viernes, 12 de junio de 2015

LA CASA DE PIZARRO Y EL ASESINATO DE FRANCISCO PIZARRO, MARQUES DE LOS ATAVILLOS


Hecho el reparto de solares entre los primeros pobladores, don Francisco Pizarro tuvo la modestia de tomar para sí uno de los lotes menos codiciados.
El primer año de la fundación de Lima (1535) sólo se edificaron treinta y seis casas, siendo las principales la del tesorero Alonso Riquelme, en la calle de la Merced o Espaderos; la de Nicolás de Ribera el Viejo, en la esquina de Palacio; las de Juan Tello y Alonso Martín de Don Benito, en la calle de las Mantas; la de García de Salcedo, en Bodegones; la de Jerónimo de Aliaga, frente al palacio, y la del marqués Pizarro.
Hallábase ésta en la calle que forma ángulo con la de Espaderos (y que se conoce aún por la de Jesús Nazareno) y precisamente frente a la puerta lateral de la iglesia de la Merced y a un nicho en que, hasta hace pocos años, se daba culto a una imagen del Redentor con la cruz a cuestas. Parte del área de la casa la forman hoy algunos almacenes inmediatos a la escalera del hotel de Europa, y el resto pertenece a la finca del señor Barreda.
Hasta 1846 existió la casa, salvo ligeras reparaciones, tal como Pizarro la edificara, y era conocida por la casa de cadena; pues ostentábase en su pequeño patio esta señorial distinción, que desdecía con la modestia de la arquitectura y humildes apariencias del edificio.
Don Francisco Pizarro habitó en ella hasta 1538 en que, muy adelantada ya la fábrica del palacio, tuvo que trasladarse a él. Sin embargo, su hija doña Francisca, acompañada de su madre la princesa doña Inés, descendiente de Huayna-Capac, continuó habitando la casa de cadena hasta 1550 en que el rey la llamó a España. Doña Inés Yupanqui, después del asesinato de Pizarro, casó con el regidor de Cabildo don Francisco de Ampuero, y arrendó la casa a un oidor de la Real Audiencia, y en 1631 el primer marqués de la Conquista, don Juan Fernando Pizarro, residente en la metrópoli, obtuvo declaratoria real de que en dicha casa quedaba fundado el mayorazgo de la familia.
Anualmente el 6 de enero se efectuaba en Lima la gran procesión cívica conocida con el nombre de paseo de alcaldes. Después de practicarse por el ayuntamiento la renovación de cargos, salían los cabildantes con la famosa bandera que la República obsequió al general San Martín (y cuyo paradero anda hoy en problema) y venían a la casa de Pizarro. Penetraban en el patio alcaldes y regidores, deteníanse ante la cadena y batían sobre ella por tres veces la histórica e historiada bandera gritando: «¡Santiago y Pizarro! ¡España y Pizarro! ¡Viva el rey!».
Las campanas de la Merced se echaban a vuelo, imitándolas las de más de cuarenta torres que la ciudad posee. El estampido de las camaretas y cohetes se hacía más atronador, y entre los vivas y gritos de la muchedumbre se dirigía la comitiva a la Alameda, donde un muchacho pronunciaba una loa en latín macarrónico.
El virrey, oidores, cabildantes, miembros de la real y pontificia Universidad de San Marcos y todos los personajes de la nobleza, así como los jefes de oficinas del Estado, se presentaban en magníficos caballos lujosamente enjaezados. Tras de cada caballero iban dos negros esclavos, vestidos de librea y armados de gruesos plumeros con los que sacudían la crin y arneses de la cabalgadura. Los inquisidores y eclesiásticos acompañaban al arzobispo, montados en mulas ataviadas con no menos primor.
Así en este día como en el de la fiesta de Santa Rosa, el estandarte de la ciudad, llevado por el alférez real, cargo hereditario o vinculado en cierta familia, iba escoltado por veinticinco jinetes, con el casco y armadura de hierro que usaron los soldados en tiempo del marqués conquistador.
Las damas de la aristocracia presenciaban desde los balcones el desfile de la comitiva, o acudían en calesín, que era el carruaje de moda, a la Alameda, luciendo la proverbial belleza de las limeñas.
Danzas de moros y cristianos, payas, gíbaros, papahuevos y cofradías de africanos con disfraces extravagantes recorrían más tarde la ciudad. El pueblo veía entonces en el municipio un poder tutelar contra el despotismo de los virreyes y de la Real Audiencia. Justo, muy justo era que manifestase su regocijo en ocasión tan solemne.
