El indigenismo es una
corriente cultural, política y antropológica concentrada en el estudio y
valoración de las culturas indígenas, y el cuestionamiento de los mecanismos de
discriminación y etnocentrismo en
perjuicio de los pueblos originarios.
Con
demasiada frecuencia la palabra "indigenismo" significa la exaltación de las sociedades
primitivas y hasta salvajes, al gusto de cierta izquierda neomarxista que, a
través de la revolución cultural, busca llevarnos hacia un comunismo
neotribal y anárquico.
Hay sin embargo un indigenismo
verdadero, que nace del aprecio por las cualidades y talentos propios de las
razas aborígenes, las cuales, cuando se dejan modelar por el espíritu de la
Iglesia, dan frutos admirables de fe y civilización. Ejemplo de esto son los
numerosos indígenas que, en toda América Latina, fueron auténticos modelos de
vida y santidad. Entre ellos sobresale en el Perú el siervo de Dios Nicolás de
Ayllón, que ya en vida era conocido como "Nicolás de Dios" o "el
Indio Santo".
El
indigenismo enfrenta la discriminación.
Se puede hablar de una historia dentro del indigenismo a partir del sermón de
diciembre de 1511 de Antonio de
Montesinos. Desde entonces el indigenismo tomó cuerpo con el paso del tiempo y
es lícito hablar de indigenismo desde la época de la administración colonial
española, con modalidades diversas, aunque
durante el siglo XIX en los
nuevos estados independientes latinoamericanos la preocupación indigenista
perdió terreno.
En 1940, tras el Primer Congreso Indigenista Interamericano,
el indigenismo se convirtió en la política oficial de los estados de América, de manera que el conjunto de
ideas y actividades concretas que han realizado los estados latinoamericanos en
relación con las poblaciones indígenas han llevado el nombre genérico de indigenismo.
El término
ganó importancia en las últimas décadas del siglo
XX para referirse a algunas organizaciones sociales y políticas en América Latina.
Para el
indigenismo del siglo XX, el indio es una categoría específica de orden
fundamentalmente socioeconómico, en tanto que la distinción étnica pasa a un
carácter secundario. Los indígenas se consideran como marginados, en tanto que no
participan de los "beneficios de la civilización", aunque sí de sus
perjuicios: explotación, opresión violencia, violación de los derechos humanos,
desnutrición, epidemias y pobreza.
Gonzalo Aguirre Beltrán, explica que en las regiones de refugio donde han
logrado sobrevivir la mayoría de las comunidades indígenas, lo urbano domina lo
rural, las comunidades se convierten en satélites y se establecen relaciones
asimétricas entre los diferentes segmentos de la población. Los indígenas son
la parte sometida dentro del hinterland que dominan los sectores que controlan
el respectivo centro rector. El
indigenismo se propuso liberar al indio de esa intermediación opresiva y
explotadora.
A
diferencia del supremacismo blanco y del igualitarismo liberal, el indigenismo reconoce la
especificidad de lo indígena y el derecho de los indios a recibir un trato
especial favorable que compense siglos de discriminación, perjuicios y marginalidad.
Sin embargo, cuando los indigenistas hablan de integrar al indio a los beneficios de la
sociedad nacional y global, aspiran a que en esa sociedad se encuentren los
elementos que posibiliten la "redención" del indio, asumen que la
sociedad dominante puede "salvar" al indio, integrándolo a ella.
Para Alejandro Marroquín, el indigenismo
como política de los estados, busca "atender y resolver los problemas que
confrontan las poblaciones indígenas, con el objeto de integrarlas a la
nacionalidad correspondiente" y puede clasificarse en cuatro variantes:
1.- El indigenismo
político, reformista o revolucionario surgió como propuesta de participación de
los indígenas en proyectos de transformación nacional, como las revoluciones
mexicana y boliviana. Esta variante enfatiza en la reivindicación social del
indio y la lucha por la tierra y se centra en el enfrentamiento político con gamonales, caciques, latifundistas y
burócratas.
