Juan Valera, Nació el 18 de octubre de 1824 en Cabra, Córdoba,
en el seno de una familia aristocrática. En
1844 obtiene el título de bachillerato en jurisprudencia. Cursó sus estudios universitarios en Granada y Madrid.
Entró en el servicio diplomático como acompañante del duque de Rivas, embajador en Nápoles, donde se dedicó a la lectura
y al estudio del griego. Llegó a trabajar en diez embajadas españolas en
ciudades como San Petersburgo, Río de Janeiro, Washington, Nápoles, Viena o
Dresde. Viajó también a Portugal, Rusia, Brasil, Estados Unidos, Bélgica y
Austria.
Era un escritor muy conocido y popular, en los países
donde se habla y cultiva la lengua de
Cervantes, que el del autor de “Pepita Jiménez” difícilmente podría citarse.
Alarcón, Pérez Galdós y Pereda quedan rezagados cuando se nombra a Juan Varela.
Ricardo Palma escribe: “que tenía una deuda de gratitud, pues en el segundo tomo de
sus Cartas Americanas me había honrado con un elogioso comentario, sobre uno de
mis libros de tradiciones. Visitando a Valera, a poco de mi llegada a Madrid,
llenaba más que un deber de social y
literaria cortesía, una exigencia del corazón”.
Varela es jun hombre lleno de vigor físico y en quien
el gracejo andaluz , unido a un trato llano como camino real, hace una
personalidad muy simpática. José Zorrilla no se convencía que ya Valera lleva a
cuestas recia carga de años; porque al hablar de él, siempre lo llamaba Juanito
Valera. Para Zorrilla, Madrazo era siempre Pedrito Madrazo, y don Miguel de los
Santos Álvarez, Miguelito.
Cuanto se pudiera decir bueno de Juan Valera, sería
pálido ante estas palabras de Manuel de Revilla: “Valera es la ciencia con corbata blanca y la erudición vestida de
limpio”.
Palma siguen contando que: “Valera recibía los sábados
a sus amigos. Su tertulia principiaba
entre las nueve y las diez de la
noche concluyendo hacia las dos de la mañana”. Los escritores americanos que se
encontraban en Madrid, desempeñando cargos diplomáticos, estaban invitados
siempre. El uruguayo , el cantor de americanistas ideales; el nicaragüense
Rubén Darío, el parnasiano de fantasía deslumbradora ; Juan Ferraz, el modesto
bardo de “Tristes y Colombinas”; el
ecuatoriano Leonidas Pallarés Arteta,
que en su pequeño poema “Idioma sin
traducción” rivalizara con Campoamor, con el maestro inmortal; Pancho Sosa, el
benévolo critico mejicano; Quijano Wallis, el simpático jurista de Colombia, y
tantos otros del mundo republicano, fraternizaban en esas deliciosas veladas,
con los más encumbrados literatos españoles, como Menéndez y Pelayo, Núñez de
Arce, Manuel del Palacio y José Alcalá Galiano. “Prosa o verso, todos leíamos
algo”.
Palma solo vio al octogenario Nemesio Fernández Cuesta, el patriarca de los escritores españoles, Pues Martínez Villegas, residente en Zamora, no alcanzaba a contar los años del director del “Diario de Sesiones del Congreso”. Fernández Cuesta era poco conversador, y apenas permaneció una hora en los salones, falleció el venerable anciano a finales de 1893, y a pocos días de la repentina muerte de Rafael García Santiestevan, poeta de buen humor y de finísimo porte “con quien intimé algo en casa de Concepción Jiménez, Teodoro Guerrero y Ricardo Sepúlveda”, que eran dos escritores a quienes tanto renombre ha conquistado el espiritual libro: “Pleito sobre el matrimonio”.
