lunes, 8 de junio de 2015

JUNTA DE VECINOS

Esa mañana Vicente estaba, como de costumbre, recorriendo la ciudad visitando los edificios que su imaginación había soñado y que los dineros de los empresarios inmobiliarios prósperos de la ciudad hacían realidad.  Siempre se dijo que ser arquitecto en la más pura definición del término era una locura y se reía cada vez que recordaba al gordo contando por enésima vez la broma aquella que decía que los que estudiaban arquitectura lo hacían porque no eran ni lo suficientemente varoniles para ser ingenieros civiles ni lo completamente afeminados como para dedicarse a la decoración, claro que el gordo, con quien compartía una amistad de casi tres décadas no utilizaba nunca un lenguaje tan depurado mientras se atragantaba una hamburguesa con queso y tocino y media tonelada de papas fritas chorreando mayonesa.

El Mercedes deportivo (“tú comprenderás que no puedo llegar a las oficinas de mis clientes a negociar los proyectos de edificios que cuestan tres o cuatro millones de dólares en un carro de segunda”) iba raudo al borde del mar limeño que todos conocen como la Costa Verde, aunque hace más de tres décadas no se vea ni una sola planta en ese lomo de burro interminablemente seco en que se convirtió el acantilado luego de que las huertas y chacras que miraban al mar se transformaran en casas oligárquicas con vista al Pacífico (las mismas que ahora, con esas familias venidas a menos y en la necesidad de vender sus hermosos terrenos sobre el océano, servían para que Vicente trazara sus mejores líneas e hiciera volar su imaginación con edificios de lujo que se convirtieron inmediatamente en el lugar perfecto donde la nueva aristocracia se reunía, tras cercas eléctricas, puertas de acero, cámaras de vigilancia y guardianes a sueldo).  El Mercedes deportivo avanzaba arrogante mientras en el equipo digital de mil quinientos watts Herbert von Karajan dirigía a la Orquesta Filarmónica de Berlín y atronaba los alrededores con el primer movimiento de la Quinta Sinfonía de Beethoven (“la versión del 77 es la mejor, sin lugar a dudas”), lo que dejaba dudas en la cabeza del afamado arquitecto sobre si las mujeres bien parecidas que en ese instante transitaban por la misma autopista rumbo al Club Regatas, enfundadas en mallas y ligerísimas vestimentas para acudir a sus clases de aeróbicos, volteaban por lo estrepitoso de la música, lo escandaloso del color rojo del lujoso automóvil o la prestancia de sus todavía jóvenes años.

Sólo cuando concluyó el primer movimiento, en ese instante de silencio, escuchó el sonido hiriente como un chirrido del teléfono que se encontraba abandonado en el asiento del copiloto, lo tomó de un gesto y respondió sin ver siquiera quién llamaba: ¿Vicente? Sí, ¿quién habla?, Soy Luc… y nuevamente la música de Beethoven lo invadió todo y no pudo escuchar a su interlocutora que pareció enmudecer ante los feroces y prusianos movimientos de la orquesta berlinesa; rápidamente bajó el volumen del aparato y continuó como si nada hubiera sucedido: Sí, ¿quién habla?, soy Luciana, ¿Luciana?, sí, Luciana de Romaña, ¡ah!, Lucy, ¿cómo te va?, bien, pero, ¿vienes?, ¿ir, adónde?, a la junta de vecinos, ¡ah!, la junta, verdad, me olvidé por completo, no importa, aún no empieza, ¿dónde estás?, en la Costa Verde, por Miraflores, ¡perfecto!, ¿perfecto?, sí, claro, estás a un paso, te esperamos, sí, pero, no, no, no, nada de peros, Vicente, te necesitamos porque es indispensable que votes con nosotros “en bloque”, ¿en bloque?, sí, hay un grupo que tiene una serie de ideas rarísimas y no podemos dejar que nos malogren el edificio, ¿no?, bueno, pero, nada, nada, te espero acá, así que cancela lo que ibas a hacer y apúrate que ya va a empezar la junta y eres indispensable…

