Cuando hace casi veinte años leí el poema “Todo
esto es mi país” de Sebastián Salazar Bondy, repetí con desilusión un verso en
el que expresa que su país es “un plato vacío tendido hacia la nada”. Tenía
diecisiete años y cursaba el primer año de Derecho en San Marcos. Los peruanos atravesábamos esa catástrofe que
significó para nosotros la combinación infernal de la violencia homicida y
terrorista de Sendero Luminoso y el corrupto y desastroso gobierno de Alan
García. En ese tiempo, la esperanza era
la única luz que nos alumbraba y esa “nada” anunciada por el poeta no cabía en
mis ilusiones.
Hoy, que he alcanzado la edad que tenía Salazar
Bondy cuando escribió ese poema y que no tengo en mi limitado repertorio de
malos versos uno que pueda ayudarme a expresar lo que siento, no hallo más
respuesta a la indignación que a diario me producen las noticias sobre nuestros
políticos y nuestra política que esa “nada” espantosamente profética.
Vamos de lo delincuencial a lo patético. Desde un sujeto acusado de violación a
quienes las agraviadas libran de repente de la culpa en medio de la
investigación policial hasta una candidata de izquierda que hizo la
presentación de su partido, absolutamente distanciada del pueblo que dice y
aspira defender, en un pequeño y conocido local de jazz (de su propiedad) en el
residencial distrito de Miraflores. Y, en el ínterin, dos ex presidentes –uno
catastrófico y otro inocuo-, un ex embajador histérico y babeante, un ex
militar golpista, su hermano, el hijo de un ex mandatario (que acaba de
renunciar dejando desconsolado al 0,8% del electorado que lo favorecía), un
puñado de congresistas que quieren “dar el salto”, dos mujeres y abogadas que,
estando una en las antípodas de la otra, tienen en sus discursos más
similitudes que divergencias, y un ex marihuanero en cuya genial estrategia
está la idea de traer a las grandes bandas de rock extranjeras para promover el
Perú como destino turístico...
Esos son sólo una muestra de los veinticuatro
aspirantes a presidente que pretenden que el electorado les entregue su
voto. Me pregunto, ¿cuántos soportarían
una auditoria sobre sus bienes (y males), sobre sus actos (y omisiones), sobre
sus negocios (y arreglos), sobre sus finanzas (y financistas), sobre su vida pública
(y privada), antes (y, sobre todo, después) de un supuesto mandato?
¿Por qué aspiran tantas personas a convertirse
en presidente del país? Probablemente la
respuesta me la diera un amigo que, entre broma y en serio, me dijo “lo que
pasa es que tú no entiendes nada, es como llevar el curso de fotografía en el
colegio, no haces nada, la pasas bien e igual te aprueban”. ¿Será cierto?
¿O es que acaso hay dos docenas de patricios que han decidido dejar la
tranquilidad de sus vidas de rentistas para lanzarse a las aguas infestas de la
política nacional para salvar al Perú de la ruina económica y moral? Difícil creerlo, y más difícil aún cuando
vemos cómo se arrancan los ojos entre sus “militantes” para obtener un numerito
en la ambicionada lista de candidatos al Parlamento (“y esos sí que se la
llevan fácil, ¡armemos un partido!”, insiste mi amigo). Peleas callejeras, riñas solapadas, insultos
moderados, críticas abiertas, cuchilladas nocturnas, estocadas a la luz del
sol, pateadas de tablero y premios consuelo; una exquisita exhibición de
angurria, desenfado, mugre, barro, estiércol y miasmas que contaminan todo en
la demencial carrera hacia la inmunidad (e impunidad) parlamentaria.
¿Esos sujetos que empiezan a infestar la
televisión, los diarios, los paneles y cuanto medio de información existe, con
sus sonrisas prefabricadas y sus miradas retocadas de santos varones, son los
que liberarán a nuestra nación de la pobreza, la ignorancia, las enfermedades,
el hambre y la corrupción?
La fauna de candidatos a la presidencia y al
congreso de la republica es tan variada que podríamos hacer un concurso de
desolladores y veríamos, ya sin espanto, cómo se arrancan la piel unos a otros
con tal de obtener las prebendas, los privilegios, las gollerías y prerrogativas
que significa ser electo para un puesto público en el Perú.
