Cuenta Ricardo Palma en sus Tradiciones Peruanas que
en el año de 1795, había un grave desacuerdo entre el vigésimo obispo de
Trujillo Don Manuel Sobrino y Minaya, y el intendente de esa región don Vicente
Gil y Lemus, quien era sobrino del virrey don Francisco Gil de Taboada Lemus
Villamarín.
Se da las circunstancias de que el intendente, había
autorizado una corrida de toros en un día domingo, “día consagrado al Señor”,
pero el obispo veía mucho de irreligiosa esta desobediencia a lo ordenado por la Santa Iglesia, su ilustrísima
sostenía que algunos cristianos olvidarían cumplir el obligado precepto de oír la santa misa, por asistir a la profana fiesta y llegar a
tiempo para obtener su asiento.
El obispo Sobrino y Minayo, era muy aficionado a la bronca,
y tanto de gorda fue que la armó, por poner en vigencia una ordenanza de Felipe
II la cual disponía “que las hembras de enaguas airadas vistieran para no ser
confundidas con las honestas damas, de paño pardo de picos, de donde, por si
ustedes lo ignoran , les diré que tuvo origen la frase andar de picos pardos”.
El intendente sostenía que eso de legislar sobre el vestido y la moda era
asunto de sastres y costureras más que de la autoridad, pues la real ordenanza había caído
en desuso y que por fin, antes se pondrá a clavar banderillas y a estoquear un
toro bravo, que los dimes y diretes con el sexo que se viste por la cabeza.
Con este tema la ciudad estaba dividida en dos
bandos: el que acataba los escrupulos del obispo y el simpatizaba con los vanidades
de la autoridad civil.
El obispo había logrado ya que la Santa Inquisición,
tuviera ”con ojo” al intendente como sospechoso de la fé, garrotazo que también alcanzó a su tío el virrey,
quien ya figuraba en los registros como lector de libros prohibidos.
Pero el intendente que era muy aficionado a la
pluma, y por cada correo de “Valles”
(que asi era llamado al que cada mes llegaba a la capital trayendo la
correspondencia de los valles y pueblos
del norte) enviaba una resma de cartas y
memoriales a la Real Audiencia y a su tío el virrey, contra el obispo de Trujillo. En alguna de esas
cartas acusaba al mitrado de desacato a su majestad el monarca, porque en el escudo
de armas de la ciudad, colocado en el salón principal del seminario , el obispo
había suprimido la corona real.
El escudo de armas
de la ciudad de Trujillo fue dado por Carlos V. Constaba de un solo
cuartel, en el que con fondo azul, se alzaban dos columnas en plata sosteniendo
una corona de oro. “Dos bastos de gules sobre fondo de aguas, en sinople y en
el centro de ellos la letra K (inicial de Karolus V) formaban aspas con las
columnas. Este escudo mantelado, estaba sobre el pecho de un águila en sable”.
La Real Audiencia dijo que le era indiferente lidiar
los toros en un día festivo o de trabajo, y que opor lo tanto, ni el intendente
se había extralimitado, ni el obispo faltado a su deber reclamando contra lo
que en conciencia creía infractorío de prescripciones eclesiásticas.
En cuanto a lo de ”picos pardos”, la Audiencia dijo
que el obispo hacia bien en querer que
la oveja limpia no se confundiese con la oveja sarnosa; pero que el
intendente había estado bien declarando que en España e Indias habían
caído en desuso el mandato real desde el
Advenimiento del cuarto Felipe al trono español.
En cuanto al escudo la Audiencia sentencio y culpo al descuido del pintor, “que la soga rompe siempre por lo más débil:
honrado el obispo porque comprobó haber
reprendido oportunamente al “pintamonas”. El i9ntendente se engrandeció porque acreditó celo y amor a los fueros
reales. “Para repartir con sagacidad
dedadas de miel no tenía pareja la Audiencia de Lima.
Como hemos podido comprobar, la Real audiencia,
mucho se cuidó de no agraviar a ninguno de los dos contendientes dejando el
campo abierto para una posible reconciliación, no por ello cesaron de seguir
discutiendo “mátame la yegua, que de matarte he el potro”.
El 1 de enero de 1796, el cabildo debía proceder a
la elección de alcalde de la ciudad, cargo honorifico, que se disputaban ese
año, el señor Maradiegue y el señor Velezmoro, ambos, acaudalados e hidalgos de
sangre azul y vecinos de Trujillo. El intendente Gil patrocinaba la candidatura del primero y el
obispo se declaró partidario del antagonista.
Después de muchas influencias y de las consabidas intrigas de los
partidarios de los unos y los otros, se reunieron los veinticuatro regidores,
con derecho a voz y voto, y resulto que sacaron doce cedulas que daban como
ganador a Velezmoro, y las otras doce para Maradiegue.
Se volvió a convocar a los veinticuatro regidores, para una segunda votación al día
siguiente, por lo que los partidarios de ambos señores trabajaron con mucho
empeño para conseguir el voto que faltaba, pero el resultado fue el mismo.
El 3 de enero se tenía que efectuar la votación
decisiva, si el empate seguía, tenia que ser echado a suerte. La ciudad de Trujillo
no podía quedarse sin alcalde, que habrían dicho las almas de Francisco Pizarro,
fundador de la ciudad y de Diego de Agüero, el primer alcalde.
