Cuando Francisco Pizarro fundo la ciudad de Lima,
los vecinos tenían que ocupar uno de sus criados, para que “en grandes cantaros de barro”
trajese del río al hogar el refrigerante e imprescindible líquido.
Algunas familias acomodadas quisieron consumir mejor agua que la del
cauce del río, y mandaban a un esclavo negro en un asno, que sustentaba un par
de pipas a proveerse de agua clarísima de Piedra Lisa y de otras vertientes
vecinas a la ciudad.
Piedra Liza se ubica en el límite de San Juan de Lurigancho y el Rímac. Fue
fundado a mediados del siglo XX. En la antigua Lima Colonial por los años de
1685, el lugar era conocido por su antiguo molino del tipo llamado de Cubo, los
cuales eran comunes en la España del siglo XVI. Este molino se encontraba
ubicado muy cerca al puquial y toma principal del canal que descendía de San
Juan de Lurigancho, para luego ser conocido como "baños de Piedra
Liza".
En el año de 1650 se constituyó, con un gasto de ochenta mil pesos, una
pila monumental en la Plaza Mayor, asociándose quince o veinte negros que ya
estaban en libertad, y se organizaron un gremio para proveer de agua a los
vecinos. El precio con que se vendía era de medio real de plata por cada viaje.
Un viaje de agua constaba de dos pipas.
Estos aguadores usaban un lenguaje soez potr la desvergüenza de su
vocabulario, “Tanto que era refrán para
las buenas madres limeñas, al reprender a sus hijos diciendo “Callen niños que
por las “lisuras” que dicen me parecen aguadores”.
El gremio de estos ambulantes, se anunciaba con el tintineo de una
campanilla al paso del asno, y conforme al reglamento, estaban obligados a
consagrar cada quince días una tarde a la matanza de perros callejeros que no
ostentaban un collar, comprados por sus dueños de la autoridad de policía,
previo pago de dos pesos. El seguro de vida era barato, siendo el mes de
diciembre, el que estaba designado para la renovación de la argolla.
Estos negros utilizaban para matar a los pobres perros callejeros, unos gruesas
trancas con punta de plomo, y en esa tarde era horrible y repugnante el
espectáculo que ofrecían las calles de Lima. En el año 1856 ó 57 después de la
batalla de la Palma, se sustituyó el feroz garrote por el de la carne
envenenada, sistema que no admitía privilegios ni excepciones caninas. Igualdad
ante la ley de muerte al perro “chusco” como al mimado “falderito”. Quien
deseaba salvar a su mascota tenía que averiguar preguntando al aguador de la
casa cuando era el día del “bocadillo”, a fin de mantener encerrado en la casa
al ladrador. Cuando ceso de funcionar el gremio
quedaron todos los perros de Lima, “como moros sin señor y libres de todo susto” Después de
muchos
años, se estableció la perrera
municipal.
La
aguadores celebraban su fiesta anual el día de San Benito, patrón del gremio, y
la Misa se celebraba en la Iglesia de San Francisco. Era para ellos ese día de
mucho francachela.
Al
incorporarse un nuevo aguador al gremio, entregaba cuatro pesos al alcalde,
para fondos de la asociación al incremento de los cuales contribuía semanalmente con la cuota de un real de plata.
Estaban
también obligados a regar cada sábado la
Plaza Mayor y las plazuelas de San Francisco, Santo Domingo, la Merced y San
Agustín.
Al
llegar la república con sus ideas de igualdad democrática, el gremio de los
aguadores se convirtió en una fuerza política para los actos eleccionarios. El
alcalde se transforma en un personaje
muy mimado por los caudillos. El que contaba con la ayuda del gremio
tenía asegurada las elecciones tanto parroquiales de la capital. “La disciplina
era una maravilla, pues nadie osaba
hacer la más ligera observación a un
mandato del alcalde”. Al integrarse en el gremio, todos los asociados prestaban
juramento de obediencia.
En
1850 hubo en Lima, un caballero acaudalado, al que bautizaron con el nombre de
José Francisco, quien era un gran
político, quien había calculado que si se adueñaba de los aguadores, sería
siempre el consentido de palacio, lo que se llama una potencia. Nuestro hombre
se convirtió en el paño de lágrimas para los del gremio, que en cualquier
problema acudían a el, y con bastante frecuencia los salvaba de ir a la cárcel por
cualquier problema doméstico. El era el padrino de bautizo de todos los retoños,
y por supuesto, que siempre tenía un compadre alcalde. Tenía a todos los
aguadores comprados y hasta les daba una “propina” para que se tomaran algo en
la “pulpería” a su salud.
Cuenta
Ricardo Palma en sus tradiciones que “en una ocasión vieronse varios aguadores
complicados en un juicio por pecado de
hurto. Don José Francisco se puso en movimiento, y después de recia fatiga, consiguió
que el juez sobreseyera en la causa, dejando a los acusados en libertad para
repetir la hazaña”. El gremio en prueba de agradecimiento y en voto de
unanimidad, nombro de don José Francisco “Aguador honorario”, distinción que
hasta entonces nadie se había acordado.
Se
cuenta que todos los sábados se congregaban
todos los aguadores alrededor de la gran pila de la plaza Mayor. A
nuestro hombre se le veía paseando delante de los arcos del Portal de Botoneros
y cuando al pasar lista gritaba el alcalde: “!José Francisco, aguador honorario!”
, siempre se oia la voz que contestaba “!Presente señor alcalde!” y cumplido su
deber de disciplina se retiraba a su domicilio.
En
la vida política los aguadores tenían la siguiente misión.
Desde el día anterior a la constitución de las mesas distritales
que debían recibir el sufragio de los ciudadanos, los aguadores se reunían en
algún caserón viejo, dejando a los partidos políticos en libertad para la
lucha. Los aguadores eran un cuerpo de expectativa o de reserva, pero ellos
pasaban las horas consumiendo aguardiente y comiendo butifarras , hasta que les
daban la noticia de que el partido de la oposición al Gobierno había triunfado
o estaba en vías de adueñarse de alguna parroquia. En ese instante aparecía
José Francisco con su revolver en la mano
y gritando “! A tomar la mesa de San Marcelo! ¡A San Marcelo muchachos! ¡Viva
el gobierno!” “aquí no hay más Dios que Mahoma y don José Francisco, , que es
su profeta”.
Con
el garrote, la daga o puñal en mano, en medio de un gran griterío y corriendo
por la calle los doscientos negros aguadores se lanzaban sobre los ocupantes de
la plazuela, que después de una ligerísima resistencia y algunos heridos, se
daban todos a la fuga “o ponían pies en polvorosa ¡Victoria por los aguadores…y
por el Gobierno!.
Desde
hace muchos siglos, en el campo eleccionario ya no corre sangre. Aunque se ven embrollos
y trampas pacíficas en las ánforas, han reemplazado al garrote de los aguadores,
que no es más que un recuerdo de una época de antaño.
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