La bendita junta, a quién se le ocurría convocar a una junta de vecinos un martes a las doce del día, con el tránsito abotargado que hay Miraflores, cómo si no hubiera nada que hacer, pero mejor voy, no vaya a ser que decidan alguna tontería y luego voy a sentirme responsable de las idioteces que cuatro viejas pitucas puedan urdir en mi ausencia.  Mal comienzo,  con reuniones a esta hora, nadie que esté trabajando podrá asistir, parece que los maridos han renunciado a su derecho a hacerse escuchar y serán sus mujeres las que decidan, claro, entre tenerlas por ahí, violentado las pobres tarjetas de crédito, las prefieren sentadas en estas juntas absurdas donde nunca se saca nada en concreto, bueno, en realidad jamás he estado en una junta, claro, pero, todas son iguales, ¿no?, y con los edificios que llevo construidos y con lo que me cuentan los clientes tengo más que suficiente, ¿cómo me metí en este lío?, ¿a quién se le ocurre comprarse un departamento de estos, agotar todos los ahorros y lanzarse a la aventura de convivir con una veintena de familias de la alta sociedad limeña con su corte de sirvientes y empleados correctamente uniformados y siempre dispuestos a servirlos?, bueno, estoy exagerando, siempre exagerando, Vicente, siempre exagerando, si yo sé quiénes van a vivir allí, hay gente joven, para eso diseñé los departamentos pequeños, para nosotros, los jóvenes aún, los recién casados, los que se quieren independizar de la casa materna, los que quieren un lugar propio y suyo y liberado de los ojos de la madre y de las inquisiciones de las hermanas, los que han decidido que ya es demasiado esto de seguir las virreinales costumbres nuestras de permanecer en la casa del papá hasta que uno se vaya “por culpa del matrimonio”, como dice el gordo mientras se carcajea, él, que sólo se fue de la casa de sus padre cuando se casó, sí, él mismo se burla, “a mí me sacaron de la casa de mi mamá y me llevaron a La Molina”, ah, el gordo, ¡el gordo!, ¡verdad!, si iba a almorzar con él, hoy tenía libre, no entendí porqué, pero me comprometí a almorzar, me dijo “a la una en punto” y es un neurótico y me repitió “a la una, Vicente, a la una, porque si no se llena el restaurante y es un problema encontrar un lugar allí, sabes que odio ir a los lugares de moda, pero ya que insistes, al menos, sé puntual” y yo que sí, que iba a ser puntual y, encima, que lo recogería de su casa allá en los quintos infiernos, quién lo manda a mudarse tan lejos, “me llevaron a La Molina”, ja, ni modo, a ver, …, …, ¿alo?, ¿gordo?, sí, Vicente, ¿ah?, no, no me he olvidado, ni te voy a dejar plantado, no empieces a renegar que estoy manejando y no tengo tiempo para tus berrinches, ya, ya, escucha, tengo una junta de vecinos en Miraflores, sí, “mis” vecinos, sí, de “mi” departamento, sí, sí, lógico que del nuevo, ¿de cuál va a ser si no, tarado?, ¿ah?, sí, sí, con todos esos pitucos, no, no, ¿cómo se te ocurre que vas a venir?, ni loco, ¿para escribir una crónica?, ja, ja, ja, ¡estás loco!, terminarías desprestigiándome, ja,ja,ja, estás demente, no, ni modo, anda yendo tú y allá nos encontramos, sí, sí, yo llego, a lo mejor me demoro un poco, pero llego, anda pidiendo una mesa y esperas, sí, sí, te cuento lo que pasé, ¡pero no se te vaya ocurrir escribir una crónica!

Y el Mercedes llegó al edificio.  Era hermoso, sin duda.  Vicente estaba orgulloso de su obra, de todos los edificios de departamentos que había diseñado éste era el mejor, saber que iba a vivir allí lo inspiró y había logrado unos detalles que eran la envidia de los vecinos, no por gusto las ventas habían sido mucho más violentas que de costumbre, el inversionista estaba feliz y el próximo proyecto ya estaba asegurado.

Caminó sin prisa contemplando su obra, “¿quién dice que la arquitectura no es un arte?” se preguntaba ufano de su trabajo cuando la voz desesperada de Luciana lo arrebató de sus devaneos de arquitecto treintañero y realizado: ¡Vicente,!, ¿ah?, la junta, sí, sí, pero ya, ¿ya?, si ya empezaron a discutir y la cosa se pone insoportable, hay una chica que es artista o no sé qué que insiste en que debemos permitir perros en el edificio, ¿perros?, ¡sí, perros?, ¿te imaginas?, ¡qué desastre, si lo dejan todo oliendo mal, se orinan en todas partes y todo se llena de pelos!, sí, bueno, pero…, no, no, Vicente, no demores más, vamos a votar.

