viernes, 15 de julio de 2011

EL CENCERRO

Aquí donde me ven, pobre y despilchado -comenzó diciendo don Miente Mucho-, yo podría ser más rico que Anchorena, si hubiera querido. Les voy a explicar: muchos años después de haberme deshecho de mi tropilla de azulejos, encontré, en el fondo de un baúl, el cencerro de la yegua madrina. Al verlo, me puse a hacer memoria de mis queridos caballos mientras hacía sonar el cencerro. ¡Qué sonido tenía! ¡Parecía una música! Estuve pensando mucho rato, hasta que me interrumpió un tropel que venía de muy lejos; al principio era un ruido suave, como el galopar de muchos caballos, pero después fue haciéndose más fuerte y se convirtió en un barullo espantoso, como si el mundo se viniera abajo.

Medio asustado, salí a la puerta y, ¡Dios bendito! Me encontré con que el rancho estaba rodeado de caballos por todos lados. Había cientos y cientos. Dondequiera que mirara no veía más que pingos y más pingos. Y todos eran azulejos y con la pinta misma de los animales de mi tropilla de otros tiempos. ¡Si parecía cosa del diablo!

De golpe, el misterio quedó explicado. ¿No les dije que había hecho sonar el cencerro de la yegua madrina? Y bueno: al oir el sonido aquel, tan conocido, los hijos, los nietos, los bisnietos, y los tataranietos, y toda la parentela de mis caballos, se habían venido volando, obedeciendo a su llamado que era para ellos como la voz del padre o de la madre. ¿Comprenden? . Y allí estaban cientos y cientos de azulejos, unos ensillados, otros atados a un sulky o a un carro, algunos en pelo, y…¡pásmense, señores!…hasta con un coche fúnebre a la rastra. ¡Sí, señores, un coche fúnebre, uno de esos cohes grandotes y con plumeros, que se usan en los pueblos para llevar los difuntos al cementerio! Había una fortuna en caballos, en aperos, en rodados y qué sé yo qué más. Con callarme la boca quedaba dueño de toda aquella riqueza. Pero yo he nacido honrado y honrado seguiré siendo hasta la muerte. Y devolví todo a sus dueños; todo, lo devolví. No me quedé ni siquiera con un solo caballo, y eso que me hacía tanta falta…¿Se dan cuenta, ahora, por qué les dije que yo podía ser más rico que Anchorena, si hubiera querido?



