Si hubiéramos estado a 28 de
diciembre, habría creído que don José Franco bromeaba y quería llevarme a
terrenos de "inocentadas". Mas, lamentablemente, no era así, sino que
con mis propios ojos estaba contemplando la cruda realidad: el olivo centenario
del cementerio de Peregrinos había sido derribado por el fuerte vendaval de la
noche del viernes al sábado pasado.
Sí, así es. Así ha sido. Allí yacía ante mis ojos estupefactos
la parte más cuantiosa del olivo, que, a lo largo de centurias, venía siendo
testigo del avatar catedralicio, compañero de vicisitudes y de azares del
recinto casi sagrado del cementerio de Peregrinos. Generaciones tras
generaciones de capitulares de la Sancta Ovetensis habían venido sucediéndose y
habían conocido el vetusto acebuche u olivo silvestre, que, con su verde
obscuro y con el envés blancuzco de sus hojas, había dejado pinceladas de color
en el vetusto ámbito, donde tantas generaciones de peregrinos habían encontrado
el descanso sempiterno a la sombra de sus envejecidas ramas. Era el vetusto
olivo centenario como un tótem de perennidad, como un sacro tabú que aliviaba
la mirada del visitante entre tanta piedra de venerabilidad del recinto
catedralicio.
Situado en la estrecha franja de terreno que contornea la girola
catedralicia, separado por liviano muro del pozo y del claustro del vecino
monasterio de los benitos de San Vicente, casi, por así decir, como en tierra
de nadie, en terreno negociado en los días lejanos del siglo XVII, con los
monjes benitos, cuando el cabildo catedralicio había decidido dar cuerpo a las
capillas del "ambulatorio", destinándolas al culto de los Santos Doce
Apóstoles, el olivo centenario había venido resistiendo enhiesto los vendavales
y las tormentas, imperturbable, sin inmutarse un ápice ante los embates de la
adversidad, del paso de los años, y los avatares sin cuento de su trayectoria
de testigo cualificado del acontecer catedralicio.
Con todo, lo inesperado, lo que a todos nos costaba imaginar,
para desmentirlo, allí se hallaba derribado ante la vista aún de los más
incrédulos el vetusto y añoso tronco, desgajado por el medio, rendido a la
pesadumbre de sus muchos años, que habían ido marcando en el viejo tronco
rugosidades y residuos de anfractuosidad, con el daño ya dentro, del que una
ráfaga del vendaval vino a consumar la caída y el mal que le latía en las
entrañas al viejo olivo centenario.
De cuántos avatares y desfortunas, ay, dolor, no había sido
testigo mudo el rugoso y envejecido tronco del árbol centenario. Cuánta
sabiduría y paz y prosperidad no había venido simbolizando con sus ramas
portadoras de prenuncios de paz y de felicidad y de bienandanza.
En el vecino cenobio, sólo pared por medio, había ido
contemplando el vetusto olivo cómo inicuas leyes desamortizadoras expulsaban de
su feudo, el de las radicalidades del Oviedo de los siglos, que venía rodando
por la Historia desde las lejanas raíces de Máximo y Fromestano, cuando el
Ovetum de añosidades inacabables se parecía más a un huerto que, a pasos
agigantados, iría creciendo hasta no caber ya dentro del recinto de la huerta
monástica con el crecimiento imparable de su vitalidad.
Allí los monjes benitos contaron y computaron por el vetusto
reloj de sol también centenario horas y vigilias, kalendas e idus, horas
canónicas y días, eras y años, lustros y centurias, venturas y desventuras del
glorioso San Vicente, que monjes de vetustez habían impreso en su diario vivir.
Allí, a caballo entre el recinto catedralicio y el claustro monástico, había
sido testigo, por siglos y siglos, el vetusto olivo centenario de los trabajos
y los días de una comunidad de hijos de San Benito.
Allí, un día aciago del año de 1835 contempló el viejo olivo
cómo los monjes benitos eran obligados a abandonar su sacro recinto monacal,
que ellos habían santificado con su presencia, sus ritos y sus bendiciones, a
la vez que, a su sombra habían crecido ellos en santidad, amparados por la vida
claustral del sacro recinto monástico. Allí, el ilustre abad, hijo del
monasterio samonense, fray Benito Jerónimo Feijóo y Montenegro, había
contemplado desde su monacal celda el paso de un tiempo de críticos teatros y
eruditas cartas, compartiendo con el doctor Casal experiencias médicas, que el
benedictino obtenía a través del famoso doctor Martínez.
Allí, un día triste sobre toda ponderación, un 12 de octubre de
1934, las añosas ramas del centenario olivo habían experimentado la mayor
sacudida, que cajas y cajas de dinamita, apiladas en la cripta de San Leocadia
produjeron como la mayor explosión atentatoria jamás conocida contra las
esencias religiosas de nuestra Asturias, en la voladura de la Cámara Santa. Un
montón de escombros fue el fatídico resultado, cuyo lamento aún nos resquema en
los ojos y en el corazón e impregna las coyunturas más hondas de nuestra alma.
Allí, en el recóndito ámbito del cementerio de Peregrinos, de
cuántos oficios fúnebres no habría sido testigo el añoso tronco del olivo
centenario. Sus ramas, acumuladoras de añosidades sin medida, se alzaban al
cielo como aprisionadas por los años y las vicisitudes, hasta que en su recia
pesadumbre se vieron abatidas. Los años y las centurias se confabularon con
vientos y tempestades, que nos han arrastrado como las pavesas de un gigantesco
incendio, se nos han llevado, digo, el olivo centenario. Allí, apesadumbrado y
triste, con el oxígeno casi robado por la grandiosidad del mastodóntico y
vecino edificio, no con toda legalidad quizá levantado, allí entre tristezas y
soledades se dejaba mecer el olivo añoso y centenario, dejándose acariciar y
como ser acunado por las brisas suaves de las atardecidas. Allí lo sorprendió,
tristemente zarandeado por el cierzo y el vendaval, en noche para hacer
memoria, la tempestad traicionera que lo arrancó de cuajo por la mitad.
Que no se nos pierda ni una astilla del viejo tronco, que,
posiblemente, pueda destinarse el maderamen del consumido árbol para, siguiendo
las pautas de la belleza de que lo había dotado el Creador, volver a
recuperarla transformado en efigie acabada de bellezas singulares, si el
artista pone sus manos a la tarea de su transformación y nuevo retalle.
Del añoso y vetusto y envejecido tronco tenemos confianza en que
volverá a brotar nuevo retoño, que continúe las vivencias de su antecesor, en
el hueco mismo donde aquel estuvo plantado, para conocer nuevos azares y
avatares que permitan a la rediviva planta, al nuevo esqueje, al vástago nuevo,
al brote que ya se halla en ciernes, volver a ser, cuando acumule otros
doscientos años y muchos más, para ser perennemente el centenario olivo, que
conocieron las pasadas generaciones y del que nosotros, la presente generación,
nos hemos visto privados. Entre esperanzas y optimismos, una cosa profundamente
ansío: seguir contemplando redivivo el viejo olivo centenario.
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