La
mañana asoma calurosa y desde las seis y treinta –hora en que los buses,
transeúntes y comerciantes apenas circulan
por las calles de la ciudad- don Evaristo Mendoza cruza el jirón añoso e
casas destartaladas, condenadas a que pocos
o ninguno de sus adobes sobreviva el inicio
severo del tiempo. Lo puedo observar
desde la esquina de la parroquia que atendía los menesterosos ávidos del primer alimento
del día. Allí va, halando a duras penas la carretilla cargada de libros apilados
en torre hasta colmarla, de hecho que Dios o uno de su corte ayuda a empuja el
vehiculo del anciano rumbo la esquina
limeña de siempre, al pie del mercado.
Llegado
al lugar, don Evaristo sa la suela de sus trajinados zapatos para logar que las
ruedas de su carretilla se detengan. La vereda impasible impone sus accidentes:
un bachecito le hace trastabillar pero la mañana del veterano endurezca el
transporte y la mercadería arriba sin
novedad.
Colocado
el hule azul que servirá de mantel entre el suelo y los libros comienza el
ritual diario de abrir las cajas y sacar e su encierro las “Caretas”,
las Öiga”, algunas “Selecciones del
Reader’s Digest”, el tomo uno de Ël
Quijote”, con la pasta casi desprendida.
Mis
pasos por ese lugar se repetían con la misma necesidad de los ancianos en fila
por procurarse el desayuno con las
monjas. Andaba tras el libro que jamás
debí apartar de mi biblioteca. El periplo, los fines de semana, se iniciaba
allí, continuaba por el jirón Quilca, la
feria de Amazonas hasta culminar en la calle Malambito. Pero el éxito era
esquivo. Solo ganaba de a pocos y con mucho esfuerzo tras varios meses de
feligresía, abrir la memoria de don Evaristo: sesentaicinco años a cuestas,
natural de Yungay, víctima del aluvión de 21970 que lo hizo recalar en Lima.
Claro que sus confesiones aumentaban en la medida que le compraba uno u otro ejemplar. Recuerdo el “Madame
Bavary”, en una edición de populibros peruanos, impresa en papel corriente,
luciendo en su carátula el dibujo de una
dama bellísima de cabellos marrones, grandes ojos y mentón puntiagudo. Era la
propia Emma Bovary imaginada por el dibujante en su momento de gloria, antes de
que decidiera despreciar a su esposo,
antes de que se entregara en amores clandestinos a sus dos amantes.
Casi
derrotado, a poco de culminar un ano cualquiera, retomé el circuito con el
pensamiento de que después de este intento a resignación abrumaría mi espíritu.
Llegué al lugar y repare que el vendedor era otra persona. “ Y don Evaristo?,
pregunte. “Está muy mal, en cama le tenemos
ya hace días, soy su sobrino , dijo el reemplazante al mismo tiempo que
tomaba una bolsa grande por su base desparramando un mar de libros. “Lastima”,
le dije, “yo siempre le compraba uno que otro libro a su tío”. En eso, como
varado por las aguas de la fortuna, apareció sobre la superficie de hule el
tomo anhelado, el que jamás debí vender
por más tiempos de vacas flacas que
hubiesen apremiado. Reconocí de inmediato el regalo paterno. “Me lo llevó
cóbrate” le dije extendiéndole el billete. “Uyyyy, papá, cómo crees que tengo sencillo, este billete es grande,
lo haré cambiar, espérame, ya vuelvo” respondió, dejando de guarda a un
muchachito. Yo extasiado por el reencuentro, olvide mi vuelt, cruce la pista, y
mientras caminaba abrí el Baldor de Aritmética cuya dedicatoria decía:
“Con
mucho afecto para Eduardo, mi hijo, con la ilusión de que sus estudios lo
lleven a buen puerto. Chorrillos, enero de 1960”.
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