y acertados cálculos la memorable hazaña del paso de los Andes, y el Gobierno argentino lo autorizó para remplazar a San Martín en el mando del Ejército, si ocurría alguna eventualidad no prevista.
En febrero de 1821, Chile que había condecorado a Luzuriaga con la Legión de Mérito, le confirió  la clase de mariscal de campo.
San Martín, que estimaba a Luzuriaga como a su leral hermano, y que además era padrino de uno de sus hijos, le comprometió para que, renunciando  la gobernación de Cuyo, lo acompañase a acometer más ardúa empresa. Luzuriaga no había olvidado que era nacido en el Perú, y no vaciló un momento. En Lima fue condecorado con el distintivo de la Orden del Sol, y el 22 de diciembre de 1821 obtuvo el ascenso a gran mariscal del Perú.
Corta fue la permanencia de Luzuriaga  en el Perú. Después de desempeñar satisfactoriamente  una misión en Guayaquil, sirvió por pocos meses la prefectura de Huaraz y luego regreso a Buenos Aires con el encargo, según Paz Soldán, de influir cerca de Pueyrredón en el desarrollo del plan monarquizador que García del Río y Peroissien iban a iniciar en Europa.
Cuando en el año de 1825, la anarquía empezó a enseñorearse del territorio argentino, Luzuriaga, que se inclinaba al partido presidencial, se retiro a la vida privada, no queriendo militar en bando opuesto al de su hermano don Manuel, entusiasta partidario de Dorrego.
Compró entonces en subido precio, y comprometiendo su crédito para conseguir los capitales precisos, la estancia de Tontezuelas, confiando en que pocos años de asiduo trabajo bastarían para libertarlo de acreedores.
Pero la guerra civil que en 1829 y 1830 desbastó la campaña del norte puso a nuestro compatriota casi en condición mendicante.
Comprobando el estado de penuria a que se vio reducido, nos refiere  el señor Trelles: “Luzuriaga tuvo que vender a don Pedro de Angelis todas las condecoraciones, adquiridas en la guerra de la Independencia, entre las cuales figura una que es personal, pues le fue decretada  por haber descubierto y sofocado la conspiración de los prisioneros españoles en San Luis en 1819. Las condecoraciones del gran Mariscal , fueron  vendidas por el señor de Angelis en 1852, al doctor Lama , quien las conserva hoy en su valiosa colección de medallas americanas.”
En 1835 publicó Luzuriaga en buenos Aires un folleto documentado sobre los motivos que tuvo para hacer  dimisión del mando de la provincia de Cuyo y afiliarse con San Martín en la expedición libertadora que vino al Perú. También  dio a luz por entonces una exposición relativa a los se4rvicios que prestara en Guayaquil.
Las decepciones y sufrimientos produjeron en el organismo de Luzuriaga un principio de reblandecimiento cerebral. Su palabra de hizo lenta, su paso vacilante, y lo acometieron accesos de profundísima melancolía.
El gran mariscal del Perú don Toribio Luzuriaga, dice Quesada: “Tuvo un momento de debilidad. Acosado por la pérdida de su fortuna, aquel espíritu  varonil se amilanó, y puso término a su larga y trabajada existencia. La desgracia produce un vértigo que no disculpa, pero que explica ciertos desastres”.
Fue el 4 de mayo de 1842, a los sesenta años de edad, cuando el cañón de una pistola puso triste fin  a la angustiosa existencia de nuestro compatriota.
La clase de gran mariscal, equivalente a la de capitán general en España, era de la jerarquía militar el summum de las aspiraciones  de nuestros hombres de espada. ¡ Cuántos motines de cuartel y cuánta sangre ha costado a mi patria este tan codiciado ascenso!. Felizmente la Constitución política de 1860 se encargó de proscribirlo.
En este año investían el mariscalato don Miguel San Román, don Ramón Castilla y don Antonio Gutiérrez de la Fuente, tres soldados de la época de la Independencia que llegaron a ceñir la banda presidencial. Para el gran mariscal, el mando supremo de la República era un accesorio. A un gran mariscal no le era lícito morir sin haber sido gobierno.

Con La Fuente que falleció en 1878, murió  el último gran mariscal del Perú. En el desprestigio que pesa sobre el cesarismo con uniforme; cuando los pueblos empiezan a acatar como dogma evangélico el principio de que las glorias alcanzadas por la pluma son más consistentes  que las obtenidas por el sable, no hay que temer la resurrección  de los grandes mariscalatos. ¡Dios mío!. Haz que, como pasó para el mundo la época  del predominio frailesco, acabe de pasar para la América la de las charreteras y entorchados.

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