Y allí estaban todos, o casi todos.  Los que no asistieron delegaron sus derechos en otros propietarios así que algunos tenían el poder de dos, tres y hasta cuatro votos.  Luciana estaba encantadora como siempre, con esa ropa tan a la moda, tan precisa, tan reluciente, era un princesa en un mundo gris de plebeyos tristes y sin luz, ella parecía comandar uno de los bandos; junto a ella, la señora de pelos pintados, uñas de acrílico, minifalda atrevida y unas piernas que no denotaban los cincuentaimuchos que ni todas las cirugías y sesiones de botox podían ya ocultar en una cara abatida por las reiteras intervenciones del cirujano; también estaba esa otra con la misma cara de las que iban por la mañana al Regatas a hacer deportes y soñaban con los primeros rayos del sol de la tímida primavera para mostrar a los salvavidas y a los jubilados las bondades de meses de dietas, ejercicios y una que otra “rabajadita” quirúrgica; un hombre los acompañaba, bueno, hombre es un decir, una cuestión de género porque en sus actitudes, en sus gestos, en su ropa finísima y en la mirada con que registró cada centímetro del incómodo arquitecto, declaraba sin trazas de duda su inclinación hacia los hijos de Adán; una señora muy fina, muy en su lugar, muy en su sitio y con esos nombres que incluyen media docena de apellidos de la rancia aristocracia limeña, cerraba la cuenta de la gente linda, la gente bien, la gente, tú entiendes, ¿no? 

En el otro lado estaban los bohemios, los solterones y solteronas empedernidos, los yuppies relajados, los alternativos, los que querían sus comodidades pero no exageraban ni pretendían una legión de sirvientes a su disposición y tenían mascotas que acompañaban sus soledades y fumaban y hacían reuniones y fiestas y tenían amigos y una vida muchísimo más intensa que sus oponentes, reían más, reían, sonreían, algo muy extraño en una Lima siempre cubierta de nubes y neblina, siempre opaca, siempre aletargada y por ello siempre triste, de una tristeza colonial, antigua, refinada, “Lima es una ciudad triste”, le había dicho Miguel a Vicente alguna vez y el venezolano tenía razón, sin duda, pero ya habría otra oportunidad para pensar en eso.  Allí estaba Lucía, la vieja amiga diseñadora y artista (“eso es una redundancia”, se quejaba siempre ella) tan distinta a Luciana, tan distante, tan llena de vida, tan emocionada con su trabajo, con sus proyectos, con su vida.  Estaba el muchacho ése, ¿cómo se llamaba?, el que representaba a toda su familia, sí los locos tan simpáticos que compraron cuatro departamentos grandes, su papá había decidido, sabiamente, repartir la herencia en vida y evitar que el día del velorio se pelearan los hijos, como es muy común en la Lima terrosa y versallesca.  Luego, la abogada; ¿cómo habría salido del estudio a esta hora?, bueno decían que era muy buena en lo que hacía y, además, esos muslos que se escapaban por el corte de la falda anunciaban hermosas y posibles veladas junto a la piscina de la azotea, y una vecina así no le viene mal a nadie; junto a ella, la financista, trabajaba con valores, como le explicó una vez, “ah, especulas en bolsa”, respondió sin la menor consideración y ella sonrojada le explicó que “el trabajo con valores es una ciencia”, “y la arquitectura un arte”, había repicado él porque en realidad esa minifalda no le iba bien a esas piernas regordetas y mal torneadas que lo desanimaron desde un comienzo aquella primera vez que la vio, cuando le pidió algunas modificaciones en su departamento y ella se había acercado demasiado y el perfume “definitivamente barato” le había hecho a él retroceder prudentemente hacia la cocina como para mostrarle las correcciones en la mesa de trabajo “porque cocino muy bien” y claro, “tendrás que demostrármelo” había respondido él tratando de ser cortés, pero no tanto.