Palma solo vio al octogenario Nemesio Fernández Cuesta, el patriarca de los escritores españoles, Pues Martínez Villegas, residente en Zamora, no alcanzaba a contar los años del director del “Diario de Sesiones del Congreso”. Fernández Cuesta era poco conversador, y apenas permaneció una hora en los salones, falleció el venerable anciano a finales de 1893, y a pocos días de la repentina muerte de Rafael García Santiestevan, poeta de buen humor y de finísimo porte “con quien intimé algo en casa de Concepción Jiménez, Teodoro Guerrero y Ricardo Sepúlveda”, que eran dos escritores a quienes tanto renombre ha conquistado el espiritual libro: “Pleito sobre el matrimonio”.
La poesía española más leída y recitada en América en
el siglo XIX, era “el canto a Teresa”, acaso tanto como hoy “el Idilio” de
Núñez de Arce y la dolora de Campoamor “! Quién supiera escribir!”.
José de Espronceda encabezaba su romántica composición
con la octava de Miguel de los Santos Álvarez, en su inconcluso poemita
“María”. Álvarez y Espronceda, vivieron siempre muy unidos. Espronceda murió en
mayo de 1842, siendo huésped de Miguel
de los Santos, que habitaba en la calle de la Greda.
Álvarez era un viejito lleno de vivacidad, que pensaba
poquísimo en las letras y menos en la
diplomacia, que fue su carrera pública. Se consideraba ya jubilado en política
y en literatura. Nadie sabrá decir si fue
optimista o fatalista: su filosofía no era en él un sistema.
Cuenta Ricardo Palma sobre Álvarez “ Salimos juntos de
una de las veladas , a las dos de la mañana, llevando la misma dirección , y al
despedirnos en la puerta de mi hotel, le dije: Tardecito vamos a la cama, señor
don Miguel”.
Álvarez le contesto: “Pues para mi es temprano- me
contestó, porque nunca me acuesto antes de las seis de la mañana”.
Era mucha verdad, cuando se retiraba de las tertulias
solía irse a un casino o café, se concentrarse en la lectura de los periódicos,
en charla con los amigos, o en las peripecias de tresillo, y sólo cuando los
rayos del sol aparecían se encaminaba a su casa, después de apurar una taza de
chocolate con mojicón (Especie de bollo fino que se toma principalmente con
chocolate).
Un sábado del mes de noviembre Álvarez dejo de
concurrir a la tertulia de Varela. “allí supe que acababa de fallecer, después
de dos o tres días de enfermedad”.
Sus funerales fueron muy modestos, apenas unos pocos
amigos en su mayoría escritores, presidida por el poeta Ángel María Dacarrete,
deudo del finado, acompaño al cementerio los restos del que fue el más intimo
camarada de Espronceda.
Miguel de los Santos Álvarez, murió sin obtener
asiento entre los académicos, por grandes que sean los primores de estilo y de
lenguaje que abrillanten su prosa.
Narciso del Campillo, escritor andaluz, cuyos ensayos
son contemporáneos con los de Varela. Campillo con “el gracejo del profesor del cante flamenco”. No tiene
gravedad pretensiosa, y eso que desempeña catedra en la Universidad de Madrid,
es de espíritu siempre fresco, un hombre que solo es viejo por las canas y por
las arrugas. Muy galante con las mujeres, que pocos jóvenes lo superarían en
espiritualidad y buen tono. Campillo es de los pocos hombres de talento a quien
todos quieren , y que no tiene envidiosos que lo denigren , porque a nadie hace
sombra ni se atraviesa en el camino de nadie “él ni avanza ni retrocede un paso en el puesto en que sus buenas dotes
literarias lo han colocado. Ni siquiera
ha soñado con ser académico, a él le basta ser quien es…y sobre todo, muy
conocedor del mundo y de sus vanidades y
miserias”.
Enrique de Saavedra, Duque de Rivas, pariente político
de Valera e hijo del autor del “Moro Expósito”
y del “don Alvaro”, asistía pocas veces a las tertulias de Valera, y casi nunca
a las juntas de la Academia Española, a la que pertenece desde 1863, en la vacante que dejó Agustín
Durán. Disfrutando de salud delicada, pero muy poco puede ocuparse en su labor
literaria. Escribió novelas muy morales en correcta prosa, así como versos
líricos. “Es todavía un romántico fiel a la bandera que enarbolara su egregio
padre, bandera que tantos desertores ha tenido”.
