“Reloj, no marques las horas”
Mi sobrina, Ña Emilia, que es una limeña mazamorrera, bien
criolla, -como yo- de esas de rompe y raja, me llama por teléfono para
invitarme a degustar en “Las Mesitas” de Barranco unos ricos postes limeños de
antaño, esos de la época en que todavía se podía andar por Lima a pie y donde
no había peligro de ninguna clase. Quedamos ese mismo día a las siete de la noche en mi casa. Pero en
el Perú las siete de la noche nunca es
las siete de la noche. En el mejor de los casos
es la siete y media y en el peor las nueve o diez. La hora de mi país
camina siempre atrasada y las tarjetas de invitación las usamos para ver la
dirección de y la frase “hora exacta” parece una broma.
En
Lima, desde hace mucho, nada empieza a la hora pactada. La impuntualidad entre
nosotros es un pacto social, y hasta la saludamos con una palmadita cómplice y una sonrisa de amigos. El que
llega a la hora exacta es acusado de puntual y exagerado. Nadie o pocos
protestan por la tardanza
En
Lima ser puntual es una aventura. El limeño de hoy para llegar a tiempo a algún
lugar tiene que calcular más variables que un inglés, un francés o un suizo,
ciudades donde el metro pasa todos los días, a la hora exacta, por los mismos
paraderos, y casi no existen imponderables. El limeño de hoy para llegar a
tiempo a algún lugar tiene que calcular.
Lima es una ciudad sin horarios, con un caos de tráfico y sin un sistema de transporte masivo, con semáforos
malogrados, con calles que se cierran y abren a cada momento, es entonces
cuando la puntualidad se vuelve una aventura. Pero como nos es difícil llegar a tiempo, “hemos invertido los valores
y allí creemos que el que llega a la hora es un tonto”
En
estas condiciones nace la hora peruana, y el ser puntual se convierte en un
signo de desprestigio. Y es raro que un
ministro atienda rápidamente a un visitante o que una persona con autoridad
reciba puntualmente a un subordinado. En esos casos, la puntualidad se
confunde con la falta de autoridad.
Al
fin llega mi sobrina, me cuenta que había mucho tráfico en el zanjón viniendo
de Miraflores, pero como estamos acostumbrados a la hora peruana, no me llama
la atención pero me alegró de que nos vamos a ir a saborear y a recordar aquellos
dulces que hacia la buena de Natalia, la cocinera negra que me enseño -cuando
era niño- a conocer lo típico y lo mejor
de mi tierra.
Estos
riquisimos postres ya no se hacen en los fogones de los modernos restaurantes,
-ya casi las cocinas han pasado al olvido- y ni se diga en las casas, porque
ahora ya no se cocina. En algunas casas ya hasta tienen un libro con la lista
de las cosas que tiene cada restaurante, con solo levantar el teléfono y
solicitar los platos a los pocos minutos llega una moto que te trae todo lo que
has pedido.
Por
el camino se me vienen a la mente tantos recuerdos de mi niñez, cuando mis
padres nos llevaban el día de carnaval a Barranco, a ver los bonitos disfraces,
antes del baile popular que se celebraba en el Parque Municipal de Barranco. El
carnaval de Barranco, era una de las fiestas más importantes de la Lima de
antaño y se caracterizaba por los
bigotes y los tiznes, ingenuas formas de camuflar la realidad durante algunos
días.
En
Barranco antiguo era un lugar donde los poetas buscaban la inspiración creadora
y los bohemios disfrutaban de tardes de solaz, entretenimiento, donde la gente
paseaba y se jaraneaba los fines de semana y en el verano era la residencia predilecta de la burguesía.
Entre los balnearios que rodean Lima es la menos aristocrática y el menos
típico; pero ha tenido y tiene sus encantos, como la linda bajada a los baños y
el camino a Surco. En el siglo pasado la villa tenía el singular encanto de
haber sido el lugar de temporada de los genuinos mataperros de Lima y el
verdadero centro de las retretas en la estación del ferrocarril, con su desfile
de innumerables muchachas y sus trenes llenos de pasajeros ansiosos de llegar
al rincón preferido.
