El balneario de
Ancón recibe hoy a veraneantes de todos los sectores económicos. El antiguo
malecón por donde transitaban los apellidos más ilustres hoy es recorrido por
vecinos de toda Lima Norte.
El 29 de octubre de 1874, por Decreto Supremo del presidente
de la República, Manuel Pardo, se fundó y creó el distrito de Ancón.
Los vecinos de Ancón reclaman que sus arbitrios no se
transforman en obras, a pesar de ser elevados.
Contrastes reinan en lo que fue el centro de veraneo
más lujoso que tuvo el Perú en los años sesenta.
Su arquitectura es mudo testigo de tiempos de opulencia.
Su arquitectura es mudo testigo de tiempos de opulencia.
Al caminar por el malecón de Ancón es imposible no
sorprenderse con la arquitectura del lugar. Los altos edificios de
departamentos bordean la bahía, la rodean. Pareciera que la protegen de
agresores imaginarios, de fantasmas del pasado. A su lado, cual sobrevivientes,
quedan algunas inmensas casonas de finales del siglo XIX –los ranchos, como las
llaman los lugareños– y los clubes de navegantes (propietarios de embarcaciones
de recreación) son muestra clara del lujo que aún persiste en el balneario,
pero que desaparece con los años. Hoy las edificaciones permanecen como
silenciosos rezagos de otros tiempos.
Mientras recorremos
el malecón en una “anconeta” –esa especie de triciclos manejados a pedal que
dicen que son las antecesoras de los mototaxis– no podemos evitar mirarlo todo
con ojos de extrañeza. Los símbolos se mezclan. El lujo y la pobreza se cruzan a todo momento
al parecer sin darse ni cuenta.
La diferencia es
abismal y la distancia muy corta. Mientras elegantes señoronas toman el sol en playas cercadas, a escasos metros
decenas de pobladores de los asentamientos humanos aledaños juegan con la arena
al mismo tiempo que comen un suculento plato de arroz con pollo. Ambos grupos
parecen haber llegado a un acuerdo: no verse, pensar que no existen. Sin
embargo el tiempo está definiendo un ganador entre ambos.
Hay símbolos que
marcan una época. Cuando estos cambian se transforman en leyendas. Viejas
historias que hablan de un tiempo que ya no está, que se fue. En Ancón, lo que
por años fue el centro de reunión de los jóvenes veraneantes, la heladería
D’onofrio, hoy se ha transformado en un centro de expendio de pollo a la brasa. En este local
la música chicha y tecno suena a todo volumen por los parlantes, dejándose
escuchar por toda la Plaza de Armas. El Kachito –así se llama la pollería – tiene su gente.
Para los antiguos anconeros esto es poco menos que
una ofensa al buen gusto, un sacrilegio. Sin embargo, para los nuevos jóvenes
que pasan sus días en lo que antes fue el balneario más exclusivo del Perú, es
simplemente una parte de la evolución de la ciudad.
Definitivamente Ancón se ha convertido con los años
en el reflejo más claro de la mixtura originada por la migración. Una mezcla
que ha transformado todo, dejando a la imponente arquitectura y algunos
románticos veraneantes de toda la vida como mudos testigos de una época de
lujo, opulencia y derroche que ya no es más que un recuerdo.
A pesar de que, en
la década de los noventa, la mayor parte de la clase alta limeña decidió mudar
sus residencias de verano a las playas del sur de Lima, existe un importante
grupo de gente adinerada que decidió mantenerse fiel a Ancón, su playa de toda la vida.
Carlos Bañuelos
tiene 16 años y está feliz de pasar sus veranos en el balneario del norte de
Lima. Aunque es testigo de cómo la mayoría de sus compañeros de colegio viajan
en dirección contraria cada fin de semana él percibe en Ancón un sentimiento
distinto. “Las casas de las playas del sur son muy limeñas. En Ancón hay otro
ambiente”. Y es que la familia de Carlos es dueña de uno de los ranchos más
antiguos, grandes y hermosos de todo el balneario. Aunque su interior ha sido
remodelado por la familia recientemente, la decoración conserva el toque
clásico que reina en todo Ancón.
Aunque las veraneantes, las señoronas de sociedad,
prefieren mantener el anonimato, algunas se animaron a compartir sus opiniones
con nosotros. Marita, quien ha pasado más de cuarenta veranos en Ancón, dice
que la gente que acude ocasionalmente a la playa los fines de semana debería
ser más educada y cuidadosa. “Ensucian las playas. Las invaden. Ni siquiera
provoca salir a caminar los domingos por el malecón”, confiesa.
Sin embargo ella afirma que adora la tranquilidad
del mar de Ancón. “Aquí podemos tener botes, en las playas del sur el mar es
muy movido y no se puede navegar tranquilo”, cuenta, caminando apurada. Su
sombrero, sus lentes de sol y su vestido largo no nos dejan verla bien. Sin
despedirse se aleja sin responder su apellido. El sol la espera.
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