Leyenda araucana que ha sido recogida en el oeste de la Patagonia. Dice la misma que cuando NguenechÈn hizo el mundo con su gente y animales, se dijo: "Hay muchos secretos que el hombre no debe aprender para no desordenar su vida. El conocimiento de su fin, de su exterminio sería terrible. Pero entre los animales, a los que voy a dar el habla, pondré el caballo y el perro (Trewa). Sólo a ellos confiaré mi secreto, ya que les daré otro lenguaje como para que nadie los entienda jamás." Así fue que el caballo y el perro conocían los secretos designios del dios y veían muchas cosas tristes, especialmente de noche. De sus ojos brotaban así muchas lágrimas, y a la mañana siguiente aparecían por ello cubiertos de lagrimas. Un indio muy sabio y anciano, llamado Leuque-Leuque hacía tiempo que venía observando todo. Tenía muchos caballos y perros, y se le ocurrió que alguno de ellos podría hablar y revelarle secretos que su alma presentía. Así fue que una noche de luna clara que salió cabalgando en su caballo blanco y acompañado de su perro negro, le dijo a Èste: "Dime, no es cierto que por las mañanas tienes lagrimas en los ojos porque durante la noche ves espíritus de seres, almas de los difuntos?. Porque no creo que sea de haragán que ello te ocurra, y te aseguro que muchos deseos tendrÌa yo de ver a mis antepasados y hacerles no pocas preguntas. Habla, pues, mi querido Trewa "Pero el animal no contesta, sino que se escondió detrás del caballo blanco. Entonces el indio, comprendiendo que no quería hablarle, se dirigió a su caballo en los mismos términos agregándole: "Iníciame en estos misterios que yo te prometo guardar el secreto. Jamás alma viviente escuchará lo que tu me confíes." Y ya desesperado concluyó. "Habla, o te mato, pues para ello soy tu amo. El caballo blanco se asustó, y muy triste dijo: "Nosotros los caballos y los Trewas negros tenemos la gracia de que hablas. La recibimos como gran secreto de NguenechÈn, quien confiamos en nosotros que en los humanos, pues no sabéis guardar los secretos, y podríais llenar el alma de vuestros enemigos de terror anunciándoles con seguridad su próxima muerte. Nuestras lagrimas, óyelo bien, no las produce la haraganería, sino que las produce la irritación de nuestros ojos, ya que lloramos al ver las almas de tantos seres conocidos. En el mundo de abajo hay poca luz y es muy triste, ya que deben buscar ellas penosamente su alimento en medio de oscuras humaredas que produce la quemazón de leÒa verde... Y me apena pensar que debo acompañarte a ese mundo de dolor y que mi fin no estará muy lejos." Mucho se asustó el buen indio, y con voz trémula le dijo: "Dime cuánto tiempo quedaré con vida, y yo para agradecerte, buscaré otro acompañante, pues espero que así podrás vivir mucho más teniendo yo otro caballo. Pero, por favor dime cómo haré para divisar tantas cosas sagradas." Y el caballo contestó: "²ntate algo de mis lagrimas  o de las de Trewa sobre tus ojos, y vas a ver lo que vive alrededor tuyo lo que dejó de vivir y lo que ha de vivir. Yo, por desgracia, he visto demasiado, y paso a ti mi don de NguenechÈn." Entonces el indio se untÛ sus ojos con las lagrimas del caballo blanco y enseguida fue vidente. Veía los espectros las almas de sus queridos difuntos bajo el aspecto de animales y formas diferentes, especialmente de aves y animales feroces. Espantoso le parecía el mundo de abajo con sus pobres habitantes, y hasta padecía por los acompañantes, los caballos y los perros de los que iban adelantados a él, vivo todavía. Los caballos tenían de todos los colores, pero uno de ellos tenia siete y era allí el Dios. Todos sufrían y se quejaban, ansiando volver al mundo de los humanos, o al menos como los nobles y los guerreros en las nubes, luchando y combatiendo siempre. Leuque-Leuque, el araucano se impresiono tanto que no podía dormir más. En todas partes, donde otros no veían más que piedras, agua, animales u otras cosas, divisaba Èl almas en pena, errantes, casi siempre tristes, buscando sus seres queridos, para hacerse ver y querer. °QuÈ aflicciÛn para el pobre corazÛn del indio! Ahora todo le daba miedo; por donde miraba veÌa los ya muertos como seres vivos que se acercaban a Èl, que le hacÌan cariÒos y le hacÌan llorar en vez de dormir, llenan do sus ojos de l·grimas ardientes que se secaban y pegaban a los bordes de sus p·rpados, a tal punto que los integrantes de la tribu decÌan: "Leuque-Leu que se pone lagaÒoso y ya no se levanta para cabalgar en su caballo blanco." Al fin murió el anciano, y se le daba como acompaÒante otro caballo, destinado por Èl de antemano para el viaje, como tambiÈn otro querido perro negro, que era el guÌa y que tenÌa que defenderlo cuando cruzara el gran lago para la Isla de los Difuntos, ya que ha bÌa aves de rapiÒa que sacaban los ojos a los viajeros, llevados por el balsero ingrato y hostil. Era un dÌa de lluvia, de hielo y de nieve, sin embargo cayó de las nubes un terrible rayo verde, que mató al caballo blanco, porque había revelado el secreto al hombre. Desde entonces todos los caballos blancos están en peligro de ser matados por un rayo, mientras nada pasa a los perros negros, porque ellos supieron guardar el secreto de NguenechÈn. Sin embargo, a ellos, como a los caballos, se les quitó el habla. Pero pueden ver y sentir como antes, los espíritus y las almas de los muertos, un don que los inquieta, tanto, que los caballos, especialmente en la noche, se quejan y lloran, dan patadas a los aparecidos y relinchan de angustia, mientras los perros aúllan y penan desoladamente, particularmente cuando la luz de Kuyén, la luna, es muy clara, ya que ellos ven las almas a su lado, las temen, y no pueden escapar. Los animales nombrados, entonces, logran saber secretos de los amos de los familiares de estos, la hora de la muerte que los entristece. La visión es tanto más nítida cuanto más fuerte es la luz de la luna. Los caballos blancos siempre sudan, debido a su miedo continuo. Y como llevan su alma en los pelos, se revuelcan con gusto, cuando presienten la lluvia. Y porque tienen miedo al sol como a la luna, buscan guarecerse debajo de un árbol cuando se avecina una tormenta, porque se acuerdan que son malditos por falta de estimación del secreto, siendo que los caballos de otros colores pastan tranquilamente al aire libre y lo mismo que los perros no buscan abrigo alguno.

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