Esa mañana Vicente estaba, como
de costumbre, recorriendo la ciudad visitando los edificios que su imaginación
había soñado y que los dineros de los empresarios inmobiliarios prósperos de la
ciudad hacían realidad. Siempre se dijo
que ser arquitecto en la más pura definición del término era una locura y se
reía cada vez que recordaba al gordo contando por enésima vez la broma aquella
que decía que los que estudiaban arquitectura lo hacían porque no eran ni lo
suficientemente varoniles para ser ingenieros civiles ni lo completamente
afeminados como para dedicarse a la decoración, claro que el gordo, con quien
compartía una amistad de casi tres décadas no utilizaba nunca un lenguaje tan
depurado mientras se atragantaba una hamburguesa con queso y tocino y media
tonelada de papas fritas chorreando mayonesa.
El Mercedes deportivo (“tú
comprenderás que no puedo llegar a las oficinas de mis clientes a negociar los
proyectos de edificios que cuestan tres o cuatro millones de dólares en un
carro de segunda”) iba raudo al borde del mar limeño que todos conocen como la
Costa Verde, aunque hace más de tres décadas no se vea ni una sola planta en
ese lomo de burro interminablemente seco en que se convirtió el acantilado
luego de que las huertas y chacras que miraban al mar se transformaran en casas
oligárquicas con vista al Pacífico (las mismas que ahora, con esas familias
venidas a menos y en la necesidad de vender sus hermosos terrenos sobre el
océano, servían para que Vicente trazara sus mejores líneas e hiciera volar su
imaginación con edificios de lujo que se convirtieron inmediatamente en el
lugar perfecto donde la nueva aristocracia se reunía, tras cercas eléctricas,
puertas de acero, cámaras de vigilancia y guardianes a sueldo). El Mercedes deportivo avanzaba arrogante
mientras en el equipo digital de mil quinientos watts Herbert von Karajan
dirigía a la Orquesta Filarmónica de Berlín y atronaba los alrededores con el
primer movimiento de la Quinta Sinfonía de Beethoven (“la versión del 77 es la
mejor, sin lugar a dudas”), lo que dejaba dudas en la cabeza del afamado
arquitecto sobre si las mujeres bien parecidas que en ese instante transitaban
por la misma autopista rumbo al Club Regatas, enfundadas en mallas y
ligerísimas vestimentas para acudir a sus clases de aeróbicos, volteaban por lo
estrepitoso de la música, lo escandaloso del color rojo del lujoso automóvil o
la prestancia de sus todavía jóvenes años.
Sólo cuando concluyó el primer
movimiento, en ese instante de silencio, escuchó el sonido hiriente como un
chirrido del teléfono que se encontraba abandonado en el asiento del copiloto,
lo tomó de un gesto y respondió sin ver siquiera quién llamaba: ¿Vicente? Sí,
¿quién habla?, Soy Luc… y nuevamente la música de Beethoven lo invadió todo y
no pudo escuchar a su interlocutora que pareció enmudecer ante los feroces y
prusianos movimientos de la orquesta berlinesa; rápidamente bajó el volumen del
aparato y continuó como si nada hubiera sucedido: Sí, ¿quién habla?, soy
Luciana, ¿Luciana?, sí, Luciana de Romaña, ¡ah!, Lucy, ¿cómo te va?, bien,
pero, ¿vienes?, ¿ir, adónde?, a la junta de vecinos, ¡ah!, la junta, verdad, me
olvidé por completo, no importa, aún no empieza, ¿dónde estás?, en la Costa
Verde, por Miraflores, ¡perfecto!, ¿perfecto?, sí, claro, estás a un paso, te
esperamos, sí, pero, no, no, no, nada de peros, Vicente, te necesitamos porque
es indispensable que votes con nosotros “en bloque”, ¿en bloque?, sí, hay un
grupo que tiene una serie de ideas rarísimas y no podemos dejar que nos malogren
el edificio, ¿no?, bueno, pero, nada, nada, te espero acá, así que cancela lo
que ibas a hacer y apúrate que ya va a empezar la junta y eres indispensable…
La bendita junta, a quién se le
ocurría convocar a una junta de vecinos un martes a las doce del día, con el
tránsito abotargado que hay Miraflores, cómo si no hubiera nada que hacer, pero
mejor voy, no vaya a ser que decidan alguna tontería y luego voy a sentirme
