Cuenta el gran escritor peruano, autor de las
“Tradiciones Peruanas”, el libro de cabecera que todo buen peruano debe tener
en su mesa de noche, que en un viaje por España, se encontraba paseando por la
carrera de San Jerónimo, en las últimas horas de una tarde de invierno,
“...entre en la librería de Fernando Fe, no podía menos de fijarme en un
anciano de ojos azules y cabello cano, cara ancha y regocijada, encerrada entre
patillas blancas, gordura de canónigo, que viste gabán de pieles y a quien
rodean respetándolo y mimándolo, acaso más que a un monarca los cortesanos,
muchos de los literatos que hoy dan honra a las letras españolas. Ese tan
venerable como simpático y querido anciano es don Ramón de Campoamor, nacido en
Navia (Asturias) a fines de 1817...”.
Entre
los más asiduos de los que formaban la
tertulia vespertina del creador de “Las Doloras”, - publicada la primera
edición en 1846, obra que le proporcionó una gran popularidad de joven y
prometedor poeta- estaban Manuel del
Palacio, el poeta de las chispeantes agudezas;
Eugenio Sellés, el aplaudido
autor de “El nudo gordiano”, cuya candidatura para la vacante de
Zorrilla en la Academia patrocinaron con calor a que no correspondió el éxito,
Núñez de Arce, Castro Serrano, Tamayo
y José Alcalá Galianio, el escritor que,
en los versos “Kaleidoscopio” y en sus artículos en prosa, sobre todo, luce por
la especialidad de la forma humorística, y de quien Valera aspira a hacer un
académico; Ricardo de la Vega, , el tan justamente popular sainetero; Peña y
Goñi, Vicente Colorado, Navarrete, Pina Domínguez, Joaquín Dicenta, los
Sepúlveda, el conde de las Navas y diez o doce escritores más. Castelar y Núñez
de Arce van de vez en cuando a solazarse en la librería de Fe, oyendo contar
chascarrillos a Don Ramón, que es un regocijo hecho hombre. “Por Campoamor
parece que no pasan penas”.
Otra
librería que por esa época era centro de gente de letras, es la de Murillo, en
la calle de Alcalá, que es también después de las cinco de la tarde el santo
santorun donde se reunián Menéndez Pelayo, el maestro Francisco Asenjo
Barbieri, Catalina Zaragoza, Colmeiro, el padre Fita, Jiménez de la Espada,
Fernández Duro y otros académicos de la Historia departen alli reposadamente,
“Sin la animación y hasta el bullicio de los tertulianos de la Carrera de San
Jerónimo”, sigue diciendo Ricardo Palma. No era raro encontrar en ese círculo
de gente seria a Cánovas, a Silvela, a Pidal, y al marqués de la Vega de Armijo.
Se
dice que Campoamor hizo sus primeros estudios en un colegio de jesuitas; pero
se disgustó de ellos porque en un examen, en el que el alumno soñaba lucirse
por sus adelantos en latín y griego, los examinadores se ocuparon de elogiar su
robustez, su perspicacia de vista y su agudeza de oído. Refiriéndose a este examen decia don Ramón “
Los jesuitas buscaban ante todo al hombre. Después si les convenía, harían el
sabio, el soldado, el predicador o el comediante”.
En
cuanto a la existencia de Dios, Campoamor asegura “que el no cansa su cerebro
buscando razones ni argumentos; que él cree en Dios, porque si. Eso de discutir
a Dios se hizo para los holgazanes que no tienen en qué ocuparse”.
Campoamor
relata de mayor refiriéndose a los castigos y los medios que le infundieron
durante su infancia, que “el infierno del Dante era un mal aprendiz en
comparación con los retorcidos inventos de castigos infernales que me metían
los clérigos enseñantes en mi tierna y sensible cabecita infantil. Todo el
curso de mis primeros años ha sido un sueño tenebroso, del cual creo que
todavía no he acabado de despertar”.
Ramón
de Campoamor estudió dos años medicina y lo dejó porque no acertaba a
explicarse la teoría del estornudo. Se dedicó otros dos años a la jurisprudencia,
el estudio de las leyes lo hicieron bostezar y aburrirse.
No
aviniéndose a ser teólogo, médico ni abogado, fue poeta y un gran poeta.
Don
Juan Valera, hablando del gran lírico asturiano decía: “Campoamor, a pesar de
todos los discreteos y sutilezas con que adorna sus versos de amor, se revela
siempre materialistas; es un furibundo pagano, y se podría poner en duda su
salvación si no se arrepintiese de vez en cuando de sus extravíos y pidiese a
Dios humildemente, perdón de ellos, más, por una singular anomalía, cuando hace
por ganar la gloria del cielo con estos actos de contrición, en cuando menos
gloria poética adquiere”.