En la mañana de ese día el obispo tuvo la sospecha,
de que uno de los regidores no jugaba limpio, pues, su hija de espíritu, le aviso bajo secreto de
confesión, que a media noche había habido una misteriosa y larga conferencia,
intendente y cabildante. E intendente se frotaba las manos con mucho regocijo.
El obispo no se descorazono por tan poco, y sin pérdida de tiempo convoco
a los once regidores de cuya lealtad se
fiaba y les cdijo: “hoy nos parten por la hipotenusac si nos descuidamos, que el bellaco de don
Teodosio se ha comprometido ha hacernos
una perrada”. El obispo lo sabia de muy buena fuente. Pero como ya no podemos
ayudar a nuestro protegido, es muy factible que estorbemos el triunfo del
adversario. ¿Pero cómo?, preguntaron los cabildantes al obispo.
De una manera muy sencilla, dijo, lanzando a la
arena un candidato muy prestigioso que ha de tener bien amarrados “los pantalones”,
el regidor que le niegue el voto.
Los partidarios de Velezmoro se quedaron con la boca
abierta. Al fin uno de ellos dijo . No encuentro quien puede ser el personaje de tanta importancia que nos saque de este conflicto.
El obispo les dijo, que no se rompieran el coco, pues él ya lo había
encontrado. Los regidores le prometieron sus votos, pero antes preguntaron ¿si
no es indiscreta la pegunta, puede saberse el nombre del nuevo alcalde? .
El obispo les dijo que calmaran su impaciencia. Su
secretario iría más tarde al Cabildo y lles llevará las cedulas al Cabildo.
Mientras tanto tenemos tres horas, por delante que bien aprovechadas, nos darán
la victoria. Su carroza aguardaba y se volvía al campo enemigo. Echándoles la
bendición, los once cabildantes se retiraron.
A las 2 de la tarde de ese mismo día, y por
dieciocho votos, contra seis, fue proclamado alcalde de la ciudad de Trujillo,
el excelentísimo señor don Manuel Godoy, príncipe de la Paz, duque de Alcudia,
ministro omnipotente de Carlos IV y amante idolatrado de la reina María Luisa,
a la cual dicen que con la guitarra en la mano le cantaba con muchísima gracia la
siguiente copla: “Benditos los nueve
meses/que estuviste, que estuviste,/ en el vientre de tu madre/para consolar a
un triste.
Cierta mañana el monarca español , le pregunto a
Manuel ¿cierto es que te han hecho alcalde?. Y tan cierto, le contestó Manuel
Godoy, he aceptado el nombramiento con algunas provisiones que quiero que Vuestra
Majestad firmara, haciendo buenos y leales vasallos los trujillanos.
Manuel sacó tres pliegos de la cartera el rey le pidió
los documentos y sin leer el contenido, puso su firma “yo el rey”.
Por la primera de estas reales cedulas se acordaban
muchas preeminencias al Cabildo y a la ciudad de Trujillo y que el alcalde de
segunda nominación desempeñase las funciones que a G9odoy le correspondían.
En la segunda se” ennoblecía a la ciudad hasta donde
ya no era posible, porque se añadían a su escudo de armas tres roeles de oro,
en sautor, sobre las columnas de plata. Esto es, metal sobre metal, lo que en heráldica
vale tanto o más que ser primo hermano de Dios-Padre”. Es desde esa época en
que los trujillanos se jactan y con razón de ser tan nobles como el rey. La ciudad de Lima, con ser la capital, no
luce en su escudo de armas metal sobre metal. Esta honra estaba reservada para
Trujillo.
La última, que era pasmosa, establecía que los
buques pudieran ir directamente de Cadiz a Huanchaco, lo que importaba poner a
Trujillo en una condición superior a
casi todos los pueblos del virreinato. Con esta concesión de prosperidad y
riqueza eran consecuencia segura para todos los vecinos.
Al recibirte estas reales cedulas, el obispo Sobrino
y Minayo, no pudo sentirse más alagado con su lectura de ellas, “porque
acababan de pasar a mejor vida, como dicen los que precian de saberlo”.
Pero veamos cómo es de !ingrata y olvidadiza la
Humanidad!. A pesar de tantas gangas y mercedes de tanto calibre. Trujillo fue
la primera ciudad del Perú que en el día de los inocentes (26 de diciembre de 1820) proclamo en el
Cabildo la independencia patria, extendiendo y firmando el acta por lo que los
vecinos juraban defender “no solo la libertad peruana, sino también la usanza
de los caballeros de Santiago Alcántara y Calatrava, la pureza de María Santísima”.
Pero parece que alguien advirtió al marqués de Torre Tagle ( que era el
verdadero impulsor del pronunciamiento) caer en la cuenta de que era un
verdadero inconveniente la mezcolanza de religión y política, y al día
siguiente 29 de diciembre, suprimiendo lo relativo a la Madre de Jesús.
Pero dejando de lado las murmuraciones de envidia ,
nadie le quitará a la ciudad de Trujillo haber tenido por alcalde a un príncipe,
ni que en su escudo haya lucido metal sobre metal.
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