responsable de las idioteces que cuatro viejas pitucas puedan urdir en mi ausencia. Mal comienzo,
con reuniones a esta hora, nadie que esté trabajando podrá asistir,
parece que los maridos han renunciado a su derecho a hacerse escuchar y serán
sus mujeres las que decidan, claro, entre tenerlas por ahí, violentado las
pobres tarjetas de crédito, las prefieren sentadas en estas juntas absurdas
donde nunca se saca nada en concreto, bueno, en realidad jamás he estado en una
junta, claro, pero, todas son iguales, ¿no?, y con los edificios que llevo
construidos y con lo que me cuentan los clientes tengo más que suficiente,
¿cómo me metí en este lío?, ¿a quién se le ocurre comprarse un departamento de
estos, agotar todos los ahorros y lanzarse a la aventura de convivir con una
veintena de familias de la alta sociedad limeña con su corte de sirvientes y
empleados correctamente uniformados y siempre dispuestos a servirlos?, bueno,
estoy exagerando, siempre exagerando, Vicente, siempre exagerando, si yo sé
quiénes van a vivir allí, hay gente joven, para eso diseñé los departamentos
pequeños, para nosotros, los jóvenes aún, los recién casados, los que se
quieren independizar de la casa materna, los que quieren un lugar propio y suyo
y liberado de los ojos de la madre y de las inquisiciones de las hermanas, los
que han decidido que ya es demasiado esto de seguir las virreinales costumbres
nuestras de permanecer en la casa del papá hasta que uno se vaya “por culpa del
matrimonio”, como dice el gordo mientras se carcajea, él, que sólo se fue de la
casa de sus padre cuando se casó, sí, él mismo se burla, “a mí me sacaron de la
casa de mi mamá y me llevaron a La Molina”, ah, el gordo, ¡el gordo!, ¡verdad!,
si iba a almorzar con él, hoy tenía libre, no entendí porqué, pero me
comprometí a almorzar, me dijo “a la una en punto” y es un neurótico y me repitió
“a la una, Vicente, a la una, porque si no se llena el restaurante y es un
problema encontrar un lugar allí, sabes que odio ir a los lugares de moda, pero
ya que insistes, al menos, sé puntual” y yo que sí, que iba a ser puntual y,
encima, que lo recogería de su casa allá en los quintos infiernos, quién lo
manda a mudarse tan lejos, “me llevaron a La Molina”, ja, ni modo, a ver, …, …,
¿alo?, ¿gordo?, sí, Vicente, ¿ah?, no, no me he olvidado, ni te voy a dejar
plantado, no empieces a renegar que estoy manejando y no tengo tiempo para tus
berrinches, ya, ya, escucha, tengo una junta de vecinos en Miraflores, sí,
“mis” vecinos, sí, de “mi” departamento, sí, sí, lógico que del nuevo, ¿de cuál
va a ser si no, tarado?, ¿ah?, sí, sí, con todos esos pitucos, no, no, ¿cómo se
te ocurre que vas a venir?, ni loco, ¿para escribir una crónica?, ja, ja, ja,
¡estás loco!, terminarías desprestigiándome, ja,ja,ja, estás demente, no, ni
modo, anda yendo tú y allá nos encontramos, sí, sí, yo llego, a lo mejor me
demoro un poco, pero llego, anda pidiendo una mesa y esperas, sí, sí, te cuento
lo que pasé, ¡pero no se te vaya ocurrir escribir una crónica!
Y el Mercedes llegó al
edificio. Era hermoso, sin duda. Vicente estaba orgulloso de su obra, de todos
los edificios de departamentos que había diseñado éste era el mejor, saber que
iba a vivir allí lo inspiró y había logrado unos detalles que eran la envidia
de los vecinos, no por gusto las ventas habían sido mucho más violentas que de
costumbre, el inversionista estaba feliz y el próximo proyecto ya estaba
asegurado.
Caminó sin prisa contemplando su
obra, “¿quién dice que la arquitectura no es un arte?” se preguntaba ufano de
su trabajo cuando la voz desesperada de Luciana lo arrebató de sus devaneos de
arquitecto treintañero y realizado: ¡Vicente,!, ¿ah?, la junta, sí, sí, pero
ya, ¿ya?, si ya empezaron a discutir y la cosa se pone insoportable, hay una
chica que es artista o no sé qué que insiste en que debemos permitir perros en
el edificio, ¿perros?, ¡sí, perros?, ¿te imaginas?, ¡qué desastre, si lo dejan
todo oliendo mal, se orinan en todas partes y todo se llena de pelos!, sí,
bueno, pero…, no, no, Vicente, no demores más, vamos a votar.