Leopoldo
Alas Clarín, escribió: “Campoamor nuestro mejor poeta lírico, baja a los
abismos de la sociedad a conversar, como Cristo con los publicanos, con los
presidiarios y las rameras; y esto sin mengua de los santos fueros de la verdad
y sin mengua de las inmaculadas alas de la poesía”.
Campoamor
poseía una fortuna que le permitía vivir con holgura y sin preocuparse del
mañana. Le es del todo indiferente que se realizarán tratados sobre propiedad
intelectual entre España y las Repúblicas Amerícanas; pues el no se cuidaba de
reclamar de los editores de sus obras derechos de autor. Sus amigos podían
reimprimir cuanto él ha escrito, sin que se molestara, porque no les
solicitaran su permiso. Campoamor
colaboraba en “La España Moderna”
con sus Humoradas, nada más que por el cariño que le tenía a Pepe Lázaro. En
una palabra, era el único escritor de fama a quien su pluma no le producía
dinero.
Ricardo
Palma, sigue diciendo sobre Campoamor: “Hoy don Ramón tributa culto a las
perezas. Ya no lee ni estudia. Dice que a Menéndez y Pelayo le tiene
encomendado que lea y estudie por los dos. “Lo que en España ignora Marcelino –
añade- de seguro que no hay español que lo sepa. ¿A que fatigarme? Cuando me
hace falta aprender algo se lo pregunto al sabio por excelencia, y trabajo
hecho”. Por Menéndez y Pelayo tiene Campoamor adoración.
Ese
conversador, tan plácido y variado en la tertulia de la Carrera de San
Jerónimo, era otro hombre en las sesiones de la Academia Española, donde
ocupaba el sillón E. No abría la boca sino para decir sí o no, cuando en una
votación era interrogado. Parecías que hubiera hecho voto de silencio. Si por
enfermedad del Conde de Cheste o de don Aurelio Fernández Guerra, a quien
seguía en antigüedad, pues contaba con
más de treinta años concurriendo a la casa de la calle de Valverde, se
veía obligado a presidir una junta. Es
Tamayo y Baus, el secretario perpetuo de la Corporación, quien, por lo bajo le
indicaba a don Ramón las prácticas reglamentarias a que había de ceñirse.
También
fue senador en los últimos años de su vida y llegó a ser muy conocido y
admirado dentro de España y en toda Hispanoamerica.
Campoamor
era uno de esos pocos hombres que viven contentos con ser lo que son y que nada ambicionan. Relata Palma:
“Recuerdo que cuando rehuso el titulo de Castilla con grandeza de España, con
que el Gobierno creyó honrar al poeta, dijo, justicieramente, un diario de
Madrid: “Nos explicamos que para honrar a un grande se le dieran los títulos de
Campoamor; pero darle a Campoamor un titulo de grande sería un verdadero colmo.
Campoamor está por encima de todo lo grande, y todo se puede engrandecer menos
su gloria”.
El
perseverante batallador republicano, Ruíz Zorrilla al hacer su testamento fue
preguntado por el notario: ¿Qué profesión le pongo? ¿Abogado o rentista? -Ruíz
Zorrilla, le contesto: “Ninguna de las dos; ponga usted revolucionario”.
En
el testamento de don Ramón de Campoamor se leerá: profesión poeta. El estimaba
tal nombre en más, acaso, que su cargo oficial de senador vitalicio.
No
ha faltado quien pretendiera crear algo así como antagonismo entre Núñez de
Arce y Campoamor, como si eso llámase rivalidad o antagonismo, fuera posible
entre dos astros que brillan con luz propia y que giran en órbita distinta.
Cierta vez, don Ramón encontró la oportunidad de aplastar a aquellos que le consideraban de mezquindad envidiosa, escribiendo este autógrafo en el álbum
con que los literatos españoles agasajaron, en el día de su último cumpleaños,
al poeta Gaspar Núñez de Arce autor Vértigo – leyenda moral- y de Raimundo
Lulio, poema simbólico en tercetos dantescos, en el que describe las pasiones y
el arrepentimiento del filósofo místico:
Tanto
aumenta la gloria su estatura
que,
a este genio gigante.
le
llamarán el grande, allá en la altura,
Shakespeare,
Ariosto, Calderón y Dante
Así
es como describía el “bibliotecario mendigo”, Ricardo Palma, al egregio poeta asturiano
don Ramón de Campoamor, en un viaje que hizo el tradicionalista peruano a la
Madre Patria.
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