El oidor, era un hombre de carne y hueso, y había de casarse
como nos casamos todos. Si nos enamoramos de una chica “la camelamos y decimos
envido y truco, nos contesta ella quiero y retruco”, enseguida hablamos con la suegra
y el resto lo hace la Iglesia y el párroco. Pero, no. Así no se casaban los
oidores de la Real Audiencia.
En las Tradiciones Peruanas, Ricardo Palma, cuenta que
Felipe II creyó muy erradamente, por cierto, que para liberar a esos
magistrados de compromisos en daños de la recta administración de justicia, ya
que no era posible condenarlos al celibato perpetuo, debía prohibirles contraer
matrimonio con la vecina de los pueblos sujetos a la jurisdicción del galán,
bajo pena de multa y la pérdida del empleo, les vedaba, consentir en el enlace
de sus hijas, hermanas y sobrinas con hombre que fuese domiciliado en el país,
prohibición que era igual para los parientes del otro sexo. Decía el monarca que las influencias de la
familia colocan al magistrado en condición propensa o fácil al cohecho.
Escrúpulos de Su Majestad. El que quiere vender la justicia la vende, como paso
con Judas a Cristo, sin pensar en menudencias
ni en pamplinadas penales.
Así cuando un oidor de Lima, que ya estaba cansado de la
soltería pecaminosa o de una viudedad honesta, que le “impusiera castidad
forzosa” y aspiraba a media naranja que le hacía falta, este escribía a uno de
sus colegas de México, Quito o Chile , diciéndole que le buscara esposa,
determinando las “cualidades físicas y morales” que en ella se codiciaban,
también se señalaba la cifra a que la dote debía ascender. Otros dejaban la
elección al buen gusto del comisionado.
El historiador Vicuña Mackenna, que el oidor Álvarez de
Solorzano, encargo a un amigo que le arreglase matrimonio, con una noble viuda
residente en Tucumán (Argentina), con la condición de concretar también el
matrimonio de sus dos jóvenes sobrinos o deudos de la dama, con doña Ursula y
doña Luisa hijas de su señoría. El oidor aspiraba a que en su familia nadie
envidiase dicha ajena, por supuesto que las parejas no se conocían ni por foto,
“que en eso tiempo habría sido hasta pecado
de Inquisición, el imaginarse la posibilidad de reproducir la semblanza
humana, hasta lo infinito, con el auxilio de un rayo de luz solar. Unos
matrimonios en esas condiciones era como sacarse la lotería.
La suerte le daba al prójimo buen o mal número, ni más ni
menos como ahora, a pesar de que no va un
hombre tan a ciegas en la elección de una compañera.
Se cuenta que otro oidor de Lima, el licenciado Altamirano,
arreglo en 1616 matrimonio por intermedio de un colega de Santiago de Chile con
una joven aristocrática, sobre la base de que la dote sería un cargamento de
alimentos de nuestro país, por un valor de cincuenta mil pesos. A boda se
celebró con mucho boato, la ceremonia se realizó por poder que el oidor
Altamirano confirió a otro colega, habiendo actuado como padrino otro
magistrado de igual rango.
Dote y novia fueron enviados a Lima, por su suegro, según
rezaba el contrato matrimonial. El matrimonio de un oidor era en todo su
acepción de la frase, o que se entiende “ a fardo cerrado”. Ni por muestra se conocía la mercadería antes que saliera de
la aduana. De esto resulto que el matrimonio de los oidores, raras excepciones,
los matrimonio de oidor en Lima, casi
siempre anduvieran mal avenidos y fuese un semillero de escándalos.
Debió traslucirse por Felipe V o Carlos IIi, porque se
derogó el real mandato prohibiendo que los oidores y miembros de su familia se
casasen con personas del país donde residía. Ellos quedaron sujetos
a la fórmula general de solicitar sólo real permiso, que nunca les fue negado.
“Los matrimonios a fardo cerrado fueron en el Perú como la capa de gala de los hombres
decentes. Nadie con pretensión de persona de esplendor usaba en actos de etiqueta “capa cortada y cosida
por sastre de esta tierra”. Lo digno era encargarla a la Península, y en
algunas ocasiones capas españolas que resultaron capote, como mujeres de oidores
que resultaron verdaderas mujerzuelas.
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