En 1848 a 1860 se desarrolló en el Perú, la llamada
filoxera literaria, o sea la pasión febril sobre la literatura. Al largo
periodo de revoluciones y motines, consecuencia lógica de lo prematura de nuestra Independencia, había sucedido una
era de paz, orden, garantías. Fundabanse planteles de educación; la Escuela de
Medicina adquiría prestigio, impulsada por su ilustre decano Cayetano Heredia -
Cayetano Heredia nació en Catacaos
(Piura), el 5 de agosto de 1797. La pobreza que
rodeaba a su familia hizo que el joven cataquense viajara a la capital, en ese
entonces centro de la enseñanza preparatoria y científica. Así, a los 15 años
llega a las puertas de la Facultad de
Medicina Humana “San Fernando” de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos),
donde es recibido por el presbítero Fermín Goya escogido por el entonces rector
Hipólito Unanue, para que sirviera de guía a las vocaciones médicas de la
juventud peruana, este lo adopta y es él quien pensó decisivamente en el
destino de Cayetano Heredia;- Y el Convictorio de San Carlos, bajo la sabia
dirección de Bartolomé Herrera Vélez,- nacido en Lima, el 24 de agosto de 1808,
y falleció en la ciudad de Arequipa, el 10 de agosto de 1864, fue un sacerdote,
filósofo y político peruano. Pensador de tendencia ultramontana y antiliberal, es el
máximo representante del conservadurismo peruano del siglo XIX. Fue director de
la Biblioteca Nacional del Perú (1839); rector del Colegio de San Carlos (1842-1846);
diputado por Lima (1849-1851); presidente de la Cámara de Diputados
(1849-1851); Ministro de Justicia e Instrucción Pública (1851-1852); Ministro
de Gobierno y Relaciones Exteriores (1851-1852); diputado por Jauja
(1858-1860); presidente del Congreso Constituyente de 1860; y Obispo de
Arequipa (1861-1864). Su pensamiento lo plasmó en diversos escritos y
discursos, siendo los más célebres su oración fúnebre en memoria del presidente Agustín Gamarra (1842) y su
sermón de acción de gracias por el aniversario de la Independencia (1846).
Por aquellos años el
Convictorio de San Carlos reconquistaba su antiguo esplendor. Por aquel
entonces llegaba de España Sebastián Lorente, nacido en el pueblo de
Alcantarilla (Murcia) el 13 de diciembre de 1813, falleció en Lima el 28 de
noviembre de 1884, destacado teólogo, filosofo, historiador y médico, afincado
en el Perú, gran impulsor de la educación en nuestro país. Llego a ser decano
de la Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos. Escribió una
“Historia de la Conquista” y otra de la época Colonial
Fue nombrado rector
del Colegio de Guadalupe, y ante un crecido concurso daba lecciones orales de
filosofía y Literatura. Lorente era un innovador de gran talento, y la victoria
fue suya en la lucha con los rutinarios. La nueva generación lo seguía y
escuchaba como a un apóstol.
Abríase pues, para la
juventud, nuevos y esplendidos horizontes. Arnaldo Márquez, Nicolás Corpancho,
Adolfo García, Numa Pompilio Llona, Clemente Altahus, Luis Cisneros, Carlos
Augusto Salaverry, Enrique Alvarado, José Antonio Lavalle, Mariano Amézaga,
Francisco Lazo, Juan Arguedas, Trinidad Fernández, Toribio Mansilla, Melchor
Pasto, Benito Bonifaz, Juan Sánchez Silva, Pedro Paz Soldán y Unanue,
Constantino Carrasco, Acisclo Villarán, Juan de los Heros, los hermanos Pérez,
Narciso Aréstegui y dos o tres nombres, hacían sus primeros versos y
borroneaban sus primera prosa, desde los claustros del colegio. Por entonces,
fuera de esa bohemia estudiantil, no había en Lima sino literatos que empezaban
a peinar canas , y esos en reducida cifra: don Felipe Pardo y Aliaga, don
Manuel Ascencio Segura, don Manuel Ferreyros, don José María Seguin – quien
regresando de una misión diplomática de Estados Unidos, pereció Seguin en el naufragio del vapor Central de América. La mayor parte
de sus poesías se encuentra publicada en el Comercio, diario en el que fue por
varios años redactor principal-, don Manuel Castillo, don Ignacio Novoa y don
Miguel del Carpio.