¿Hay excepciones? Seguramente, pero así como una golondrina no
hace verano, una persona honrada no es suficiente en el océano pérfido y
maloliente de la política nacional. Muy probablemente
terminaría relegada, absorbida o liquidada en un sistema que protege el abuso,
el atropello y las injusticias.
Cualquier cambio es imposible sin un grupo sólido, coherente, eficaz y
eficiente, de mujeres y hombres, honestos y honrados, que trabajen con la
convicción de que la función pública es para servir a la gente y no para
servirse de ella. A ver, ¿qué partido nos muestra a su diez justos para salvar
la patria?
Hemos creado un país de ignorantes donde el 80%
de la población escolar es incapaz de entender las implicancias de un texto
simple. Cierto, en las últimas décadas
la cantidad de alumnos matriculados aumentó dramáticamente, pero eso no sirve
para nada si las escuelas se convierten en depósitos de seres humanos donde los
profesores trasladan sus propias limitaciones a los estudiantes y donde leer y
sumar son actos mecánicos sin trascendencia por la incapacidad de los niños
(desnutridos y mal preparados) para descifrar las letras y los números que
balbucean.
¿Cuál es la solución? He allí la pregunta que los políticos
debieran responder sin demagogia y sin rodeos, pero nadie lo hará. En un país donde los ciudadanos no pueden
comprender un texto sencillo es cínico hablar de un “debate nacional” sobre los
planes de gobierno. Debatirán, sí, los
mismos de siempre, reñirán para las cámaras, dirán palabras altisonantes y
frases para el bronce y, luego, cuando nadie los observe, irán juntos a
celebrar cualquier cosa en cualquier embajada porque felizmente el whisky y las
langostas no tienen pasaporte ni carnet partidario.
Que nos den cifras, proyectos realizables,
planes a corto plazo, resultados comprobables en el lapso de un mandato. Que se comprometan con números a bajar las
tasas de mortalidad infantil, de analfabetismo, de miseria. Que no empiecen con que “el camino largo”,
con “ajustarse el cinturón”, con el “dennos tiempo”de siempre. Cierto, Roma no se hizo en un día pero se
empezó a construir desde el primer instante.
Resultados; eso se necesita. Que
cada año el presidente diga “hicimos esto” y no “vamos a hacer esto” y si no
tiene nada importante y concreto que decir que se vaya a su casa con su corte
de inútiles.
Pero no seamos injustos, del circo que hoy es
la vida política nacional, todos somos accionistas. La responsabilidad es compartida y cuanto
mayor es nuestro grado de cultura, mayor la cuota de culpa que nos
corresponde. Los que huimos de la
política para no contaminarnos terminamos ensuciando más al país pues lo
expusimos y lo entregamos en las manos de los canallas que tienen estómago
suficiente para administrar la podredumbre sin perder los modales.
¿Qué hacer?
Las soluciones nihilistas y mesiánicas no conducen a ninguna parte, el
continuismo nos empuja lentamente al despeñadero y la inmovilidad nos mantiene
en el mismo barro putrefacto. ¿Hay salida?
Felizmente los países no quiebran tan
fácilmente y la historia nos da lecciones que iremos aprendiendo a golpes y
porrazos. Cada quien tiene su propia
manera de pelear por la humanidad y no se necesita ser presidente para cambiar un
país. Una nación se transforma con el
esfuerzo de los que quieren esforzarse, con el sacrificio de los que desean dar
“algo más” y no piensan en las ganancias, con la lucha diaria del hombre
honrado por hacer de esa honradez una forma de vida.
Nuestra generación fracasó. No le dejemos a nuestros hijos la imagen del
vencido que se esconde debajo de la mesa a mendigar clemencia sino la del
hombre que aún consciente de la derrota, soporta, una vez más, el embate de la
maldad y de la inquina, resiste y se mantiene firme hasta el último golpe,
porque sabe que allá, en la tierra que protege defendiendo el puente con lo que
le queda de vida, hay una nueva generación, un nuevo grupo de locos y
valientes, que ya está listo, casi listo, para tomar la posta y seguir
batallando en esta guerra secular e infinita contra la traición, el robo, la
ambición y la rapiña.
Que cada cual escoja su trinchera para
dignificar al hombre con su vida y que la “nada” profética de Sebastián Salazar
Bondy se convierta en una metáfora desafortunada y no en la desgraciada
realidad de este país. Los hombres como él, que se esforzaron, merecen nuestro
esfuerzo, merecen que empecemos la tarea de llenar ese plato.
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