Hace unos días cuando trate de cortar un
papel con una tijera que tengo encima del escritorio el resultado fue fatal: el
papel se dobló y terminó por romperse. La tijera no tenía filo. Seguramente
alguien había estado usándola para recortar alguna de las cosas irrecortables.
Es por eso que me acordé del afilador que iba por mi barrio de Santa Beatriz,
allí en mi Lima. Esa Lima que no puedo olvidar y que llevo siempre en mi
corazón
Ahora
ya no se ven por las calles al afilador, ni se oye su flauta. Esa
característica escala ascendente y descendente producida por el sencillo instrumento anunciaba la
presencia del afilador, cuyo taller consistía en una rueda propulsada a pedal
que movía un esmeril. Los afiladores de aquellas épocas eran casi todos
gallegos, y se llamaban Nabor, Novoa, Iglesias, Manolo, Isaac, siendo la
mayoría de ellos naturales de Orense, -tierra de la chispa- y la Coruña. Habían
emigrado ha las Américas buscando una mejor vida y una mayor bienestar, casi
siempre llegaban solos, y con destino al
puerto del Callao, y allí asentaban su cuartel general, viviendo todos los
paisanos en una misma casa. Muchos de
ellos, años después, cambiaron su instrumento de trabajo y se dedicaron a la
pesca en el puerto al norte de Lima, en Chimbote. Haciendo muchos de ellos las
Américas cambiando la rueda de afilar por el barco de pesca.
Cuando se oía la flauta del afilador,
aparecían en la calle cocineras y vecinas armadas de manojos de cuchillos,
algunos de aspecto amenazante y otros que - de tanto, uso y a punta de afiladas
- había perdido casi toda la hoja. El afilador se instalaba sobre la vereda y con su latita
sacaba agua de la acequia.
Cuando llegué a Oviedo, a este Oviedo del
alma, a este Ovetus panza de burro, a este Pilares como lo llamaba Pérez de
Ayala, todavía se podía ver por las
calles al afilador que con su flauta llamaba a sus clientes, la mayoría “chicas
de servicio” que bajaban corriendo por las escaleras para que no les quitaran
el turno.
En
el antiguo Fontán, corazón ovetense, allí donde el trajín de la ciudad se ha
oído durante siglos expresado de mil modos diferentes. En el Fontán se
concentra el bullicio de los proveedores a la amanecida, el de los
consumidores- amas de casa- especialmente – a medio día, la moderada compostura
de los partidarios de la “pinta de vino” y la charla al llegar el crepúsculo.
Aún todavía queda en los portales un
afilador que también arregla paraguas de
todo tipo, y aún tiene clientela que va a hacer arreglar sus paraguas, de paso
manda afilar su cuchilla de siete fuelles,
y mientras espera el arreglo hace gasto en otros comercios de la zona.
Alguna vez también fui por ahí a que me arreglara mi viejo paraguas
La lata con agua colgada al lado de la
rueda, comenzaba el trabajo. Luego de inspeccionar cuidadosamente el cuchillo,
el afilador le daba viada al esmeril y comenzaban a salir las chispas. Además
del esmeril había una correa y una piedra para asentar. La calidad del trabajo
iba en proporción inversa a la cantidad y, si había muchos cuchillos por
afilar, el hombre lo hacía a toda velocidad y el resultado era un cuchillo que
brillaba mucho y tenía mucho filo por poco tiempo. Cuando tenía tiempo, el
afilador trabajaba con ciudado y asentaba esmeradamente los cuchillos.
Al igual que todos los chicos del barrio,
yo también tenía mi cuchillo. Era un cuchillo de Boy-Scout que tenía en el
mango una cabeza de caballo, se suponía
que era fino y estaba siempre cubierto de vaselina a pesar de lo cual estaba
oxidado. Mi cuchillo tenía suficiente filo para cortar cualquier cosa de las
que se suponía debía cortar. Sin embargo, cuando venía el afilador, lo sacaba
para que lo afilara. Era la única ocasión en que podía hacer algo con él. El
hombre me cobraba cincuenta centavos por pasarlo por la piedra y me decía que
era un lindo cuchillo, con lo cual se aseguraba que la próxima vez se lo traería
de nuevo. Naturalmente que no lo usaba para cortar nada pues era demasiado
fino, y para hacer hondas o palos para jugar “palito chino”, usábamos cuchillos
de cocina.
Cuando nos mudamos a San Isidro veía aún
de vez en cuando al afilador. No era el mismo, pero su herramienta
taller-rodante era idéntica. Haciendo un cálculo aproximado, deben haber pasado
más de veinticinco años desde que vi por última vez al afilador. Ahora, por mi
nuevo barrio ha llegado el organillero que con su monito trata de dar la
“suerte”. También desde hace poco a esta parte,
apareció un hombre que con su triciclo va por las calles y avenidas voceando “comprooo botellas vaciasss”.Compra
toda clase de botellas, fierro y todo lo que se cuadre, que luego revende a otros para poder
subsistir diariamente. Pero nunca he vuelto a ver por las calles de mi barrio
al viejo afilador. No debe extrañar que las tijeras y cuchillos de la casa no
corten como antes...
Eran otros tiempos, al decir los viejos
tiempos no se quiere establecer ninguna clase de valoración acerca de si los
tiempos pasados fueron mejores, regulares o peores. “Sencillamente han sido los
viejos tiempos”.
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