Lima es una ciudad cubierta, la mayor parte del tiempo, por una neblina que a veces entristece hasta las ganas de vivir. No sé si fue ese ambiente el que llevara a César Vallejo a sacarse del alma, en su etapa limeña, sus “Heraldos negros”. Esa grisura del aire, agravada por una polución aterradora, se mezcla con la humedad del mar y con el polvo del desierto que arrinconan a la capital peruana para convertirla en una urbe poco alentadora para habitarla.
Quizás estoy exagerando. No es lo mismo hablar de una Lima que de otra. No se siente el aire ni el ambiente de igual manera en Miraflores o en San Isidro que en las villas miserias que han crecido como hongos en los alrededores de la capital peruana. Hay, en los primeros, casas hermosas, árboles y avenidas, cafés y restaurantes lujosos, tiendas de moda. Pasear por Miraflores o San Isidro, disfrutar de sus terrazas, darse un homenaje con las excelencias culinarias peruanas hacen que uno se olvide de la otra realidad.
Pero está ahí, por mucho que uno prefiera no asomarse o asomarse sólo de refilón. Se trata de barrios nacidos del aluvión, de los sedimentos humanos que la exclusión, que la miseria ha arrastrado como un torrente desbocado tras el aguacero neoliberal que en las dos últimas décadas ha convertido a América Latina en el continente más desigual.
Y Lima es un claro ejemplo de esas desigualdades, un espejo donde se refleja el contraste de ese minoría opulenta que vive de espaldas a una mayoría abocada a sobrevivir en los basureros, simbólicos o literales. Es difícil describir la pobreza de los barrios, de los barriales, que circundan Lima, allí donde el hambre y la sed se enseñorean, allí donde el término pobreza adquiere una dimensión brutal e ignominiosa.
En Lima han hablado hoy de pobreza los mandatarios europeos y latinoamericanos. Una nueva cumbre con el objetivo, al menos el declarado, de luchar contra esa pobreza, contra esa desigualdad, contra esa exclusión que al igual que en Lima salpica las ciudades y las montañas y los valles latinoamericanos.
Ya se sabe que en las cumbres todo va muy rápido, las agendas están muy apretadas, no hay tiempo para nada. Pero quizás no estaría mal que algún jefe de Estado o de gobierno se diera un paseo por alguno de esos barrios limeños, hablara con sus pobladores, respirara el polvo en suspensión, se manchara los zapatos con la podredumbre de los albañales.
A veces es bueno ver aquello de lo que se habla para saber de qué se habla. Pero no va a ser posible, tampoco en esta ocasión. Quizás la próxima. El gris va a seguir en el aire mucho tiempo.
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