miércoles, 17 de junio de 2015

LAS TERTULIAS DE DON JUAN VALERA

Juan Valera,  Nació el 18 de octubre de 1824 en Cabra, Córdoba, en el seno de una familia aristocrática. En 1844 obtiene el título de bachillerato en jurisprudencia. Cursó sus estudios  universitarios en Granada y Madrid. Entró en el servicio diplomático como acompañante del duque de Rivas, embajador en Nápoles, donde se dedicó a la lectura y al estudio del griego. Llegó a trabajar en diez embajadas españolas en ciudades como San Petersburgo, Río de Janeiro, Washington, Nápoles, Viena o Dresde. Viajó también a Portugal, Rusia, Brasil, Estados Unidos, Bélgica y Austria. 
Era un escritor muy conocido y popular, en los países donde se habla  y cultiva la lengua de Cervantes, que el del autor de “Pepita Jiménez” difícilmente podría citarse. Alarcón, Pérez Galdós y Pereda quedan rezagados cuando se nombra a Juan Varela.
Ricardo Palma escribe: “que tenía una  deuda de gratitud, pues en el segundo tomo de sus Cartas Americanas me había honrado con un elogioso comentario, sobre uno de mis libros de tradiciones. Visitando a Valera, a poco de mi llegada a Madrid, llenaba más que un deber  de social y literaria cortesía, una exigencia del corazón”.
Varela es jun hombre lleno de vigor físico y en quien el gracejo andaluz , unido a un trato llano como camino real, hace una personalidad muy simpática. José Zorrilla no se convencía que ya Valera lleva a cuestas recia carga de años; porque al hablar de él, siempre lo llamaba Juanito Valera. Para Zorrilla, Madrazo era siempre Pedrito Madrazo, y don Miguel de los Santos Álvarez, Miguelito.  
Cuanto se pudiera decir bueno de Juan Valera, sería pálido ante estas palabras de Manuel de Revilla: “Valera es la ciencia  con corbata blanca y la erudición vestida de limpio”.
Palma siguen contando que: “Valera recibía los sábados a sus amigos. Su tertulia principiaba  entre las nueve y las diez  de la noche concluyendo hacia las dos de la mañana”. Los escritores americanos que se encontraban en Madrid, desempeñando cargos diplomáticos, estaban invitados siempre. El uruguayo , el cantor de americanistas ideales; el nicaragüense Rubén Darío, el parnasiano de fantasía deslumbradora ; Juan Ferraz, el modesto bardo  de “Tristes y Colombinas”; el ecuatoriano Leonidas  Pallarés Arteta, que en su pequeño poema  “Idioma sin traducción” rivalizara con Campoamor, con el maestro inmortal; Pancho Sosa, el benévolo critico mejicano; Quijano Wallis, el simpático jurista de Colombia, y tantos otros del mundo republicano, fraternizaban en esas deliciosas veladas, con los más  encumbrados literatos  españoles, como Menéndez y Pelayo, Núñez de Arce, Manuel del Palacio y José Alcalá Galiano. “Prosa o verso, todos leíamos algo”.
Palma solo vio al octogenario Nemesio Fernández Cuesta, el patriarca de los escritores españoles, Pues Martínez Villegas, residente en Zamora, no alcanzaba a contar los años del director del “Diario de Sesiones  del Congreso”.  Fernández Cuesta era poco conversador, y apenas permaneció una hora en los salones, falleció el venerable anciano a finales de 1893, y a pocos días de la repentina muerte de Rafael García Santiestevan, poeta de buen humor y de finísimo porte “con quien intimé algo en casa de Concepción Jiménez, Teodoro Guerrero y Ricardo Sepúlveda”, que eran dos escritores  a quienes tanto renombre ha conquistado el espiritual libro: “Pleito sobre el matrimonio”.
La poesía española más leída y recitada en América en el siglo XIX, era “el canto a Teresa”, acaso tanto como hoy “el Idilio” de Núñez de Arce y la dolora de Campoamor “! Quién supiera escribir!”.
José de Espronceda encabezaba su romántica composición con la octava de Miguel de los Santos Álvarez, en su inconcluso poemita “María”. Álvarez y Espronceda, vivieron siempre muy unidos. Espronceda murió en mayo de 1842, siendo huésped  de Miguel de los Santos, que habitaba en la calle de la Greda.
Álvarez era un viejito lleno de vivacidad, que pensaba poquísimo en las letras  y menos en la diplomacia, que fue su carrera pública. Se consideraba ya jubilado en política y en literatura. Nadie sabrá decir si fue  optimista o fatalista: su filosofía no era en él un sistema.
Cuenta Ricardo Palma sobre Álvarez “ Salimos juntos de una de las veladas , a las dos de la mañana, llevando la misma dirección , y al despedirnos en la puerta de mi hotel, le dije: Tardecito vamos a la cama, señor don Miguel”.
Álvarez le contesto: “Pues para mi es temprano- me contestó, porque nunca me acuesto antes de las seis de la mañana”.
Era mucha verdad, cuando se retiraba de las tertulias solía irse a un casino o café, se concentrarse en la lectura de los periódicos, en charla con los amigos, o en las peripecias de tresillo, y sólo cuando los rayos del sol aparecían se encaminaba a su casa, después de apurar una taza de chocolate con mojicón (Especie de bollo fino que se toma principalmente con chocolate).  
Un sábado del mes de noviembre Álvarez dejo de concurrir a la tertulia de Varela. “allí supe que acababa de fallecer, después de dos o tres días de enfermedad”.
Sus funerales fueron muy modestos, apenas unos pocos amigos en su mayoría escritores, presidida por el poeta Ángel María Dacarrete, deudo del finado, acompaño al cementerio los restos del que fue el más intimo camarada de Espronceda.