2.- El indigenismo
comunitario que fortalece la propiedad colectiva de la tierra y los usos y
costumbres comunitarios es una variante del político
3.- El indigenismo
desarrollista surgió trata de integrar a los indígenas y sus territorios al
desarrollo económico y al mercado. Pocas veces sale el indígena bien librado de
los impactos ambientales y sociales de las políticas empresariales y
frecuentemente se catalizan la emigración y especialmente la diferenciación
social entre una minoría privilegiada (Dietz 1995) y una mayoría pauperizada.
4.- El indigenismo
antropológico, como corriente de la Antropología ha
estado al servicio del indigenismo político o del indigenismo desarrollista.
En el siglo XVII los Padres franciscanos
habían establecido en el valle de Llampallec —actual
Lambayeque— la doctrina de Chiclayo, que en poco tiempo se convirtió en
próspero pueblo de indios moches. Allí nacía el 4 de marzo de 1632 Nicolás, el
menor de siete hijos del matrimonio del indio noble don Rodrigo Puycón o Pulcón
con doña Francisca Faxollem. De excelente índole, a la edad de ocho años el
pequeño fue entregado a la tutela del religioso franciscano P. Fray Juan de
Ayllón.
Dos años después, éste debió trasladarse
a Lima junto con otros religiosos, y llevó consigo a Nicolás. Era verano, época
de lluvias, y el río Santa estaba muy crecido; pero la comitiva decidió
arriesgar el cruce. Las cabalgaduras de los religiosos consiguieron atravesar,
pero la mula de carga sobre la cual montaba el pequeño Nicolás perdió pie y
comenzó a ser arrastrada por la corriente. En ese momento, relata el P. Vargas
Ugarte, "sin saber cómo, una mano poderosa lo
condujo sano y salvo hasta la orilla con admiración de todos":
claro indicio de la predilección de Dios por aquel niño.
En el convento de San Francisco Nicolás
permaneció seis años, ocupado entre el servicio de su tutor—de quien tomaría el
apellido—, las faenas de la casa, la oración y el estudio. Ya en esa época se
manifiesta precozmente la caridad que lo distinguiría. Por ejemplo, se privaba
de una parte de su ración diaria para dársela a los pobres, y soportaba con
invariable paciencia cualquier maltrato que recibiera.
Al ser destinado el P. Ayllóna una
misión lejos de Lima, Nicolás opta por dejar el convento. Tenía dieciséis años.
Aprendió entonces el oficio de sastre, con un reputado maestro limeño.
Rápidamente se ganó fama de excelente costurero; con sus primeros salarios
encomendó un cuadro de la Inmaculada Concepción, devoción que le inculcaron los
franciscanos y que cultivó toda su vida. Y en los días de fiesta acudía al
hospital de Santa Ana, fundado por el Arzobispo Loaiza para enfermos indígenas,
para prestar a los pacientes toda especie de servicios.
Maestro sastre a los 21 años, a los 24
Nicolás abrió su propia sastrería. Allí entronizó su querido cuadro de la
Purísima, objeto de un pintoresco episodio que retrata bien el ambiente limeño
de aquel tiempo. Continuaba intensa en la Iglesia la discusión teológicas sobre
la Inmaculada Concepción, iniciada varios siglos antes. Algunas órdenes
religiosas como los franciscanos y los jesuitas defendían con calor su
definición, mientras que otras como los Dominicos aún la cuestionaban, con
argumentos de peso. Así las cosas, el 8 de diciembre de 1661 el Papa Alejandro
VII emitió el breve Sollicitudo omnium Ecclesiarum,
declarando a María "inmune de la mancha del
pecado original desde el primer instante de su creación". Era
un paso decisivo rumbo a la definición del dogma, ocurrida dos siglos después
(1854). Cuando el texto llegó a Lima, un grupo de alumnos del Colegio de los
jesuitas salió a celebrarlo por las calles, entonando la copla: Todo el mundo
en general,/ a voces, Reina escogida,/diga que sois concebida/ sin pecado original, y otras similares. La bulliciosa
comitiva paseó por varias iglesias —el Milagro, San Pablo, Santo Domingo (desde
donde hasta les arrojaron piedras...)— y muchas personas se les fueron
incorporando. Como anochecía, algunos fieles comenzaron a distribuir velas a la
multitud, que ya no era pequeña. En camino hacia La Merced les tocó pasar
frente a la tienda del piadoso Nicolás, quien contagiado del regocijo de los
participantes, les ofreció su cuadro de la Inmaculada para llevarlo en triunfo.
