domingo, 24 de mayo de 2015

DE COMO SE CASABAN LOS OIDORES

El oidor, era un hombre de carne y hueso, y había de casarse como nos casamos todos. Si nos enamoramos de una chica “la camelamos y decimos envido y truco, nos contesta ella quiero y retruco”, enseguida hablamos con la suegra y el resto lo hace la Iglesia y el párroco. Pero, no. Así no se casaban los oidores de la Real Audiencia.
En las Tradiciones Peruanas, Ricardo Palma, cuenta que Felipe II creyó muy erradamente, por cierto, que para liberar a esos magistrados de compromisos en daños de la recta administración de justicia, ya que no era posible condenarlos al celibato perpetuo, debía prohibirles contraer matrimonio con la vecina de los pueblos sujetos a la jurisdicción del galán, bajo pena de multa y la pérdida del empleo, les vedaba, consentir en el enlace de sus hijas, hermanas y sobrinas con hombre que fuese domiciliado en el país, prohibición que era igual para los parientes del otro sexo.  Decía el monarca que las influencias de la familia colocan al magistrado en condición propensa o fácil al cohecho. Escrúpulos de Su Majestad. El que quiere vender la justicia la vende, como paso con Judas a Cristo, sin pensar en menudencias  ni en pamplinadas penales.
Así cuando un oidor de Lima, que ya estaba cansado  de   la soltería pecaminosa o de una viudedad honesta, que le “impusiera castidad forzosa” y aspiraba a media naranja que le hacía falta, este escribía a uno de sus colegas de México, Quito o Chile , diciéndole que le buscara esposa, determinando las “cualidades físicas y morales” que en ella se codiciaban, también se señalaba la cifra a que la dote debía ascender. Otros dejaban la elección al buen gusto del comisionado.
El historiador Vicuña Mackenna, que el oidor Álvarez de Solorzano, encargo a un amigo que le arreglase matrimonio, con una noble viuda residente en Tucumán (Argentina), con la condición de concretar también el matrimonio de sus dos jóvenes sobrinos o deudos de la dama, con doña Ursula y doña Luisa hijas de su señoría. El oidor aspiraba a que en su familia nadie envidiase dicha ajena, por supuesto que las parejas no se conocían ni por foto, “que en eso tiempo habría sido hasta pecado  de Inquisición, el imaginarse la posibilidad de reproducir la semblanza humana, hasta lo infinito, con el auxilio de un rayo de luz solar. Unos matrimonios en esas condiciones era como sacarse la lotería.
La suerte le daba al prójimo buen o mal número, ni más ni menos como ahora, a pesar de que no va un  hombre tan a ciegas en la elección de una compañera.
Se cuenta que otro oidor de Lima, el licenciado Altamirano, arreglo en 1616 matrimonio por intermedio de un colega de Santiago de Chile con una joven aristocrática, sobre la base de que la dote sería un cargamento de alimentos de nuestro país, por un valor de cincuenta mil pesos. A boda se celebró con mucho boato, la ceremonia se realizó por poder que el oidor Altamirano confirió a otro colega, habiendo actuado como padrino otro magistrado de igual rango.
Dote y novia fueron enviados a Lima, por su suegro, según rezaba el contrato matrimonial. El matrimonio de un oidor era en todo su acepción de la frase, o que se entiende  “ a fardo cerrado”. Ni por muestra  se conocía la mercadería antes que saliera de la aduana. De esto resulto que el matrimonio de los oidores, raras excepciones, los matrimonio de oidor en Lima, casi  siempre anduvieran mal avenidos y fuese un semillero de escándalos.
Debió traslucirse por Felipe V o Carlos IIi, porque se derogó el real mandato prohibiendo que los oidores y miembros de su familia se casasen con  personas  del país donde residía. Ellos quedaron sujetos a la fórmula general de solicitar sólo real permiso, que nunca les fue negado.
“Los matrimonios a fardo cerrado fueron en  el Perú como la capa de gala de los hombres decentes. Nadie con pretensión de persona de esplendor usaba  en actos de etiqueta “capa cortada y cosida por sastre de esta tierra”. Lo digno era encargarla a la Península, y en algunas ocasiones capas españolas que resultaron capote, como mujeres de oidores que resultaron verdaderas mujerzuelas.


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