Un amigo me cuenta como fuel el tour del día del Pisco en nuestra Lima. El operativo empezó ayer al mediodía en la histórica barra del Hotel Bolívar. Silvino, el ayudante del barman, nos facilitó una ronda de pisco sours con la que dimos por inaugurado el tradicional Tour de Diez Escalas. Yo brincaba de contento: era la primera vez que se me permitía participar en el exigente ritual que un grupo de amigos celebra cada primer sábado de febrero desde que se decretó el día oficial del Pisco Sour, hace exactamente una década.
Antes del primer brindis, el líder del elenco –Roberto Aguilar– recordó las normas consabidas con la voz de un árbitro que da las reglas: “Se tomará un solo pisco sour en cada instalación, quedando terminantemente prohibido abandonar la comitiva”. Luego advirtió que en años anteriores algunos participantes fueron inhabilitados por declinar en la quinta o sexta parada, malogrando la excursión.
Antes del primer brindis, el líder del elenco –Roberto Aguilar– recordó las normas consabidas con la voz de un árbitro que da las reglas: “Se tomará un solo pisco sour en cada instalación, quedando terminantemente prohibido abandonar la comitiva”. Luego advirtió que en años anteriores algunos participantes fueron inhabilitados por declinar en la quinta o sexta parada, malogrando la excursión.
Tras el sorbo inicial ellos, de paladar más fogueado, procedieron a saborear la textura del pisco, medir el cuerpo de la bebida, reconocer la consistencia del jarabe de goma, el punto del limón, adivinar las dosis de canela, huevo, hielo, en un ejercicio que repetirían a lo largo de la tarde. Parecían científicos, probetas y tubos de ensayo en mano, evaluando una sustancia química. Desde un rincón yo intentaba imitarlos y les sonreía bajo mi bigote de espuma. Secados los vasos, caminamos unas cuadras e ingresamos al Maury, otro clásico, donde abordamos una de las mesas enchapadas en madera.
El pisco sour llegó heladito, en copas, y al cabo de la degustación se debatió si este era mejor que el anterior. Sin quórum, dejamos el recinto y trepamos la combi alquilada que nos llevaría al bar inglés del Country. Allí todos se matricularon del saque con un pisco sour doble, y aunque me sugirieron tomar uno simple dada mi condición de primerizo, me sumé al pedido grupal, arrepintiéndome al tercer trago, cuando los dibujos geométricos de la alfombra comenzaron a desplazarse extrañamente.
El cuarto sour lo tomamos en La Calesa de San Isidro, estancia de luces bajas a la que guardo especial afecto por episodios sentimentales que allí acontecieron cuando vagaba en la universidad. Quizá fue por ese acceso de nostalgia que rompí la regla uno y anoté un segundo pisco a mi cuenta cuando los demás ya se disponían a marcharse. El clan reprobó mi actitud, y me vi en la obligación de vaciar velozmente el vaso para no demorar el tour.
La siguiente escala fue Las Brujas de Cachiche y de ahí me parece que bajamos a La Rosa Náutica –¿o primero comimos en La Picantería? No, no, el almuerzo fue en El Cordano–, bueno, el hecho es que tomamos una copa más en el Queirolo y otra en el Capitán Meléndez de Miraflores. Pero de eso último ya no recuerdo nada, salvo una imagen de terror: estoy de pie sobre una mesa, dirijo el brindis, invoco el espíritu del gran pisquero Orson Welles, balbuceo un discurso incomprensible en el que se mezclan el Fallo de la Haya, el Nuevo Año Chino, los refuerzos de la U, y luego, con la excusa de los carnavales, dejo caer melosas cataratas de pisco sour sobre la cabeza de mis amigos, que se apresuran en cargar mis restos y depositarlos en el fondo de la combi fúnebre, donde dormito como una pesada encomienda que nadie nunca reclamó.
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