Cuenta Ricardo Palma en las Tradiciones Peruanas que
hubo en nuestra patria un presidente tan
patriota
y abnegado que arrojo la insignia presidencial por uno de los balcones
de Palacio para que la recogiera el pueblo soberano amotinado en la Plaza
Mayor, y la obsequiase a quien tuviera a bien aceptarla.
Desde que en la caída del Presidente La Mar, después de la batalla
de Portete (La batalla de Tarqui se libró el 27 de febrero de 1829 de 1829 en el llamado Portete de Tarqui, a pocos kilómetros de Cuenca
(actual Ecuador), entre tropas de la Gran
Colombia, comandadas por Antonio
José de Sucre y Juan José Flores, y tropas peruanas comandadas por José de
La Mar). Se fundó por el general Gamarra una era de revoluciones y motines de
cuartel, raro fue el año sin dos, tres o cuatro presidentes en Lima, hasta que
llegó, en 1844 el general Ramón Castilla, quien echo llave y candado al
manicomio suelto de los ambiciosos.
Se disputaban la presidencia los generales Vivanco y
Castilla (ambos buenos mozos y valientes). Lima acataba la autoridad del primero en la persona de Manuel Menéndez,
que no era militar, sino un acaudalado agricultor, presidente del Consejo de
Estado, y como tal, llamado por la ley a ceñir la banda presidencial en los
casos de ausencia o enfermedad del mandatario supremo. Un buen día Menéndez se encontraba
fastidiado y cedió el poder al vicepresidente del Consejo, doctor don Justo
Figuerola, quien gobernó desde el 15 de marzo de 1843 al 8 de abril (como se ve
poquísimos días), ese día llegó Vivanco.
Cuando el Supremo
Director tuvo que abrir campaña contra Castilla, volvió Menéndez a ejercer en
Lima la suprema autoridad y el 10 de agosto de 1844, después de una rabita
palaciega encaminándose a casa de Figuerola, y venciendo la obstinada
resistencia de éste, consiguió al fin que el amigo accediese a substituirlo.
El doctor Figuerola era un respetable magistrado,
hombre benévolo y servicial, respetado como el primer latinista del Perú. “Deciase de él que sabía más latín que todos los famosos predicadores
de su época, por los que las beatas, que diariamente rezan más padrenuestros que pulgas tiene un
perro en el verano, creen hacer piramidal encomio cuando dicen que su sermón
estuvo empedrado en latines”.
Resumiendo el señor Figuerola, era un buen hombre, “
y ya se sabe que en política con los buenos no se va a ninguna parte”.
Figuerola vivía en la calle Plateros de San Agustín,
su casa colindaba con la de la famosa dulcería de los hermanos Broggi, casa que
todavía continúa perteneciendo a la nieta y bisnietas el magistrado.
Palma cuenta, que el 11 de agosto, esto es, al día
siguiente dee estar actuando como gobierno, a poco más de las seis de las tarde,
se presentó en la calle, una gran manifestación, amenazando con “echar abajo la
puerta de la casa que un criado había atinado a cerrar con oportunidad”.
Todavía por aquellas épocas no habían desaparecido
los hábitos coloniales, se comía con
toda la familia a las cuatro en punto de la tarde. El señor Figuerola, era un
achacoso sesentón, se cuidaba de respirar la humedad atmosférica vespertina, y
acababa de acostarse a dormir la siesta.
Su criado informo al doctor Figuerola lo que ocurría
en la calle, y de la pretensión de los
bullangueros, este llamando a su hija política le dijo: “Catalina: saca la
banda, que está en el primer cajón de la cómoda, abre la celosía del balcón, y
dile de mi parte al pueblo soberano que ahí va la banda, para que disponga de
ella a su regalado gusto. Añádeles que digo yo que me dejen tranquilo y que se
vayan al mo…nton. (No fue precisamente ésta, sino otra de acentuado criollismo la que empleo)”.
“Y no me digan que invento, pues la escena me fue
referida hara aproximadamente cuarenta años, por la señora Catalina. En poco o
nada discrepaba de lo que yo había oído contar en la misma noche del barullo”.
La turba, en posesión de la banda, se retiró dando
vivas al doctor Figuerola, y se echó a buscar a quien ceñírsela. “¡Y cosa rara!,
esa prenda tan codiciada, y que se obtenía después de mucho derramamiento de
sangre , no encontró quien quisiera engalanarse con ella. “Los notables de la
ciudad impusieron entonces a Menéndez el deber patriótico de investir
nuevamente la insignia de que tres días
antes se despojara, y se escribió a la vez, al general Ramón Castilla, instándolo
para que apresurara su viajea la capital. El 5 de octubre , investido con el carácter
de provisorio (y no provisional , como
impone la Academia que se diga y escriba), le entregó Menéndez la perseguida y
tan deseada banda “.
Lamentable que 170 años despues algunos peruanos sigan actuando como plebeyos
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