sábado, 13 de junio de 2015

DON EVARISTO, EL BALDOR Y YO


 La mañana asoma calurosa y desde las seis y treinta –hora en que los buses, transeúntes y comerciantes apenas circulan  por las calles de la ciudad- don Evaristo Mendoza cruza el jirón añoso e casas destartaladas, condenadas  a que pocos o ninguno de sus adobes sobreviva el inicio  severo del tiempo. Lo puedo observar  desde la esquina de la parroquia que atendía  los menesterosos ávidos del primer alimento del día. Allí va, halando a duras penas la carretilla cargada de libros apilados en torre hasta colmarla, de hecho que Dios o uno de su corte ayuda a empuja el vehiculo del anciano rumbo  la esquina limeña de siempre, al pie del mercado.
Llegado al lugar, don Evaristo sa la suela de sus trajinados zapatos para logar que las ruedas de su carretilla se detengan. La vereda impasible impone sus accidentes: un bachecito le hace trastabillar pero la mañana del veterano endurezca el transporte y la mercadería  arriba sin novedad.
Colocado el hule azul que servirá de mantel entre el suelo y los libros comienza el ritual  diario de abrir  las cajas y sacar e su encierro las “Caretas”, las Öiga”, algunas “Selecciones  del Reader’s Digest”, el tomo uno  de Ël Quijote”, con la pasta casi desprendida.
Mis pasos por ese lugar se repetían con la misma necesidad de los ancianos en fila por  procurarse el desayuno con las monjas. Andaba tras el libro que jamás  debí apartar de mi biblioteca. El periplo, los fines de semana, se iniciaba allí, continuaba por el  jirón Quilca, la feria de Amazonas hasta culminar en la calle Malambito. Pero el éxito era esquivo. Solo ganaba de a pocos y con mucho esfuerzo tras varios meses de feligresía, abrir la memoria de don Evaristo: sesentaicinco años a cuestas, natural de Yungay, víctima del aluvión de 21970 que lo hizo recalar en Lima. Claro que sus confesiones aumentaban en la medida que le compraba  uno u otro ejemplar. Recuerdo el “Madame Bavary”, en una edición de populibros peruanos, impresa en papel corriente, luciendo en su carátula  el dibujo de una dama bellísima de cabellos marrones, grandes ojos y mentón puntiagudo. Era la propia Emma Bovary imaginada por el dibujante en su momento de gloria, antes de que decidiera  despreciar a su esposo, antes de que se entregara en amores clandestinos a sus dos amantes.
Casi derrotado, a poco de culminar un ano cualquiera, retomé el circuito con el pensamiento de que después de este intento a resignación abrumaría mi espíritu. Llegué al lugar y repare que el vendedor era otra persona. “ Y don Evaristo?, pregunte. “Está muy mal, en cama le tenemos  ya hace días, soy su sobrino , dijo el reemplazante al mismo tiempo que tomaba una bolsa grande por su base desparramando un mar de libros. “Lastima”, le dije, “yo siempre le compraba uno que otro libro a su tío”. En eso, como varado por las aguas de la fortuna, apareció sobre la superficie de hule el tomo anhelado, el que jamás  debí vender por más tiempos de vacas  flacas que hubiesen apremiado. Reconocí de inmediato el regalo paterno. “Me lo llevó cóbrate” le dije extendiéndole el billete. “Uyyyy, papá, cómo crees  que tengo sencillo, este billete es grande, lo haré cambiar, espérame, ya vuelvo” respondió, dejando de guarda a un muchachito. Yo extasiado por el reencuentro, olvide mi vuelt, cruce la pista, y mientras caminaba abrí el Baldor de Aritmética cuya dedicatoria decía:
“Con mucho afecto para Eduardo, mi hijo, con la ilusión de que sus estudios lo lleven a buen puerto. Chorrillos, enero de 1960”.       


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