En el trato personal es tan franco y afectuoso como su
hermano político Leopoldo Augusto de Cueto, marqués de Valmar, también
académico desde 1857 en la vacante que dejó el laureado Quintana. “Hoy, después
de Pezuela y Guerra y Orbe (fallecido recientemente. Para ocupar la vacante que
deja, ha sido electo don Eugenio Selles,
el poeta del “Nudo Gordiano”), es don
Leopoldo el más antiguo de la docta corporación”.
El marqués de Vaslmar, estaba inhabilitado de una
fatal dolencia, que le impide salir de casa. Pasa sus horas leyendo o consagrado a trabajos que “como sus
juicios críticos sobre los líricos del siglo XVIII, reclaman erudición y
paciencia de benedictino”.
El autor de las Tradiciones Peruanas, quería conocerlo
y le escribió una esquela pidiéndole hora en que fuese posible recibir “mi
visita”, en su casa de la calle de Cervantes. Su respuesta no se hizo esperar y
le envió una carta, donde le dice: “agradezco a usted que me proporcione la satisfacción
de conocerlo personalmente, ya que lo conocía
y estimaba por sus obras”…”Con especial complacencia recibiré a usted el día que guste a las tres
de la tarde”.
Leopoldo Augusto de Cueto, a pesar de su enfermedad,
es un viejo muy bien conservado y que apenas
representa sesenta años. Trabaja en su despacho, cuatro o cinco horas
diarias, en una obra que le ha encomendado
la Academia “ y que, según me dijo en la primera visita, que le hice ,
estaba ya en vía de concluir. Don Leopoldo es el único académico que goza la
prerrogativa de ser considerado como
presente en las sesiones”.
El marqués de Valmar, como literato, vale por su
erudición, su aquilatado gusto y su forma netamente clásica.
Salvador Rueda,
era otro de los invitados a la tertulia,
pero no concurria. Rubén Darío “lo llevo una tarde y quede encantado de su trato”.
Salvador Rueda, un joven andaluz, pequeños, de ojos vivaces, bigotillo negro,
elegante y simpático. Su aspecto personal, la cultura de sus modales y sus
dotes de poeta colorista deben cautivarlo muchas voluntades entre las
desterradas del Paraíso. Siempre tiene en los labios y en la pluma una fina
galantería para toda belleza, no paga gran tributo a devaneos amorosos. La literatura es la
pasión que absorbe todas las energías de
su espíritu. Escribe prosa poética, y muy inspirada; y cuando se echa a
versificar, es portentosa la riqueza rítmica
de su musa. No es por la forma, un poeta
español, sino un parnasiano francés (eso que no lo habla ni lo traduce) sde los
que hacen filigrana con el oro de la palabra. “En cuestión de escuela
literaria, no entro ni salgo”.
Si todos los jóvenes de la nueva escuela se llamaran Salvador Rueda, Rubén Darío, Manuel Gutiérrez
Nájera o Julián del Casal, “sin duda que
rompería un par de guantes aplaudiéndolos”.
Lo que en ellos es genial, propio, característico “se me hace insoportable en el cardumen de sus imitadores que en
América han surgido y a los que hay que espantar”.
En Juan Varela se encuentran todas las condiciones
precisas para ser, en España, algo así como un Mecenas de los literatos. Sobre
lo fino y contemporizador de su trato, cualidades no sé si geniales
adquiridas en su ya larga carrera de
diplomático, hay que agregar el efecto respetuoso a la vez que íntimo, que sabe
inspirar a cuantos con él cultivan
relaciones. En la boca de Varela hay un mohín risueño, no se puede saber si es inofensivo o encarna algo de burla. Este
mohín sabe trasladarlo, a veces, a los puntos de su pluma, tanto que en muchas
de sus críticas , queda el lector en duda sobre la sinceridad del encomio.
Don Juan Varela comparte, con Menéndez y Pelayo y con
don Federico Balart, la yesería de la crítica sería y trascendental en
literatura
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