Se formó entonces una improvisada procesión nocturna, y al pasar frente al
Palacio Arzobispal, el propio Arzobispo Villagómez salió a darles la bendición
desde el balcón, mientras repicaban las campanas de la Catedral. ¡Tal era la
atmósfera religiosa que impregnaba la feliz Lima de la época!
Sin embargo, la vida de Nicolás no era
del todo edificante, y se vio envuelto en una relación irregular con una joven.
Pero la gracia de Dios pudo más que su fragilidad, y en cierto momento tuvo una
radical conversión. Tomó como director de conciencia al P. Cristóbal Bravo y,
próximo a cumplir 29 años, se casó con la joven mestiza Jacinta Montoya, de 16
años, recomendada por un importante cliente y amigo, don Francisco de Arteaga y
por su esposa, doña Catalina Carvajal. En los primeros años de matrimonio
Nicolás debió empeñarse para corregir cierta tendencia de su mujer a la
frivolidad. Y lo logró a fuerza de emplear sus excelentes cualidades de trato,
inclinándola a la práctica de las virtudes cristianas y al apostolado, del cual
ella se convertiría en su eficaz colaboradora.
Llevaba una vida sobria y austera, lo
que le permitió formar un buen patrimonio con el fruto de sus apreciados
trabajos. Caritativo en extremo, muchas veces había hospedado en su casa a
personas necesitadas, y en cuanto tuvo posibilidad adquirió una casa mucho más
amplia donde, con la colaboración de su esposa fundó una obra para abrigar y
dar adecuada formación a doce jóvenes españolas empobrecidas; hecho inédito
tratándose de un indígena. La denominó "Casa de Jesús, María y José".
Allí construyó dos oratorios, uno para su cuadro de la Purísima y otro para el
Crucificado, y en el patio principal hizo pintar las estaciones del Vía Crucis,
que todos los habitantes rezaban juntos tres veces a la semana.
Su caridad parecía no tener límites.
Cada Domingo de Ramos lavaba los pies a trece pobres, a los que después sentaba
en su mesa y servía en persona. En la fiesta de San José ofrecía un banquete
para siete niños: uno en representación del Niño Jesús, otros tres
representando a San José, San Joaquín y San Zacarías, y tres niñas
representando a la Santísima Virgen, Santa Ana y Santa Isabel. Después de
servirles les lavaba las manos, les besaba los pies y les entregaba una
limosna. Los servía con tal amor y humildad, dice su confesor, que
parecía "que no eran pobres los que tenía a su mesa sino que eran
los mismos que representaban". "Yo de mí sé decir que las veces que lo vi y algunos
sacerdotes que asistían... no podíamos contener las lágrimas".
Todos los sábados hacía dar pan a los
pobres que acudiesen a su casa, y con el tiempo la costumbre se extendió a los
otros días de la semana. Socorría también "con limosnas y con
ropas" a propios y extraños, a mujeres necesitadas, a
sacerdotes pobres, etc. El P. Bravo refiere haber visto, después de su muerte,
a una multitud de pobres que entró en su casa "llorando su orfandad con la pérdida del Siervo de Dios,
mostrando a voces y con ademanes las vestiduras con que abrigaba su
desnudez".