Ni bien llegó le exigieron votar, “¿votar?”, “sí, de una vez, ¿te parece que se deban aceptar las mascotas en el edificio?”.  La decisión estaba empantanada por un empate que sólo el voto de Vicente podría quebrar.  Luciana sonrió.  Estaban en el mismo bando, Vicente es un chico bien, gente decente, como se dice, e iban a votar “en bloque”, ¿no lo habían convenido antes?, no hay pierde, que los perros y los gatos se larguen de mi edificio y sus dueños también si quieren, no van a venir a malograrme la casa, y entonces ocurrió lo impensable.  Vicente dijo “no tengo perro, ¿pero si me dan ganas de comprarme un mastín?” y todos quedaron mudos, “bueno, no un mastín porque no entra en el departamento, pero sí una mascota, qué sé yo, una Jack Russel Terrier, el de Freiser, la serie de televisión, ¿no lo han visto nunca?”, los aplausos de la mitad de la sala fueron respondidos por las miradas torvas de los otros; y empezó la batalla.

La señoras hablaron y hablaron sin parar, argumentaban una y otra vez sobre las bondades de sus propuestas y todos comenzaron a sentir que el desayuno ya no bastaba y que la hora de almuerzo era una buena ocasión para levantar la sesión y que con la victoria perruna era suficiente por el momento, pero ellas insistieron, había que dejarlo todo aclarado en esa misma sesión y había que tomar decisiones “trascendentales” (así dijo la cincuentona del botox) y se tomaron.

La lucha fue ardua, las señoras querían algo así como una corte para sus servicios, un guardián en la puerta, un portero (“porque es distinto un portero que un guardián, ustedes entienden que se ve muy mal que el mismo uniformado sea el que le abra a una la puerta, qué dirían las visitas y, además, es una cuestión de seguridad, en el malecón roban mucho y si el guardián se va a poner a abrir puertas, cuándo cuida los carros de los visitantes…”), un encargado de la limpieza y, claro, un chico, ¿un chico?, sí un chico que nos ayude con las bolsas de las compras, ¿ah?, no, ¿no?, ¡cuatro personas!, ocho…, ¡ocho!, sí, claro, son dos turnos, y eso que debieran ser tres porque la jornada laboral en el país…, bueno tampoco exageremos, ni uno ni otro, ¿acostumbra que sean turnos de doce horas?, sí, bueno, que así sea, ¿pero cuatro?, claro, ¿quién va a limpiar el aceite de los carros o las suciedades de las paredes?, bueno, un encargado de limpieza, es lógico, pero sólo en la mañana, no va a limpiar a las tres de la madrugada, ¿no?, bueno, es verdad, a ver, si nos ponemos de acuerdo que ya es tarde y muchos acá tenemos compromisos, ¿a la hora de almuerzo?, sí, delicada señora, a la hora de almuerzo se cierran los tratos en Lima, hummmm, y sería bueno que decidamos, propongo que se contraten a cinco personas, un encargado de la limpieza y dos porteros y dos guardianes, así cuando suceda algo y el portero deba abandonar su sitio, el guardián lo apoyará y cuando vengan visitas el guardián podrá cuidar los carros, sí, pero, ¿y las bolsas?, ¿las bolsas?, sí, ¿quién cargará las bolsas del supermercado y el bidón de agua?, porque no supondrán que vamos a beber agua de la cañería, ah, claro, el agua, por supuesto, ¿cómo va a tomar agua del caño?, pero eso lo deberá hacer su propio ayudante, ¿propio?, sí, como comprenderá, estimable señora, resulta que más de la mitad de los dueños de estos departamentos ni tenemos pareja, ni hijos, ni pasamos demasiado tiempo en casa, ni tenemos mucho problema con cargar nuestras propias bolsas y arreglar o soportar nuestros desórdenes, tampoco es cuestión de que todos paguemos con los gastos comunes a los mandaderos de dos o tres personas que no quieren ir a la bodega a comprar sus cigarros, jovencito, no sea grosero, lamento que le parezca grosero, respetada dama, pero eso es lo que pienso, a mí me parece bien, y a mí también, pero, y a mí no, bueno, ¿votamos, ¡votemos! y así quedó listo y resuelto que sólo serían cinco empleados.