Y allí estaban todos, o casi
todos. Los que no asistieron delegaron
sus derechos en otros propietarios así que algunos tenían el poder de dos, tres
y hasta cuatro votos. Luciana estaba
encantadora como siempre, con esa ropa tan a la moda, tan precisa, tan
reluciente, era un princesa en un mundo gris de plebeyos tristes y sin luz, ella
parecía comandar uno de los bandos; junto a ella, la señora de pelos pintados,
uñas de acrílico, minifalda atrevida y unas piernas que no denotaban los
cincuentaimuchos que ni todas las cirugías y sesiones de botox podían ya
ocultar en una cara abatida por las reiteras intervenciones del cirujano;
también estaba esa otra con la misma cara de las que iban por la mañana al
Regatas a hacer deportes y soñaban con los primeros rayos del sol de la tímida
primavera para mostrar a los salvavidas y a los jubilados las bondades de meses
de dietas, ejercicios y una que otra “rabajadita” quirúrgica; un hombre los
acompañaba, bueno, hombre es un decir, una cuestión de género porque en sus
actitudes, en sus gestos, en su ropa finísima y en la mirada con que registró cada
centímetro del incómodo arquitecto, declaraba sin trazas de duda su inclinación
hacia los hijos de Adán; una señora muy fina, muy en su lugar, muy en su sitio
y con esos nombres que incluyen media docena de apellidos de la rancia
aristocracia limeña, cerraba la cuenta de la gente linda, la gente bien, la
gente, tú entiendes, ¿no?
En el otro lado estaban los
bohemios, los solterones y solteronas empedernidos, los yuppies relajados, los
alternativos, los que querían sus comodidades pero no exageraban ni pretendían
una legión de sirvientes a su disposición y tenían mascotas que acompañaban sus
soledades y fumaban y hacían reuniones y fiestas y tenían amigos y una vida
muchísimo más intensa que sus oponentes, reían más, reían, sonreían, algo muy
extraño en una Lima siempre cubierta de nubes y neblina, siempre opaca, siempre
aletargada y por ello siempre triste, de una tristeza colonial, antigua,
refinada, “Lima es una ciudad triste”, le había dicho Miguel a Vicente alguna
vez y el venezolano tenía razón, sin duda, pero ya habría otra oportunidad para
pensar en eso. Allí estaba Lucía, la
vieja amiga diseñadora y artista (“eso es una redundancia”, se quejaba siempre
ella) tan distinta a Luciana, tan distante, tan llena de vida, tan emocionada
con su trabajo, con sus proyectos, con su vida.
Estaba el muchacho ése, ¿cómo se llamaba?, el que representaba a toda su
familia, sí los locos tan simpáticos que compraron cuatro departamentos
grandes, su papá había decidido, sabiamente, repartir la herencia en vida y evitar
que el día del velorio se pelearan los hijos, como es muy común en la Lima
terrosa y versallesca. Luego, la
abogada; ¿cómo habría salido del estudio a esta hora?, bueno decían que era muy
buena en lo que hacía y, además, esos muslos que se escapaban por el corte de
la falda anunciaban hermosas y posibles veladas junto a la piscina de la
azotea, y una vecina así no le viene mal a nadie; junto a ella, la financista,
trabajaba con valores, como le explicó una vez, “ah, especulas en bolsa”,
respondió sin la menor consideración y ella sonrojada le explicó que “el
trabajo con valores es una ciencia”, “y la arquitectura un arte”, había
repicado él porque en realidad esa minifalda no le iba bien a esas piernas
regordetas y mal torneadas que lo desanimaron desde un comienzo aquella primera
vez que la vio, cuando le pidió algunas modificaciones en su departamento y
ella se había acercado demasiado y el perfume “definitivamente barato” le había
hecho a él retroceder prudentemente hacia la cocina como para mostrarle las
correcciones en la mesa de trabajo “porque cocino muy bien” y claro, “tendrás
que demostrármelo” había respondido él tratando de ser cortés, pero no tanto.
Ni bien llegó le exigieron votar,
“¿votar?”, “sí, de una vez, ¿te parece que se deban aceptar las mascotas en el
edificio?”. La decisión estaba
empantanada por un empate que sólo el voto de Vicente podría quebrar. Luciana sonrió. Estaban en el mismo bando, Vicente es un
chico bien, gente decente, como se dice, e iban a votar “en bloque”, ¿no lo
habían convenido antes?, no hay pierde, que los perros y los gatos se larguen
de mi edificio y sus dueños también si quieren, no van a venir a malograrme la
casa, y entonces ocurrió lo impensable.