Su piedad, vida interior y espíritu
apostólico eran excepcionales. Fue dirigido espiritual, entre otros, del
venerable P. Francisco del Castillo y del noble mercedario Fr. Juan de Vargas
Machuca. Se levantaba antes del alba y hacía oración de las 4 a las 6 de la
mañana. Después de distribuir los trabajos en la casa y en su taller, acudía a
alguna iglesia a oír Misa y comulgar (tenía autorización para hacerlo
diariamente, hecho rarísimo en la época), regresando a las 10 para continuar
sus labores. Al mediodía, frugal almuerzo, y vuelta al trabajo hasta las 6,00 hora
en que se retiraba a rezar o a entregarse a sus múltiples obras de caridad. A
las 8.00 cenaba con su familia y después hacía lectura espiritual. Finalmente
reunía a todos los de la casa para repasar el Catecismo y rezar un tercio del
rosario. Cuando todos ya se habían ido a descansar, él rezaba los dos rosarios
restantes, y en ciertos días también recorría el Vía Crucis y —algo
inconcebible para el hedonismo moderno— se mortificaba con disciplinas.
Apóstol infatigable, promovió la
creación en la iglesia de San Diego de la "Escuela de Cristo",
similar a la creada por el P. del Castillo para nobles en la iglesia de
Desamparados, con el fin desagraviar a Nuestro Señor crucificado. Hizo labrar
allí un retablo, y donó un sitial de plata para la exposición del Santísimo
Sacramento. Promovió innumerables formas de sufragios a las almas del
Purgatorio en varias iglesias de Lima, además de fundar una Cofradía de las Ánimas para sus hermanos de raza
en Chiclayo. Ingresó a la Cofradía de indios de Nuestra Señora de la
Consolación, en la iglesia de La Merced, de la cual pronto fue Mayordomo. Se
empeñó en defender a los indígenas de Lima de atropellos y abusos, y a menudo
los socorría económicamente.
Fue también asistido por dones
proféticos. Una señora cuya familia era auxiliada por el Arzobispo de
Chuquisaca Mons. Melchor de Liñán y Cisneros, se lamentó al Siervo de Dios del
a extrema lejanía del prelado. Nicolás le respondió: —"Ya, señora, no se desconsuele, que el señor Arzobispo
vendrá a serlo de Lima, y será todo su remedio". Ella,
atónita, le dijo: "¡Qué más dicha querría yo! Pero lo tengo
por imposible". A lo que el sastre agregó: "Así será, y el Señor Liñán y Cisneros será también
Virrey". Como los presentes se rieran, simplemente
añadió: "Allá lo verán". Pocos años después (1676)
Mons. Liñán era designado Arzobispo de Lima y más tarde Virrey (1678-1681),
cumpliéndose así la predicción.
Contaba Nicolás 45 años cuando cierto día
trajo a su casa un pequeño crucifijo, que dio a Jacinta, diciendo: "Guárdame este Santo Cristo que es el que me ha de acompañar
a la hora de la muerte". A los pocos días, a comienzos de
noviembre de 1677, al final de la cena hizo una inesperada arenga a su familia
sobre cómo debemos estar preparados para comparecer ante Dios, y
concluyó: "Yo por la misericordia de Dios... no
tengo más que hacer, porque siempre procuro disponerme como si luego hubiera de
dar cuenta a Dios, y así, cuando Él fuere servido de disponer de mi vida, aquí
me tiene, cúmplase su santísima voluntad". Al día
siguiente, 4 de noviembre, cayó repentinamente enfermo con escalofríos y fiebre
alta persistente, que por momentos le hacía perder el conocimiento. La noticia
se esparció por la ciudad, y grandes y pequeños acudían desolados a su casa.
Pero el sábado 6, repentinamente lúcido y sereno, dictó a su esposa una
comunicación para su confesor, el P. José Buendía S.J.: "Estando yo pidiendo por mi casa y por todas estas almas que
en ella están, vino la Santísima Virgen, mi Señora la Purísima, llena de
resplandores celestiales y acompañada de muchos Ángeles, y me dijo: Hijo, ven
en paz que tu casa a mi cargo queda y se llamará la casa de Jesús, María y
José". Esta promesa profética se cumpliría al pie de
la letra.