Los de la nueva
generación, arrastrados por lo novedoso del libérrimo romanticismo, en boga a
la sazón desdeñándonos todo lo que a clasicismo tiránico apestara , y nos
dábamos un hartazgo de Hugo y Bayron, Espronceda, García Tasara y Enrique Gil,
Marques se sabia de coro a Lamartine; Corpancho no equivocaba letra de
Zorrilla; para Adolfo García, más allá de Arolas, no había poeta;; Llona se
entusiasmaba con Leopardi; Fernández, hasta ensueños recitaba “las doloras” de Campoamor; y así cada cual
tenía su vate predilecto entre los de la pléyade de revolucionarios del mundo
viejo. Palma decía: que “recuerda que hablarle del Macías, de Larra, o de las
Capilladas, de fray Gerundio, era darme en la vena del gusto”.
Gran capitán de la
bohemia limeña era el poeta español, oriundo de las montañas de Santander,
mancebo de robusta y ardorosa fantasía, cuyas composiciones cautivaban por lo
musical de ellas y por la elevación, un tanto apocalíptica, de las imágenes. En
los fluidos y armónicos versos de Fernando Velarde, nacido en Hinojedo, cerca
de Torrelavega, el 12 de diciembre de 1823. A los diecinueve años parte al
nuevo mundo, llega al Perú en 1847, permaneciendo allí hasta 1855. Coincide en
el apogeo del romanticismo peruano, que tiene su comienzo aproximadamente en
1848. Esto es justamente los años que evocara Ricardo Palma. Es acogido con los
brazos abiertos por la flor y nata del mundo literario peruano.
En su obra
encontramos un vago perfume de idealismo y de misterio. Para los poetas
peruanos, no era un poeta discutible, sino un poeta que se imponía. “lo admirábamos…porque
si…razón magna y contra la cual se estrella toda crítica”. En sus versos había
mucho de estruendoso, como en la música de Verdi.
Y nada digo de este
pareado: “que en tus entrañas de granito roa el férreo nudo constructor del
boa”.
con que los bohemios,
a guisa de maldición gitanesca, agasajábamos a toda muchacha bonita que tuviera
el mal gusto de responder a nuestras ansias amorosas con calabazas de a libra.
“Este dicho de
Velarde nos fascinaba con su genio , a pesar de los infinitos defectos de forma
que caracterizaban su poesía”.
Velarde era en Lima,
el poeta de la moda, y no había frescos labios de rosa que no recitas en sus
versos, ni estudiante que, leyéndolos, no se sintiese arrebatado de entusiasmo.
Velarde publicó un
semanario que estuvo de boga y dos años de existencia, titulado “El Talismán”;
y más tarde colecciono sus poesías en un libro, “Flores del desierto”. Entonces
aparecieron, en un diario, varios artículos de hermosas y superficial crítica.
¡Palabrería, hojarasca, relumbrón!. Tratándose de hacer corona para la frente de un poeta, habrá
siempre manos más listas para poner en ella espinas que no laureles.
Entre los bohemios de
aquella época, poco o nada fructificaba la envidia, “estábamos convencidos de que el camino no era estrecho; y sabíamos
que, con perseverancia, llegaría a la meta hubiera sido favorecido por Dios con
algunas dotes de ingenio. Lejos de nosotros de poner piedrecitas para hacer tropezar al que nos llevara un paso de ventaja”. La bohemia entera salió, pues en defensa del poeta español , que si no acataba mucho la gramática ni las formas, por lo
menos rendía siempre culto a la belleza.
Velarde cometió la niñada; de un trastazo le rompió la cabeza
al criticastro, y este contesto con otro varapalo que le descompuso un brazo al
poeta.
En el año 1855
Velarde salió del Perú, recorrió las repúblicas
de Colombia y Centro América, fijando por
algún tiempo su residencia en Nueva York, donde en 1861, publico otro bello
poemario. “Presumo que a Velarde le escocia aun el garrotazo del crítico, pues
tuvo la insensatez de excretar, no a su
enemigo, sino a la nación a que pertenecía. Velarde a quien tanto había distinguido la buena sociedad de Lima,
a quien tanto se habían amado los bohemios, respetándolo y admirándolo como a
un maestro, correspondía “con este sinapismo capaz de levantar roncha a un
cadáver”.
En 1871, Velarde público
en Londres su tercer tomo de versos
notables, más que por la exuberancia de sentimiento poético en ellos encerrada
por su súbito cambio de sus ideas filosóficas y religiosas. En este su ultimo
libro se exhibió racionalista osado,
furioso enemigo de los frailes y jeº
suitas, e inclinado a
las prácticas de la iglesia anglicana. Pero siempre poeta, y poeta admirable, a pesar de que el hielo de
los años pesaba sobre el cerebro.