Vicente dijo “no tengo perro, ¿pero si me dan ganas de comprarme un
mastín?” y todos quedaron mudos, “bueno, no un mastín porque no entra en el
departamento, pero sí una mascota, qué sé yo, una Jack Russel Terrier, el de
Freiser, la serie de televisión, ¿no lo han visto nunca?”, los aplausos de la
mitad de la sala fueron respondidos por las miradas torvas de los otros; y
empezó la batalla.
La señoras hablaron y hablaron
sin parar, argumentaban una y otra vez sobre las bondades de sus propuestas y
todos comenzaron a sentir que el desayuno ya no bastaba y que la hora de
almuerzo era una buena ocasión para levantar la sesión y que con la victoria
perruna era suficiente por el momento, pero ellas insistieron, había que
dejarlo todo aclarado en esa misma sesión y había que tomar decisiones
“trascendentales” (así dijo la cincuentona del botox) y se tomaron.
La lucha fue ardua, las señoras
querían algo así como una corte para sus servicios, un guardián en la puerta,
un portero (“porque es distinto un portero que un guardián, ustedes entienden
que se ve muy mal que el mismo uniformado sea el que le abra a una la puerta,
qué dirían las visitas y, además, es una cuestión de seguridad, en el malecón
roban mucho y si el guardián se va a poner a abrir puertas, cuándo cuida los
carros de los visitantes…”), un encargado de la limpieza y, claro, un chico,
¿un chico?, sí un chico que nos ayude con las bolsas de las compras, ¿ah?, no,
¿no?, ¡cuatro personas!, ocho…, ¡ocho!, sí, claro, son dos turnos, y eso que
debieran ser tres porque la jornada laboral en el país…, bueno tampoco
exageremos, ni uno ni otro, ¿acostumbra que sean turnos de doce horas?, sí,
bueno, que así sea, ¿pero cuatro?, claro, ¿quién va a limpiar el aceite de los
carros o las suciedades de las paredes?, bueno, un encargado de limpieza, es
lógico, pero sólo en la mañana, no va a limpiar a las tres de la madrugada,
¿no?, bueno, es verdad, a ver, si nos ponemos de acuerdo que ya es tarde y
muchos acá tenemos compromisos, ¿a la hora de almuerzo?, sí, delicada señora, a
la hora de almuerzo se cierran los tratos en Lima, hummmm, y sería bueno que
decidamos, propongo que se contraten a cinco personas, un encargado de la
limpieza y dos porteros y dos guardianes, así cuando suceda algo y el portero
deba abandonar su sitio, el guardián lo apoyará y cuando vengan visitas el
guardián podrá cuidar los carros, sí, pero, ¿y las bolsas?, ¿las bolsas?, sí,
¿quién cargará las bolsas del supermercado y el bidón de agua?, porque no
supondrán que vamos a beber agua de la cañería, ah, claro, el agua, por
supuesto, ¿cómo va a tomar agua del caño?, pero eso lo deberá hacer su propio
ayudante, ¿propio?, sí, como comprenderá, estimable señora, resulta que más de
la mitad de los dueños de estos departamentos ni tenemos pareja, ni hijos, ni
pasamos demasiado tiempo en casa, ni tenemos mucho problema con cargar nuestras
propias bolsas y arreglar o soportar nuestros desórdenes, tampoco es cuestión
de que todos paguemos con los gastos comunes a los mandaderos de dos o tres
personas que no quieren ir a la bodega a comprar sus cigarros, jovencito, no
sea grosero, lamento que le parezca grosero, respetada dama, pero eso es lo que
pienso, a mí me parece bien, y a mí también, pero, y a mí no, bueno, ¿votamos,
¡votemos! y así quedó listo y resuelto que sólo serían cinco empleados.