Al día siguiente, después de ser
encomendada su alma y rodeado de la comunidad de Hermanos de San Juan de Dios
que cantaban el Credo, expiró suavemente en paz.
Sus funerales fueron una verdadera
apoteosis. Durante tres días, todas las Órdenes religiosas de la ciudad y
numerosas cofradías acudieron espontáneamente a cantarle responsos. El día del
entierro, acompañado por una multitud, el cuerpo del humilde sastre indígena
entró en San Diego escoltado por la guardia del Virrey y cargado por miembros
de la Real Audiencia.
A las exequias del octavo día, ordenadas
por el Cabildo, acudieron el Virrey Don Baltasar de la Cueva, conde de
Castellar, la Audiencia y los regidores en pleno, además de muchos miembros de
la Nobleza. Hubo posteriormente otras honras fúnebres en diversas iglesias de
Lima, y también en Chiclayo.
En 1679, dos años después del
fallecimiento del Venerable Siervo de Dios Nicolás de Ayllón o Nicolás Puycón
Faxollem, el Procurador general de indios Don José María Estela, presentó ante
el Provisor del Arzobispado de Lima Don Pedro de Villagómez, la solicitud para
el inicio de las informaciones (según las normas del “Non Cultu” de Urbano
VIII) sobre la vida y virtudes de Nicolás de Ayllón. La aceptación de la
solicitud se produjo en 1683, en 1684 Bernardo Sartolo presenta la hagiografía
del Siervo de Dios y en 1689, bajo la supervisión del fiscal de la fe Don José
de Lara y Galán se inicia el proceso de sustentación de la causa con la
recopilación de testimonios que garanticen la santidad del venerable
chiclayano. En 1690 las informaciones sobre las virtudes de Nicolás concluyeron
de acuerdo a los plazos establecidos. Era Arzobispo de Lima Don Melchor de
Liñán y Cisneros.
En su carta, los jesuitas piden al Rey
de España: “sea servido de interponer su soberana autoridad con Nuestro señor
padre Alejandro Octavo para la pronta expedición del Rotulo y Remisoriales en
causa de Beatificación a favor del Venerable varón Nicolás de Dios de cuyas
heroicas virtudes y milagros conseguidos por su intercesión se envían al
presente Informaciones auténticas por le Ordinario de esta Metropolitana. De
que resultara grande gloria y servicio de Dios Nuestro Señor, y de Vuestra
Majestad y singular aliento a la virtud y confirmación en la fe en los neófitos
Indios naturales de este Reino que tanto promueve el piadoso Celo de Vuestra
Majestad”.
Los caciques del cercado de Lima, por su
parte, dirigieron una carta al Rey de España en la que manifestaron su apoyo a
la causa dejando entrever el particular significado de la causa para los
pobladores indígenas del virreinato: “Si hasta el tiempo presente por más de
centenar y medio de años nuestros mayores antepasados han atribuido con
(reverentes) obsequios y lealtad muy segura abundantes tesoros de oro y plata a
Vuestra Majestad Augusta, desentrañando a costa de sus vidas y los que vivimos
a su imitación y de las nuestras los formidables riscos rígidos peñascos y
elevados montes en paramos inhabitables, sacando sus preciosos corazones a
ponerlos a los pies de vuestra majestad católica hoy mejorando la oferta estas
indias occidentales y especial esta corte del Perú, Lima tributa en un pobre
indio humilde el mas estimable tesoro a quien la divina misericordia enriqueció
de calidad con el lleno de vuestra virtudes en grado heroico que en el celo de
las mayor gloria y honra de Dios exaltación de la fe (deseo) de la conversión
de los infieles y pecadores y caridad con los pobres puede, sin que aparezca
ponderación afectada la darse con muchos de los que gloriosamente ocupan las
Aras sagradas según consta del proceso que por autoridad ordinaria se ha
actuado en esta ciudad remite a la corte Romana en esta ocasión presente
compuesto de cincuenta y dos testigos los remite sacerdotes, los mas
calificadas letras y costumbres, que lo conocieron y comunicaron vivo”.