En 1881 murió en
Londres, a los cincuenta y seis años de edad, el poeta cántabro que tanta
influencia ejerciera en el movimiento literario que se inició en Lima, por los
años 1848.
No se puede decir que
la sociedad limeña era más o menos ilustrada. Se estimulaba con su aplauso l los poetas, que leía sus
versos, y que se ocupaba de ellos tanto,
y en ocasiones más, como de la política. Numa Pompilio Llona, nacido en
Guayaquil en 1832, que se educaba en San Carlos, publicó una composición
erótica titulada Libertinaje. El fiscal se escandalizó con su lectura y la
acuso ante el Jurado, mandando recoger previamente el número del diario en que
corría impresa. Aquello resulto todo el acontecimiento, hizo más ruido que un
temblor, las beatas, los hipócritas y los tontos se declararon por el fiscal,
se pagaba a buen precio, una copia de los versos; los colegiales y las
colegialas, a quienes costaba trabajo retener en la memoria el texto de
Historia Sagrada, se sabían al dedillo de anatematizada poesía; y el nombre de
Llona volaba de boca en boca, y su fama poética se dilataba, fama que,
haciéndole justicia, el ha sabido después robustecer. La acusación fiscal no
tuvo consecuencia, pues el jurado manifiesta la suficiente ilustración para
echar tierra sobre ella. Llona no es de los poetas junto con los hombres de su
generación. Literato, en la más amplia
acepción de la palabra, esmerado
en la forma, clásicamente correcto, vigoroso en la expresión, y levantado en ideas,
aunque ligeramente peca algunas veces de gongorico. Numa Pompilio Llona ocupará
siempre culminante lugar en el Parnaso americano.
En 1882, Llona
público, bajo el título “Clamores de Occidente”, la colección completa, editada
en cuatro volúmenes de sus poesías.
Casi a la vez que la
composición “Libertinaje” producía una tormenta, no menor era la que
levantaba una novela que apareció en el
folletín de El Comercio, su autor, era la dama argentina Juana María Gorriti,
la novela se titulaba “La quena”, muy inmoral , a juicio de los “mojigatos”;
pero, al nuestro, después de ese idilio de Jorge Isaac, que se llama “María”,
lamas bella novela que se ha escrito en la América Latina, Juana María Gorriti,
había nacido en la ciudad argentina de Salta, en 1819, y fue esposa del general
Belzú, presidente de Bolivia. Desde 1845, se establecio en Lima, donde residio
hasta l a época de la guerra con Chile. Sus novelas forman tres volumenes
impresos en Buenos Aires por el editor Casavalle. Murió en Buenos Aires, a fines
de 1892.
La Gorriti, sin
escribir versos, era una organización altamente poética. Los bohemios la
trataban con la misma llaneza que a un compañero, y su casa era los escritores,
un centro de reunión.
El magistrado
estadista y literato él doctor don Miguel del Carpio, era el Mecenas de la
bohemia. El repetía siempre, con diversas palabras, esos alentadores conceptos,
que también repitió en el Ateneo, el joven literato
Manuel González Prada, quien era el llamado a conquistar un gran renombre: “Acusar a su país de
ingratitud ha sido, es y será recurso de ineptos y de pretensiosos sin merito
real. Hoy todos pueden escribir y hablar, exhibiéndose tales como son. Sin hay sabios ocultos, que nos descubran su
sabiduría; Si hay literatos eminentes, que nos enseñen sus
producciones. En el gran certamen del siglo, erl que no alza la voz es
porque nada tiene que decir. Dudemos que
los genios mudos. El reinado de la inteligencia, no afirma en el mundo, y el
hombre de verdadero talento pasa el Rubicón, dejando atrás a la aristocracia de
la sangre y la aristocracia del dinero”.
Carpio se complacía en que los intelectuales
asistieran a su tertulia nocturna, en la que se servía un exquisito moka, un
delicioso chocolate de Apolobamba, y
riquísimos habanos. Corpancho, Mansilla, García, Camacho, Arguedas, Fernández,
Pastor, Sánches Silva y Palma eran los más asiduos.