Miguel de los Santos Álvarez, murió sin obtener asiento entre los académicos, por grandes que sean los primores de estilo y de lenguaje que abrillanten su prosa.
Narciso del Campillo, escritor andaluz, cuyos ensayos son contemporáneos con los de Varela. Campillo con “el gracejo  del profesor del cante flamenco”. No tiene gravedad pretensiosa, y eso que desempeña catedra en la Universidad de Madrid, es de espíritu siempre fresco, un hombre que solo es viejo por las canas y por las arrugas. Muy galante con las mujeres, que pocos jóvenes lo superarían en espiritualidad y buen tono. Campillo es de los pocos hombres de talento a quien todos quieren , y que no tiene envidiosos que lo denigren , porque a nadie hace sombra ni se atraviesa en el camino de nadie “él ni avanza ni retrocede  un paso en el puesto en que sus buenas dotes literarias  lo han colocado. Ni siquiera ha soñado con ser académico, a él le basta ser quien es…y sobre todo, muy conocedor  del mundo y de sus vanidades y miserias”.
Enrique de Saavedra, Duque de Rivas, pariente político de Valera e hijo del autor  del “Moro Expósito” y del “don Alvaro”, asistía pocas veces a las tertulias de Valera, y casi nunca a las juntas de la Academia Española, a la que pertenece  desde 1863, en la vacante que dejó Agustín Durán. Disfrutando de salud delicada, pero muy poco puede ocuparse en su labor literaria. Escribió novelas muy morales en correcta prosa, así como versos líricos. “Es todavía un romántico fiel a la bandera que enarbolara su egregio padre, bandera que tantos desertores ha tenido”.
En el trato personal es tan franco y afectuoso como su hermano político Leopoldo Augusto de Cueto, marqués de Valmar, también académico desde 1857 en la vacante que dejó el laureado Quintana. “Hoy, después de Pezuela y Guerra y Orbe (fallecido recientemente. Para ocupar la vacante que deja, ha sido electo  don Eugenio Selles, el poeta del “Nudo Gordiano”),  es don Leopoldo el más antiguo de la docta corporación”.      
El marqués de Vaslmar, estaba inhabilitado de una fatal dolencia, que le impide salir de casa. Pasa sus horas  leyendo o consagrado a trabajos que “como sus juicios críticos sobre los líricos del siglo XVIII, reclaman erudición y paciencia de benedictino”.
El autor de las Tradiciones Peruanas, quería conocerlo y le escribió una esquela pidiéndole hora en que fuese posible recibir “mi visita”, en su casa de la calle de Cervantes. Su respuesta no se hizo esperar y le envió una carta, donde le dice: “agradezco a usted que me proporcione la satisfacción de conocerlo personalmente, ya que lo conocía  y estimaba por sus obras”…”Con especial complacencia  recibiré a usted el día que guste a las tres de la tarde”.
Leopoldo Augusto de Cueto, a pesar de su enfermedad, es un viejo muy bien conservado y que apenas  representa sesenta años. Trabaja en su despacho, cuatro o cinco horas diarias, en una obra que le ha encomendado  la Academia “ y que, según me dijo en la primera visita, que le hice , estaba ya en vía de concluir. Don Leopoldo es el único académico que goza la prerrogativa de ser considerado  como presente en las sesiones”.  
El marqués de Valmar, como literato, vale por su erudición, su aquilatado gusto y su forma netamente clásica.
 Salvador Rueda, era otro de los invitados  a la tertulia, pero no concurria. Rubén Darío “lo llevo una tarde y quede encantado de su trato”. Salvador Rueda, un joven andaluz, pequeños, de ojos vivaces, bigotillo negro, elegante y simpático. Su aspecto personal, la cultura de sus modales y sus dotes de poeta colorista deben cautivarlo muchas voluntades entre las desterradas del Paraíso. Siempre tiene en los labios y en la pluma una fina galantería para toda belleza, no paga gran tributo  a devaneos amorosos. La literatura es la pasión  que absorbe todas las energías de su espíritu. Escribe prosa poética, y muy inspirada; y cuando se echa a versificar, es portentosa  la riqueza rítmica de su musa. No es por  la forma, un poeta español, sino un parnasiano francés (eso que no lo habla ni lo traduce) sde los que hacen filigrana con el oro de la palabra. “En cuestión de escuela literaria, no entro ni salgo”.
Si todos los jóvenes de la nueva escuela se llamaran  Salvador Rueda, Rubén Darío, Manuel Gutiérrez Nájera o Julián  del Casal, “sin duda que rompería un par de guantes  aplaudiéndolos”. Lo que en ellos es genial, propio, característico “se me hace insoportable  en el cardumen de sus imitadores que en América han surgido y a los que hay que espantar”.
En Juan Varela se encuentran todas las condiciones precisas para ser, en España, algo así como un Mecenas de los literatos. Sobre lo fino y contemporizador de su trato, cualidades no sé si geniales adquiridas  en su ya larga carrera de diplomático, hay que agregar el efecto respetuoso a la vez que íntimo, que sabe inspirar  a cuantos con él cultivan relaciones. En la boca de Varela hay un mohín risueño, no se puede saber  si es inofensivo o encarna algo de burla. Este mohín sabe trasladarlo, a veces, a los puntos de su pluma, tanto que en muchas de sus críticas , queda el lector en duda sobre la sinceridad del encomio.

Don Juan Varela comparte, con Menéndez y Pelayo y con don Federico Balart, la yesería de la crítica sería y trascendental en literatura 

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