Pero aún faltaba un último choque
de fuerzas, el recibidor y la sala de estar común. Que la decoración debía hacerla Paquita de
los Ríos y Álvarez de Arenales, ¿están locos?, yo la conozco, es la decoradora
más cara de Lima, bueno, la calidad cuesta, jovencito, sí, estoy de acuerdo,
pero gastarse diez mil dólares en un recibidor y una sala de estar me parece un
exceso..., veinte mil…, ¡veinte mil!, bueno es el cálculo a “grosso modo” que
Paquita ha realizado informalmente el otro día que vino a tomar el té, ¡es una
locura!, pero si es la cara que le vamos a dar a todos nuestros amigos, ¿y
tiene que ser una cara tan cara?, ¿se está burlando?, ni lo imagine señora, son
sólo palabras homónimas, ¿homo qué? –dijo indignado, en su primera intervención
el varón domado del lado colonial-, homónimas, o sea, se escriben igual pero
significan cosas distintas, como Lima, porque hay una Lima que es la capi...,
en fin, jovencito, no nos interesan sus clases de ortografía, de lingüística,
en realidad, ilustre dama, ¡lo que sea!, lo importante es que son veinte mil
dólares, mil por departamento y ya está, ¡sí!, tendremos un lindo recibidor y
una sala para niños extraordinaria, ¡mil dólares!, ¿le parece mucho para tener
una casa decente?, ni mucho ni poco, simplemente absurdo e injusto, ¿absurdo e
injusto?, sí, porque, en primer lugar, si me permiten ilustrarlos, ¿nos está
diciendo ignorantes?, ni siquiera lo hubiera pensado, señora, sólo creo que
tienen un ligero desconocimiento del reglamento de propiedad horizontal, ¿de
qué?, ¿qué es eso?, ¡Dios, leyes!, ¿y qué tiene contra las leyes?, nada
doctora, pero los abogados lo complican todo, ¿perdón?, digo, bueno, bueno,
abreviemos, en el reglamento se establece que la cuota para sustentar los
gastos comunes de una vivienda multifamiliar, ¡esto no es un pueblo joven!,
estimada vecina, es sólo el término técnico, bueno, ¡siga!, decía que los
gastos deben ser asumidos de manera alícuota, es decir, proporcional a la
cantidad de metros cuadrados que posee cada propietario, ¡eso es una tontería!,
es la ley..., ¡igual es una tremenda idiotez!, ¿perdón señora?, bueno, doctora,
no se moleste, pero el señor está diciendo tonteras, en todo caso, tonteras
legales, vecina, y, además, y permítanme que intervenga, muchos de los que acá
vamos a vivir somos solteros y no tenemos niños, invertir varios miles de
dólares en hacer una especie de jardín de infancia me resulta poco menos que
inconsistente, ¡esa es una mezquindad!, ¿y cuando tenga hijos?, ¿y si nunca los
tengo?, entonces...
Y la discusión hubiera seguido interminables horas si
Lucía, con sus ojos interminables y su sonrisa infinita, no hubiera propuesto
una solución salomónica... Los pagos se realizarían por partes iguales, sin
importar el metraje de los departamentos, los perros estarían permitidos pero cada
propietario sería responsable de mantener la limpieza del edificio y jamás
irían por el ascensor principal, sólo por las escaleras o el ascensor de carga,
por donde también irían los empleados (“correctamente uniformados”, “¿con traje
a rayas?”, “se burla usted”, “sencillamente me parece ridículo, distinguida
dama”), la zona de la recepción sería decorada sencillamente, no con el consejo
de doña Paquita sino con el concurso del arquitecto que había hecho el diseño y
cuyas ideas todos respaldaron, el cuarto de niños sería, en realidad, un cuarto
doble, de niños para los días y de adultos, para reuniones informales, en las
noches, parte del espacio estaría colmado de juegos infantiles y la otra parte
alcanzaría perfectamente para una mesa de naipes y una de ping pong. Todos los gastos no debían de sumar más de
siete mil dólares, con lo cual cada departamento abonaría, antes de fin de mes,
trescientos cincuenta. ¿Todos de
acuerdo?, sí, sí, todos de acuerdo, y la reunión termino cuando el reloj ya
daban treinta minutos después de la una...
¡El gordo!, maldición, va a
empezar a llamar como un loco, ¿qué extraño?, no ha llamado, ¡uy!, apagué el
teléfono, me va a matar, ni modo, mejor ni lo llamo, mejor sí, es tan neurótico
que seguro ya se fue y, de paso, mandó a los mozos al diablo por cualquier
cosa, ..., ..., ¿gordo?, sí, sí, sorry, pero una viejas se pusieron pesadas y,
sí, sí, te cuento allá, anda pidiendo un ceviche, llego en diez minutos, sí,
sí, te cuento todo, pero no se te ocurra escribirlo, todo empezó en la mañana,
cuando estaba, como de costumbre recorriendo la ciudad visitando los
edificios...
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