A dicha tertulia también solían frecuentar Ignacio Novoa, ilustrísimo
literato que murió en Chile, en 1875,
desempeñando la Legación del Perú y que en la administración Pezet, sirvió la
cartera de Hacienda; a Manuel Castillo, un vate tan incorrecto como
sentimental; Aníbal Víctor de la Torre, ministro de Relaciones Exteriores de la
época de la presidencia de Manuel Pardo, poeta de las mismas condiciones que
Castillo, y que en 1881, abatido por las funestas noticias que sobre la suerte
de su patria le llegaban, se suicidó en
la ciudad de Buenos Aires, donde estaba en misión diplomática del Gobierno
peruano. De la Torre, hay un cuadernillo de versos impreso en Arequipa en 1846
y una leyendita – La Cruz de Limatambo- impreso en Lima en 1852. Lo curioso es
que aquel cuadernito, principiaba con un soneto titulado “suicidio”, siniestro
presentimiento que, en los días juveniles, tuvo el desventurado poeta.
Como Carpio, Bonifaz y Fernández, los tres eran
arequipeños, y hacía tiempo que para ellos, se había puesto el dorado sol de la
juventud. Sin embargo de la desigualdad de edades y de posición social,
fraternizaban con los escritores de más jóvenes, y se sentían como remozados
“con nuestra festiva y un tanto pedantesca chachara estudiantil. Hay otros
nombres de jóvenes que concurrían a la tertulia, que después han figurado
ventajosamente en la política, en el foro, en el magisterio y en la tribuna
parlamentaria. Cinco o seis de estos, llegaron a ser hasta ministros de Estado.
Carpio prefería su discutible reputación de poeta y
literato, al merecido renombre que su
acierto rn el manejo de los asuntos públicos y su honorabilidad e ilustración
jurídica le habían conquistado. “desdeñamos lo conseguido y corremos afanosos
tras lo que se nos resiste” . El bagaje poético de don Miguel se reducía a
media docena de anacreónticas a lo Menéndez Valdés, muy limados en la
forma pero muy pobre en el fondo; otras
tantas silvas amatorias en la que las imágenes mitológicas abundaban; y una oda
al Misti, que sin valer gran cosa, era la obra maestra de nuestro anciano
amigo.
Pero si don Miguel del Carpio, en desapasionada
crítica, no pasaba de aficionado o amateur de las musas, en cambio poseía un
corazón de oro para amar a los poetas. Su casa, su mesa sibarítica, sus libros,
su influencia y hasta su bolsillo, “eran nuestros” subraya Palma. Cuando él era
Ministro de Estado, “los bohemios estábamos de plácemes, podíamos aspirar a
todo y alcanzarlo todo, por fortuna para el ministro, sus bohemios no eran pedigüeños
ni pretensiosos en política”. La juventud de entonces no tenía la
petulancia de creerse en actitud de
imponer a los gobiernos un plan de conducta administrativa, si se imaginaba que
los claustros del colegio podían convertirse en centros o clubs
revolucionarios.
Palm a dice: A dos o tres de nosotros nos obsequió
don Miguel del Carpio, y sin que
lo solicitáramos, que en eso está el realce de su acción, unas canonjías (enchufes)
de merced, que no otra cosa eran los títulos o nombramientos de oficiales del
Cuerpo político de la Armada. Conviene- decía Carpio- que la nación favorezca a
estos muchachos, que son casi pobres de solemnidad, con un sueldecito que les
permita seguir estudiando sin ser gravosos a sus familias; y, en efecto, recibíamos
mensualmente treinta y dos pesos (que era la mitad del haber integro de esos
canónigos) y teníamos derecho para usar el bonito uniforme de oficiales de
Marina”.
El gobierno no
ocupaba 3en el servicio activo sino a los que así lo pretendían; y los
favorecidos bohemios seguíamos nuestros estudios en el colegio, muy contentos
de comer la sopa boba del presupuesto, lejos del más y de los buques de guerra.
“El día 7 de febrero
de 1852, día de mi cumpleaños, y don Miguel me había invitado a su mesa. Junto a mi cubierto, vi un pliego lacrado y
con sello ministerial. Don Miguel sabía dar estas sorpresas con una delicadeza
que ya no se usa. Por qué un año más tarde (y a los veinte de mi edad) abandone
el colegio y, haciendo uso del título encerrado en aquel pliego, serví
activamente en la Escuadra, resignándome a ser presupuestivoro, no es para
referido en estas páginas”. Eso no se relaciona
con la literatura, sino con el corazón y las calaveradas de la mocedad. “además,
no me he propuesto hacer todavía confesión general de mis culpas, aunque tengas
segura, la absolución plenaria por parte del lector, que de pecadillos como el mío
tendrá henchida la conciencia. Al apuntar este episodio, que me es personal, he
querido sólo tributar público homenaje
de gratitud al venerable anciano a quien debí estímulo y protección.
No hay comentarios:
Publicar un comentario