En
Barranco, el reloj del tiempo y de la vida se ha detenido y se conserva todo
igual. Parece que en este distrito que no ha cambiado nada. Aunque desde hace
muchos años que ya no existe el tranvía
que pasaba por el centro de la calle principal, aun siguen los rieles
durmiendo y añorando y viendo como pasa el tiempo. El Barranco de hoy quizás ha
perdido la calma pero no su encanto: se ha convertido en el punto obligado de
encuentro no solo para los limeños sino para cuanto extranjero visita el Perú,
donde el ambiente de edades, razas y condiciones sociales se mezclan y coexisten en armonía y caos al mismo
tiempo; pero a pesar de todo aún puede apreciarse la arquitectura de sus
hermosas casonas, sus viejos pero conservados balcones, plazuelas malecones y
parques.
El
Puente de los Suspiros, fue construido en el año 1876, durante el primer
Alcalde de Barranco Enrique García Monterroso para unir las riberas de las
calles Ayacucho y la Ermita. Soportó impávida la guerra del Pacífico y fue
testigo de la destrucción de Barranco por el enemigo incluso sufrió los avatares
de la guerra siendo parcialmente destruido en 1881.
El
puente esta ubicado a ocho metros y medio de altura, tiene cuarenta y cuatro
metros de largo por tres metros de ancho aproximadamente, desde su construcción
hasta nuestros días es mudo testigo de los flirteos de los amantes que
extasiados lanzan al viento sus suspiros de amor. El nombre del puente deriva
de los innumerables que tuvieron y tienen
como marco este pintoresco rincón
Barranquino. Existe esta tradición que señala que quien por primera vez vea el puente y lo cruce sin respirar, se le
cumplirá el deseo que pida. Chabuca Granda la gran compositora peruana hizo
famoso el Puente de los suspiros con su vals “La flor de la Canela”.
Cuando
éramos “Ciudad de Lima”, exclamó Rubén
Darío, al alejarse de ella; “ciudad de
Santa Rosa y de Ricardo Palma”, y desde entonces – por no decir antes- andan
unidas la fama de la ciudad y la de su imaginero.
El nombre de Lima proviene del vocablo
indígena “rimac” (que traducido al castellano significa “hablador”), comenzó a
crecer rápidamente, tal como lo testimonian las milenarias culturas que se
desarrollaron en esta zona,
convirtiéndose durante los siglo XVI y XVII en la metrópoli más importante y
poderosa de la América Española, centro de todas las actividades comerciales y
culturales del virreynato.
Creo
que hasta la gente es diferente y que estos nuevos peruanos ya no frecuentan
los mismos sitios de antes. Vuelvo sobre mis pasos de estudiante y me voy a la
Facultad de Letras, a la vieja casona de la Plaza Francia, unos estudiantes con
su uniforme de colegio fiscal, me dicen que ya no esta ahí, ahora esta en el
Fundo Pando. Tampoco encuentro la Librería Studium, donde comprábamos los
libros que nos indicaban los catedráticos de aquella época “Los años no han pasado por la vida”. Y ni
siquiera existe el Café Wantan, del chino Ramón, donde hacíamos tiempo para entrar a la
siguiente clase camino por la calle Camaná, pasando por delante de la casona
con sus bellos balcones que en su día fue de Manuel Prado, que llegó a ser
presidente del Perú. Cruzo el jirón Puno, muy cerca de la casa donde nació el
tradicionalista Palma.Hasta el Instituto Riva Agüero, donde funciona el
Rectorado de la Universidad Católica. El rector es un compañero de La Salle, el
doctor Salomón Lerner. La calle es diferente y las tiendas ya no son las
mismas, por aquellos años. Los estudiantes éramos quienes frecuentábamos por esa calle el Jirón que ahora es diferente.
Mis compañeros de facultad me invitan a almorzar
Pero
ahora ya no es la de mi época de
estudiante en la Facultad de Letras en la Casona de la Plaza Francia. Como mis compañeros de la facultad me llevan en un
carro Toyota, nuevo, y me invitan a
comer unos postres limeños a un lugar que se llama Las Mesitas en Barranco, un
establecimiento muy popular no es la de mi época de estudiante en la
Facultad de Letras, en la vieja casona de la Plaza Francia, donde los
estudiantes que allí pasamos nuestros mejores años de nuestra vida, y vivíamos
un ambiente increíble en compañía de todos nuestros compañeros.
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