Pero aún faltaba un último choque de fuerzas, el recibidor y la sala de estar común.  Que la decoración debía hacerla Paquita de los Ríos y Álvarez de Arenales, ¿están locos?, yo la conozco, es la decoradora más cara de Lima, bueno, la calidad cuesta, jovencito, sí, estoy de acuerdo, pero gastarse diez mil dólares en un recibidor y una sala de estar me parece un exceso..., veinte mil…, ¡veinte mil!, bueno es el cálculo a “grosso modo” que Paquita ha realizado informalmente el otro día que vino a tomar el té, ¡es una locura!, pero si es la cara que le vamos a dar a todos nuestros amigos, ¿y tiene que ser una cara tan cara?, ¿se está burlando?, ni lo imagine señora, son sólo palabras homónimas, ¿homo qué? –dijo indignado, en su primera intervención el varón domado del lado colonial-, homónimas, o sea, se escriben igual pero significan cosas distintas, como Lima, porque hay una Lima que es la capi..., en fin, jovencito, no nos interesan sus clases de ortografía, de lingüística, en realidad, ilustre dama, ¡lo que sea!, lo importante es que son veinte mil dólares, mil por departamento y ya está, ¡sí!, tendremos un lindo recibidor y una sala para niños extraordinaria, ¡mil dólares!, ¿le parece mucho para tener una casa decente?, ni mucho ni poco, simplemente absurdo e injusto, ¿absurdo e injusto?, sí, porque, en primer lugar, si me permiten ilustrarlos, ¿nos está diciendo ignorantes?, ni siquiera lo hubiera pensado, señora, sólo creo que tienen un ligero desconocimiento del reglamento de propiedad horizontal, ¿de qué?, ¿qué es eso?, ¡Dios, leyes!, ¿y qué tiene contra las leyes?, nada doctora, pero los abogados lo complican todo, ¿perdón?, digo, bueno, bueno, abreviemos, en el reglamento se establece que la cuota para sustentar los gastos comunes de una vivienda multifamiliar, ¡esto no es un pueblo joven!, estimada vecina, es sólo el término técnico, bueno, ¡siga!, decía que los gastos deben ser asumidos de manera alícuota, es decir, proporcional a la cantidad de metros cuadrados que posee cada propietario, ¡eso es una tontería!, es la ley..., ¡igual es una tremenda idiotez!, ¿perdón señora?, bueno, doctora, no se moleste, pero el señor está diciendo tonteras, en todo caso, tonteras legales, vecina, y, además, y permítanme que intervenga, muchos de los que acá vamos a vivir somos solteros y no tenemos niños, invertir varios miles de dólares en hacer una especie de jardín de infancia me resulta poco menos que inconsistente, ¡esa es una mezquindad!, ¿y cuando tenga hijos?, ¿y si nunca los tengo?, entonces...

Y la discusión hubiera seguido interminables horas si Lucía, con sus ojos interminables y su sonrisa infinita, no hubiera propuesto una solución salomónica... Los pagos se realizarían por partes iguales, sin importar el metraje de los departamentos, los perros estarían permitidos pero cada propietario sería responsable de mantener la limpieza del edificio y jamás irían por el ascensor principal, sólo por las escaleras o el ascensor de carga, por donde también irían los empleados (“correctamente uniformados”, “¿con traje a rayas?”, “se burla usted”, “sencillamente me parece ridículo, distinguida dama”), la zona de la recepción sería decorada sencillamente, no con el consejo de doña Paquita sino con el concurso del arquitecto que había hecho el diseño y cuyas ideas todos respaldaron, el cuarto de niños sería, en realidad, un cuarto doble, de niños para los días y de adultos, para reuniones informales, en las noches, parte del espacio estaría colmado de juegos infantiles y la otra parte alcanzaría perfectamente para una mesa de naipes y una de ping pong.  Todos los gastos no debían de sumar más de siete mil dólares, con lo cual cada departamento abonaría, antes de fin de mes, trescientos cincuenta.  ¿Todos de acuerdo?, sí, sí, todos de acuerdo, y la reunión termino cuando el reloj ya daban treinta minutos después de la una...


¡El gordo!, maldición, va a empezar a llamar como un loco, ¿qué extraño?, no ha llamado, ¡uy!, apagué el teléfono, me va a matar, ni modo, mejor ni lo llamo, mejor sí, es tan neurótico que seguro ya se fue y, de paso, mandó a los mozos al diablo por cualquier cosa, ..., ..., ¿gordo?, sí, sí, sorry, pero una viejas se pusieron pesadas y, sí, sí, te cuento allá, anda pidiendo un ceviche, llego en diez minutos, sí, sí, te cuento todo, pero no se te ocurra escribirlo, todo empezó en la mañana, cuando estaba, como de costumbre recorriendo la ciudad visitando los edificios...

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