Antiguamente, en la etapa del Intermedio
Tardío, aproximadamente entre los años 1100 y 1450 d. C., el
territorio del Distrito de San Borja formaba parte del Señorío Ichma o también
llamado Ychima, unidad política que administraba la región de Lima antes de la
llegada de los Incas al lugar. Según María Rostworowski de acuerdo a su
investigación en los diccionarios de Diego Gonzáles de Holguín y el Fray
Antonio de la Calancha que, el vocablo Ichma sirvió para designar un colorante
de color rojo, el cual pudo haber sido el achiote o elcinabrio (azogue).
El Señorío de Ichma floreció en la Costa
Central de Lima, abarcó los valles bajos de las cuencas del río Rímac y Lurín;
la sociedad local Ichma fue gobernada desde el centro religioso de Pachakamaq.
Durante el período Inca, este
señorío observó un crecimiento en la población y la producción. Durante todo
ese tiempo, en ese territorio se construyeron, aproximadamente unas 17 huacas,
es por esa razón que Ichma fue una cultura de gran prestigio. En la época de la
conquista, los españoles destruyeron muchas de las huacas en busca de
tesoros escondidos. Actualmente, solo quedan dos de todas ellas, la Huaca San
Borja y el Complejo Arqueológico Limatambo.
La ciudad de Lima hizo que
esas tierras se otorgaran al conquistador Antonio Cortijo,
secretario de Carlos Gabriel Calderón Portugal. Posteriormente este territorio
pasó a ser la propiedad de los Jesuitas hasta que ellos fueron
expulsados por orden del Rey. Desde entonces, el territorio pasó por varios
dueños.
La hacienda de San Borja, en los
alrededores de Lima, media noventa y dos
fanegas de terreno y como dotación de agua disfrutaba de ocho riegos y
medio lo que ciertamente era poquita cosa.
Los padres jesuitas propietarios del
fundo, decían que San Borja apenas tenía agua para que un pato nadase con
holgura; pero ellos sabían ingeniarse para contar siempre con algunos riegos
más a expensas de las haciendas vecinas, con cuyos dueños mantenían constantes pleitos.
Cuenta Ricardo Palma, que por los años
de 1651, el alcalde provincial y juez de aguas, don Bartolomé de Asaña se
propuso realizar una visita de inspección
a todas las haciendas del valle de Surco, para, como resultado de ella
hacer una nueva distribución de los riegos. Hablo de su propósito al virrey, el Conde de Salvatierra, y este que tenía enrumbados
y por resolver en la Real Audiencia más
de veinte procesos sobre aguas, decidio acompañarlo en la inspección para que con esa previa visita sobre el
terreno fallar en conciencia las pretensiones y querellas de los agricultores.
Durante cuatro meses, y tres veces a la
semana, el virrey, con el alcalde y una comitiva de ocho personas, junto con
una escolta compuesta por un capitán y varios soldados. Saliendo de palacio a
las seis de la mañana, con muy buena cabalgadura, emprendían camino a la
hacienda. A la entrada de la misma, les esperaba el hacendado, su familia y
algunos amigos, recibían al representante del monarca, después de los saludos
de estilo, todos lo acompañaban a caballo a recorrer la propiedad, El dueño del
fundo daba laas explicaciones precisas sobre las acequias, tomas y demás puntos
hidráulicos.
Después de recorrer la hacienda durante
varias horas , todos regresaban a la casa-hacienda “haciéndose le la boca agua
lo opíparo del almuerzo con que se refocilarían tan empingorotados visitadores”.
El dueño de casa ofrecía un buen almuerzo,
de lo mejor, y más sabroso que era para “tirar la casa por la ventana”,
remojado con deliciosos vinos.
La vajilla era de una plata, centrada,
pero al virrey le chocaba que solo a él le cambiaran los platos y los
cubiertos, y no se hiciera la misma atención con los demás comensales.
Al levantarse de la mesa, el virrey no
pudo dejar de manifestar “su extrañeza por la grosería y desaseo ”, en gente
como los jesuitas gozaba reputación de culta y limpia.
“Harto nos duele, señor excelentísimo,
la falta involuntaria en que hemos incurrido, y crea vuecencia que sólo una
absoluta imposibilidad nos ha impedido cambiar plato y cuchara para cada
servicio”.
El virrey pregunto cuál era la
imposibilidad.
El administrador le contesto, que tenían
tan poca agua que no les alcanzaba ni para lavar los platos.
El conde de Salvatierra, se sonrio y se
dijo para sí: “estos benditos varones no tienen puntada sin nudo y cuando dan
el ala es para mejor comerse la pechuga”.
Inmediatamente, por si le ocurría volver
a la hacienda en compañía de su sequito, y tuvieran que almorzar en platos
sucios; el virrey le ordeno al juez de aguas, que asignase un riego más para
esta hacienda para el servicio de la cocina.
Hasta ahora por la cocina de San Borja,
pasa una acequia abundante de agua, bautizada desde ese entonces con el nombre de “Lavaplatos”.
¿Dónde quedaba exactamente la Hacienda San Borja?
ResponderEliminarWow que excelente historia
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