Por aquella época en que estudiaba en la Facultad de
Letras de la Universidad de Letras, en la Plaza Francia, tenía una compañera que vivía en Orantica del
mar, después de las clases muchas veces la acompañaba a su casa, y la mayoría
de las veces nos poníamos a estudiar para los exámenes. Así nació, luego con el
tiempo un verdadero amor por esa chica que vivía en Orrantia.
Hoy la urbanización
Orrantia del Mar no solo es conocida porque allí se encuentra la parroquia
Medalla Milagrosa, el colegio León Pinelo, el primer local de la panadería San
Antonio o por sus elegantes edificios o casonas (como la que hoy alberga a la
Embajada rusa, antes propiedad de Anita Fernandini de Naranjo, en la última
cuadra de la avenida Salaverry). También se le conoce porque parte de sus
manzanas son disputadas por los distritos de Magdalena del Mar y San Isidro.
¿Pero de dónde viene el nombre de la disputada urbanización? La clave, como
siempre, nos la da la historia. Sus terrenos también albergaron plantaciones
agrícolas desde los tiempos coloniales. Y, durante el siglo XVIII, exactamente
en 1748, esta zona fue adquirida por don Juan Domingo de Orrantia y Garay,
Caballero de Santiago. Sus
padres fueron el bilbaíno Juan Domingo de Orrantia y Garay y de Josefa de
Alberro y Ortega, ambos de las Vascongadas. Era un acaudalado comerciante,
llegando a ocupar altos cargos eclesiásticos y académicos, supo siendo prior
del Tribunal del Consulado de aquel reino. Supo dirigir con mucho acierto todos
los negocios que ocurrieron en él. Adquirió las conveniencias necesarias para
mantener con lustre y fue el objeto de su primera atención a que sus hijos
tuvieran la crianza y educación correspondiente a su nacimiento, para que
pudiesen algún día ocuparse útilmente de los servicios del rey y de la patria. A partir de allí, estos terrenos fueron conocidos
como el “Fundo Orrantia”.
Al salir de la
Facultad, ambos nos íbamos al jirón de la Unión a tomar un helado en el “Cream
Rica”, en el “Viena” o en el “Goyescas”, cafés de moda por aquellos años, para
luego tomar el ómnibus que nos llevaba por toda la avenida Salaverry, donde desde
sus destartaladas ventanas podíamos contemplar las grandes mansiones y los
carros de los ricos que vivían a lo
largo de esa avenida, podíamos observar la casa de los Oechsle, los Berkemeyer,
la de los Poblete, y al final de la avenida, en la cuadras treinta y seis, la
de los Belaunde, y muchos otros, la mayoría empresarios. Al llegar a la última
cuadra, nos encontrábamos con un gran parque llamado la “Pera del amor”, allí había un grifo y un
restaurant de pollos llamado “el Pollón” , el que estaba dividido en tres partes,
la parte de fuera era una heladería donde se podía llegar con tu carro, en compañía
de tus amigos, y degustar los deliciosos
helados o comer un pedazo de pollo a la brasa. En la parte de dentro existía un
pequeño comedor y un poco más adentro había una pequeña pista de baile con
cuatro mesas. Muchos días después de las clases, solíamos ir hasta allí y solíamos pedir dos ginebras con naranja y
bailar un poco. Los mozos ya nos conocían y no era necesario el pedir las
cosas. Creo que ella me enseñó a bailar,
seguramente después de haberla pisado muchas veces, aprendí a bailar, también teníamos
largas conversaciones, sobre las clases de la Facultad, que muchas veces eran
el refresco de una lección que nos iban a preguntar al día siguiente.
Otras veces en
nuestras conversaciones había muchas promesas de amor, las que se fueron
enfriando con el transcurso de la vida. Hoy cuando recuerdo todo esto se me
viene a la mente muchas cosas muy lindas, que cuando éramos más jóvenes, entonces
sí que podíamos darnos el lujo de no pensar en el futuro, sino en lo que estábamos
haciendo en esos momentos.
Lindas evocaciones llenas de felicidad que ya no volverán pero siempre estarán
presentes en nuestras vidas, por más lejos que nos encontremos.
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