La historiadora Roxanne Cheesman menciona que el conflicto más lejano entre el Perú y Chile fue lo ocurrido entre las gobernaciones de la Nueva Castilla, de Francisco Pizarro, y la Nueva Toledo, de Diego de Almagro. El problema entre los antiguos socios de la conquista del Imperio incaico se resolvió en la Batalla de Las Salinas. El colofón de este encuentro fue el ajusticiamiento y ejecución del valetudinario Almagro, en el Cusco.
El 18 de enero último se ha conmemorado un aniversario más de la fundación de Lima por obra de Francisco Pizarro y su reducida hueste. Nadie se acordó, ni siquiera se mencionó al capitán extremeño, y hubiera sido impensable que se colocara una ofrenda floral en su hoy desdeñada estatua ecuestre, arrancada hace algunos años de la Plaza Mayor. Y, sin embargo, como afirmó Raúl Porras Barrenechea, “Pizarro es el modelador de nuestra figura geográfica. Tuvo la intuición y la sensibilidad del Perú y le dio por inspiración propia y certera las fronteras que hoy sentimos como nuestras todos los peruanos”.
En la dificilísima tarea de trazar los límites entre las dos gobernaciones, por desconocimiento del ámbito geográfico y lo precario de los medios para demarcar, hubo momentos de intenso dramatismo. Gracias al excelente trabajo de Guillermo Lohmann Villena, que reunió los documentos oficiales, cartas y escritos varios de Pizarro, podemos saber cómo este, en carta al emperador escrita semanas previas a su asesinato, ante el peligro que le mutilaran las 270 leguas de su gobernación (arrancándole el sur del Perú) suplicaba al monarca que se formasen dos gobernaciones: una de ellas, al norte, desde el río Santiago hasta Guayaquil; y otra, la suya, “desde la ciudad de San Miguel para acá, hasta los confines donde toman su principio los despoblados de Chile”.
Apenas nueve días antes de su muerte, el 15 de junio de 1541, Francisco Pizarro se dirige apremiante a su gestor en la corte, Sebastián Rodríguez, enviándole copia de su misiva a Carlos V y le dice: “En mi nombre pidáis el remedio porque, si así no se parten estas gobernaciones, su majestad no puede ser servido y yo quedo gobernador de arenales, y el que tuviere a Charcas y Arequipa estará en lo mejor”.
Con inocultable enfado y amargura, Pizarro añade: “Y podré decir que para mi daño y perdición serví y gané tierras a su majestad, que será causa que me queje a Dios y al mundo de tan grande agravio y cargo de conciencia, y siquiera por cuatro días que me quedan de vida, aunque yo fuera desleal, por mostrarse su majestad grato, habrá de permitir que gobernase todo lo que gané y he sustentado a mi costa para aprovechamiento de su real Corona y patrimonio”. Francisco Pizarro no escapa a la que se llamó “maldición de los conquistadores”, que terminaron enfrentados judicialmente a la Corona. Su muerte impidió que tuviera que pasar por todos los problemas que amargaron el final de Hernán Cortés.
Pizarro resguardó su gobernación con toda la vehemencia de la que fue capaz y no dudó en apelar a las armas. “En su lucha con Almagro –sentenció Raúl Porras Barrenechea–, Pizarro no defendió únicamente bastardos intereses o minúsculas ambiciones personales, sino que vislumbró claramente la integridad histórica del Perú”.
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