He leído este parrafo de Sándor Márai y me ha dejado perplejo acerca del destino final del escritor: “ese hombre ya no quería nada, ni felicidad ni éxito; sí, puede que ya no quisiera ni escribir, solo conocer y comprender el mundo, solo quería la verdad.” ¿La verdad?, me pregunto. ¿No es que en el ocaso de la vida las personas recrean sus propias historias, los amigos de su entorno privilegian ciertos aspectos, ocultan otros y la agria cotidianidad agrega lo suyo, subrayando y prestando su punto de vista? ¿De qué trata esa ansiada verdad? ¿Acaso esa búsqueda de la verdad no tenía la misma importancia en la adultez, cuando se negociaba constantemente con la realidad? Calvado, el payaso que recrea Chaplin en “Candilejas”, opina de manera parecida, pues en su decadente, alcohólica, pero generosa vejez, solo desea conocer la verdad. Quiere demostrar que no es un artista acabado. No desea dar pena, o lástima, no quiere favores, solo aspira a la verdad.
Entre todos los oficios, el del escritor es uno de los pocos que no tiene jubilación. El escritor siempre está con la cabeza ardiendo y la dificultad se presenta solo cuando pretende trasladar las ideas a la pantalla del ordenador. Escribir supone un gran esfuerzo físico, una capacidad de concentración, una memoria, un desgaste, y los años con frecuencia pesan, se pierden las ganas y a veces se entristecen cuando la trayectoria ha sido dañada, cuando la entrega al oficio ha sucumbido a yerros propios de su actividad intelectual. Philip Roth, sin embargo, ha declarado que se ha jubilado de la literatura. Yasunari Kawabata se quitó la vida cuando extravió las ganas de vivir y José María Arguedas hizo lo mismo cuando ya no podía escribir cuentos o novelas. ¿Cómo son los años postreros cuando se ha superado el rostro fatuo y fugaz de la felicidad y del éxito y solamente queda en pie el ansia de la verdad?
Actualmente la literatura en el mundo está ganada por un ánimo competitivo en un mercado reducido de lectores. Los escritores tratan de ser cada vez más exitosos y la felicidad se ha reducido al reconocimiento mediático. Hubo tiempos más difíciles: Walter Benjamin, por ejemplo, perseguido por los nazis; o Kafka, casi anónimo, sitiado en Praga; o el mismo Márai, olvidado en San Diego, suicidándose a los 89 años. No todo tiene que ser dramático, por cierto. Pero reconozco que es preferible buscar esa verdad tardía, antes que empecinarse tercamente en la mentira, sobre todo si se la conoce en su fuero interno y se la digiere conscientemente antes del viaje al otro mundo.
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