Un caso de intervención a favor de la
causa que debe merecer nuestra atención es el de Juan Núñez de Vela. Según el
historiador Pablo Macera en su artículo “El Inca Colonial”, este personaje era
un mestizo que “Por el lado español, descendía de un primo del Virrey Blasco
Núñez Vela. Por el lado indio sus antepasados eran don Francisco Comar y Don
Felipe Carlos Sinchi Puma Inga, testigos y actores de la conquista española”.
Esta persona solicitó al Rey “pasar a Roma a solicitar la Beatificación del
Hermano Nicolás de Dios de su nación para convenir mucho al servicio de nuestro
señor, y a que se aumente como debe la fe católica, en esas provincias lo cual
se ha experimentado desde que murió”. Su solicitud no fue aceptada “se a
acordado que por ahora no ha lugar a lo que pide el dicho Don Juan Núñez Vela
de su pasaje a Roma por no estar en estado la causa que pretende solicitar”.
¿Por qué demoró tanto el inicio de la
causa del Venerable Siervo de Dios? El historiador Manuel Mendiburu en su
“Diccionario Histórico Biográfico” (Tomo VII, 1931 – 1934) indica que Don
Melchor de Liñán y Cisneros recibió del Papa Clemente X la Bula de
beatificación de San Francisco Solano el 25 de enero de 1675; posteriormente la
Bula de beatificación de Santo Toribio Alfonso de Mogrovejo el 17 de abril de
1680. Infiere Mendiburu que fueron estos los motivos por los cuales se retrasó
por espacio de dos años la apertura de la causa de Nicolás de Ayllón. Debo
agregar a esta versión que durante tres años y cuatro meses, entre 1678 y 1681,
Don Melchor de Liñán fue nombrado Virrey del Perú (interinamente) luego de la
destitución en el cargo de Don Baltasar de la Cueva y Enríquez de Cabrera
“Conde de Castellar” por una serie de calumnias de las que finalmente fue absuelto
en juicio de residencia el año 1680. Pienso que otro de los motivos de la
demora del inicio de la causa fue el cumplimiento de las obligaciones propias
del cargo del Virrey del Perú por parte de Don Melchor de Liñán.
En el Archivo Arzobispal de Lima (AAL,
Beatificaciones, Proceso del Siervo de Dios Nicolás de Ayllón, Expediente Nº 1)
se encuentra la relación de testigos que brindaron información sobre Ayllón,
entre los que se encuentran: su esposa María Jacinta, compañeros de trabajo y
clientes de Nicolás. También las principales autoridades locales, los caciques
del cercado de Lima y del Cuzco y los superiores de diversas órdenes religiosas
colaboraron con la causa. Pruebas de la intervención directa en la causa de
beatificación se encuentran en diversas cartas dirigidas directamente al Rey de
España: Carta de los Jesuitas (4 de noviembre de 1690); Carta de los
Mercedarios (1 de noviembre de 1690); Carta de los Agustinos (12 de noviembre
de 1690); Carta de los Dominicos (28 de noviembre de 1690).
Entre tanto, la promesa profética que le
hiciera la Virgen de proteger su fundación se cumplió por entero. Un año
después de su muerte, la casa de Jesús, María y José ya contaba con Capilla. En
1713, a solicitud de su viuda y las demás internas, fue autorizada a adoptar la
regla de las Clarisas capuchinas y convertirse en Monasterio, que subsiste
hasta hoy. Y en 1720 quedó terminada la bella iglesia conventual, ornamento de
Lima. Allí reposa Nicolás de Dios, admirable símbolo del indigenismo verdadero,
que consiste en incorporar los aborígenes a la civilización cristiana, única en
la cual todas sus cualidades florecen plenamente.
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