martes, 2 de junio de 2015

MI DULCE LIMA

Hace alrededor de cincuenta años que Lima empezó a ser menos Lima para convertirse en una extraña mezcla de costumbres y rostros. Se acuño la “frase de “recién bajado”, porque a los provincianos los cerros les quedaron chicos; el centralismo, la oferta tentadora de una capital en boga -tal vez, también el hambre enmascarado tras el ansia de progreso- pudo más que la arraigada nostalgia serrana. Décadas más adelante, la violencia terrorista obligó a una nueva migración, así que las circunstancias y el tiempo imprimieron en el nívio rostro criollo de la capital, una tez más oscura, cetrina. La supervivencia se erigió como el otro alocado corazón de sus entrañas, y Lima llegó a convertirse en lo que es hoy; un ser gigantesco que bufa por liberarse del caos, una vieja y coqueta chola a la que todos - si queremos podemos maquillar desde dentro hacia afuera. Porque es cierto, no obstante su patetismo, Lima seguirá siendo aquella ciudad romántica hasta la ternura, elegante hasta la sofisticación, altanera y orgullosa: “La Ciudad de los Reyes”.

Era imposible imaginar que Lima, la capital fundada  por el extremeño Francisco Pizarro,  conquistador de una de las tierras más ricas del nuevo mundo crecería tanto. Porque de aquella ciudad que nació el 18 de enero de 1535, a doce kilómetros del Océano Pacífico  y en la margen izquierda del río que los antiguos quechuas llamaban “hablador” o Rimac, del que proviene su nombre, ya no queda ni la sombra.

Recién creada, Lima fue un rectángulo ribereño de 214 hectáreas - poco más de cien manzanas- que primero se distribuyeron  gratuitamente para luego ser vendidas a partir de 1540. Según los registros, sólo 69 personas conformaban su población primigenia y nada hacia presagiar que siglos más tarde se convertiría en la pujante metrópoli que hoy alberga a más de ocho millones de peruanos, cerca de un tercio de la población total del país.

Sólo para tener una idea de la importancia de Lima, diremos que esta incansable capital importa casi el 45 por ciento del PBI nacional, el 87 por ciento de la recaudación fiscal, el 98 por ciento de la inversión privada, y el 30 por ciento de la población  económicamente activa vive aquí. Tres tercios de todos  los médicos del Perú se concentran n Lima, más de la mitad de los profesores universitarios y casi el 80 por ciento de los abonados telefónicos. Ni hablar de los empleados públicos.

Es obvio que el incremento demográfico exagerado responde casi por completo al fenómeno de las migraciones, que estudios sociológicos y poblacionales han escarbado suficientemente hasta comprender sus motivos fundamentales. Aunque los primeros indicios de esta tendencia a la masificación se ven en la década de los treinta - en que se forman las primeras barriadas- es a partir de 1940 que el fenómeno se hace patente. No obstante, aún nada tenía que ver la migración con lo paupérrimo; se sabe que el decenio anterior a los cuarenta habían llegado solamente 183,818 inmigrantes, en su mayoría provincianos pertenecientes a familias acomodadas. Vivir aquí era un lujo.

Ya en el cuarto decenio Lima presenta un desarrollo económico en ascenso debido al proceso de industrilación sustitutivo de importaciones, y la construcción del terminal marítimo del Callao, además del famoso terremoto, ofrecen una fuente suculenta de trabajo para los provincianos. Sin embargo, es posible que el factor más importante haya sido el principio de la crisis  del mundo rural. La capital contaba con 645 mil 172 habitantes, el doble de la década anterior.

Lima es un imán centralista con una fuerza que no se podrá controlar. En la década siguiente el flujo migratorio asusta, y en el Congreso de la República se pretende detenerlo con mociones y proyectos legales, pero las provincias alegan, con todo derecho, que aquello significa atentar contra las libertades más fundamentales de los peruanos. . En 1961 Lima tenía ya cerca  de dos millones de habitantes de los que casi la mitad vienen de fuera. La ciudad crece horizontalmente - típico en países tercermundistas -, la más costosa forma de expansión.

Rápidamente diremos que los especialistas estimaron un descenso de las migraciones a partir de los años setenta, que debía concluir con una relativa estabilidad hasta el segundo milenio, pero otra circunstancia colaboró en contra: la violencia terrorista que empujó a los pobladores al éxodo masivo creando un nuevo tipo de inmigrante, el involuntario.

Detrás de todos estos números se advierte, sin embargo, un fenómeno mucho más interesante, resultado de cincuenta años de fusión  constante, de continua mezcla  de costumbres, razas e idiosincrasias y más importante, debido a su connotación final. Como al principio del mundo, leyes de presión humanas parecidas a las de la física  elemental, han permitido la formación de una amalgama nacional que no existía, o era, por demás, difusa, pero con identidad propia. A partir de la inadaptación del inmigrante que modificó el  “modus vivendi” capitalino, y de la aculturación de un pueblo netamente andino, nace otra cultura, distinta, y todavía no asumida en su totalidad. Por eso, al margen de los problemas que la demanda de una población exagerada acarrea en todo sentido, hay que ver con sumo agrado el hecho de que esté creciendo y reafirmándose nuestra identidad nacional. Las estadísticas son números que pasan , y nada más que eso;: las demandas que la urbe reclama pueden resolverse, si se quiere, a mediano o largo plazo; pero un país que carece de identidad no tiene remedio, está muerto.

Lo positivo, por lo tanto, es que Lima es el centro de este deseado nacimiento, y ya no es la capital que caminaba de espaldas al verdadero Perú.


Alegrémonos pues: en nuestra “andina y dulce”  capital, los bordes de Lima, la criolla, la serrana, la gringuita, se están esfumando hasta perderse, y algún día la palabra “cholo” no será ni un insulto ni una ofensa, dejará por fin de ser peyorativa.   

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