Hace alrededor de cincuenta años que Lima
empezó a ser menos Lima para convertirse en una extraña mezcla de costumbres y
rostros. Se acuño la “frase de “recién bajado”, porque a los provincianos los
cerros les quedaron chicos; el centralismo, la oferta tentadora de una capital
en boga -tal vez, también el hambre enmascarado tras el ansia de progreso- pudo
más que la arraigada nostalgia serrana. Décadas más adelante, la violencia
terrorista obligó a una nueva migración, así que las circunstancias y el tiempo
imprimieron en el nívio rostro criollo de la capital, una tez más oscura,
cetrina. La supervivencia se erigió como el otro alocado corazón de sus
entrañas, y Lima llegó a convertirse en lo que es hoy; un ser gigantesco que
bufa por liberarse del caos, una vieja y coqueta chola a la que todos - si
queremos podemos maquillar desde dentro hacia afuera. Porque es cierto, no
obstante su patetismo, Lima seguirá siendo aquella ciudad romántica hasta la
ternura, elegante hasta la sofisticación, altanera y orgullosa: “La Ciudad de
los Reyes”.
Era imposible imaginar que Lima, la
capital fundada por el extremeño
Francisco Pizarro, conquistador de una
de las tierras más ricas del nuevo mundo crecería tanto. Porque de aquella
ciudad que nació el 18 de enero de 1535, a doce kilómetros del Océano
Pacífico y en la margen izquierda del
río que los antiguos quechuas llamaban “hablador” o Rimac, del que proviene su
nombre, ya no queda ni la sombra.
Recién creada, Lima fue un rectángulo
ribereño de 214 hectáreas - poco más de cien manzanas- que primero se
distribuyeron gratuitamente para luego
ser vendidas a partir de 1540. Según los registros, sólo 69 personas
conformaban su población primigenia y nada hacia presagiar que siglos más tarde
se convertiría en la pujante metrópoli que hoy alberga a más de ocho millones
de peruanos, cerca de un tercio de la población total del país.
Sólo para tener una idea de la
importancia de Lima, diremos que esta incansable capital importa casi el 45 por
ciento del PBI nacional, el 87 por ciento de la recaudación fiscal, el 98 por
ciento de la inversión privada, y el 30 por ciento de la población económicamente activa vive aquí. Tres tercios
de todos los médicos del Perú se
concentran n Lima, más de la mitad de los profesores universitarios y casi el
80 por ciento de los abonados telefónicos. Ni hablar de los empleados públicos.
Es obvio que el incremento demográfico
exagerado responde casi por completo al fenómeno de las migraciones, que
estudios sociológicos y poblacionales han escarbado suficientemente hasta
comprender sus motivos fundamentales. Aunque los primeros indicios de esta
tendencia a la masificación se ven en la década de los treinta - en que se
forman las primeras barriadas- es a partir de 1940 que el fenómeno se hace
patente. No obstante, aún nada tenía que ver la migración con lo paupérrimo; se
sabe que el decenio anterior a los cuarenta habían llegado solamente 183,818
inmigrantes, en su mayoría provincianos pertenecientes a familias acomodadas.
Vivir aquí era un lujo.
Ya en el cuarto decenio Lima presenta un
desarrollo económico en ascenso debido al proceso de industrilación sustitutivo
de importaciones, y la construcción del terminal marítimo del Callao, además
del famoso terremoto, ofrecen una fuente suculenta de trabajo para los
provincianos. Sin embargo, es posible que el factor más importante haya sido el
principio de la crisis del mundo rural.
La capital contaba con 645 mil 172 habitantes, el doble de la década anterior.
Lima es un imán centralista con una
fuerza que no se podrá controlar. En la década siguiente el flujo migratorio
asusta, y en el Congreso de la República se pretende detenerlo con mociones y
proyectos legales, pero las provincias alegan, con todo derecho, que aquello
significa atentar contra las libertades más fundamentales de los peruanos. . En
1961 Lima tenía ya cerca de dos millones
de habitantes de los que casi la mitad vienen de fuera. La ciudad crece
horizontalmente - típico en países tercermundistas -, la más costosa forma de
expansión.
Rápidamente diremos que los especialistas
estimaron un descenso de las migraciones a partir de los años setenta, que
debía concluir con una relativa estabilidad hasta el segundo milenio, pero otra
circunstancia colaboró en contra: la violencia terrorista que empujó a los
pobladores al éxodo masivo creando un nuevo tipo de inmigrante, el
involuntario.
Detrás de todos estos números se
advierte, sin embargo, un fenómeno mucho más interesante, resultado de
cincuenta años de fusión constante, de
continua mezcla de costumbres, razas e
idiosincrasias y más importante, debido a su connotación final. Como al
principio del mundo, leyes de presión humanas parecidas a las de la física elemental, han permitido la formación de una
amalgama nacional que no existía, o era, por demás, difusa, pero con identidad
propia. A partir de la inadaptación del inmigrante que modificó el “modus vivendi” capitalino, y de la
aculturación de un pueblo netamente andino, nace otra cultura, distinta, y todavía
no asumida en su totalidad. Por eso, al margen de los problemas que la demanda
de una población exagerada acarrea en todo sentido, hay que ver con sumo agrado
el hecho de que esté creciendo y reafirmándose nuestra identidad nacional. Las
estadísticas son números que pasan , y nada más que eso;: las demandas que la
urbe reclama pueden resolverse, si se quiere, a mediano o largo plazo; pero un
país que carece de identidad no tiene remedio, está muerto.
Lo positivo, por lo tanto, es que Lima es
el centro de este deseado nacimiento, y ya no es la capital que caminaba de
espaldas al verdadero Perú.
Alegrémonos pues: en nuestra “andina y
dulce” capital, los bordes de Lima, la
criolla, la serrana, la gringuita, se están esfumando hasta perderse, y algún
día la palabra “cholo” no será ni un insulto ni una ofensa, dejará por fin de
ser peyorativa.
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