En septiembre de 1812 se recibió y promulgó en Lima el siguiente decreto de las Cortes de Cádiz, comunicado al virrey por el Consejo de Regencia:
«Considerando que los actos positivos de inferioridad, peculiares a los pueblos de ultramar, monumento del antiguo sistema de conquista y de colonias, deben desaparecer ante la majestuosa idea de la perfecta igualdad,
»Queda abolido el paseo del Estandarte real que acostumbraba hacerse anualmente en las ciudades de América, como un testimonio de lealtad y un monumento de la conquista de aquellos países. Esta abolición no se extiende a la función de iglesia que se hacía en el mismo día del paseo del Estandarte real, la cual seguirá celebrándose como hasta aquí. La gran solemnidad del Estandarte real se reservará, como en la península, para aquellos días en que se proclama un nuevo monarca».
Restablecido en 1815 el régimen absoluto, quedó derogada esta disposición, y desde ese año hasta que los amagos de independencia lo permitieron, siguió paseándose el estandarte el 6 de enero y el Jueves Santo, que era otro de los días de precepto.
En 1820 se efectuó, pues, por última vez en Lima el paseo de alcaldes; y desde entonces apenas hay quien recuerde cuál fue el sitio en donde estuvo la casa de Pizarro, que hemos debido conservar en pie, como un monumento o curiosidad
Las desavenencias entre los dos socios de la conquista del Perú, Francisco Pizarro y Diego de Almagro, se iniciaron cuando este último conoció los términos de la Capitulación de Toledo (1529), considerando que eran muy generosos para Francisco Pizarro y menguados para él. Pese a ello, continuó en la empresa descubridora, aunque en un lugar secundario. Después de la captura de Atahualpa, la Corona premió los servicios de Almagro con la gobernación de la Nueva Toledo, que comprendía el actual territorio de Chile. Hacia ahí emprendió Almagro una expedición que resultó un fracaso, por haber tomado una ruta equivocada, causando el frío notable mortandad entre la hueste a tal punto de que Diego de Almagro, con la salud muy maltrecha, ordenó regresar al Cusco, ayudando así, de un modo providencial, a levantar el cerco de esa ciudad férreamente asediada por los seguidores de Manco Inca.
La ambición de riquezas y sobre todo de poder creó rivalidades entre los conquistadores Francisco Pizarro y Diego de Almagro y los lanzaron a la lucha fratricida, que con sangre y muerte levantó una barrera entre almagristas y pizarristas. La ejecución de Diego de Almagro suscitó entre los seguidores del viejo soldado que tenía muy fieles devotos, el deseo de venganza.
Los partidarios de Almagro “el viejo” se agruparon en torno a su hijo Diego de Almagro ‘el Mozo’. Los conjurados, bajo el mando de Juan de Rada, resolvieron la muerte del conquistador, como única forma de vengar al jefe ajusticiado.
El domingo 26 de junio de 1541 a la hora de la misa, un bullicioso grupo de 21 complotados, cruzó en forma tumultuosa la plaza de Armas y lanzando gritos contra el conquistador (¡Viva el rey! ¡Muera el tirano!), asaltaron el palacio de Pizarro ante la mirada de muchos que se encontraban en la puerta de la catedral y en la plaza, sin que nadie osara interceptarles el paso. En el palacio había en esos momentos, también 21 personas amigas de Pizarro, fuera de pajes y criados. La mayoría de los asistentes huyó cobardemente y sólo un pequeño grupo,  se enfrentó a los asaltantes.
El conquistador del Perú, pese a su edad, vendió cara su vida y se defendió valientemente espada en mano. En el duelo que se trabó, Pizarro mató a un atacante, pero recibió una estocada mortal en el cuello. Además de Pizarro; murió en la lucha Martín de Alcántara su hermano materno, así como los pajes Cardona y Vargas. Quedaron heridos otros pajes, el maestresala Lozano y el capitán Francisco Chávez que olvidando su valeroso proceder de años anteriores, trató en esos momentos de entrar en tratos con los conjurados. También quedó herido un servidor llamado Juan Ortiz. De los conjurados murió Diego Narváez, de una estocada que le dio Pizarro y resultó herido Martín de Bilbao por un corte que le infirió el servidor Juan Ortiz de Zárate.
El marqués-gobernador apenas tuvo tiempo de ponerse una coraza y, junto con su hermano materno Francisco Martín de Alcántara, Gómez de Luna y dos jóvenes pajes apellidados Cardona y Vargas, se enfrentó a los asaltantes, cuyo número pasaba largamente la docena. Con vigor juvenil, pese a sus 64 años, Francisco Pizarro y los suyos defendieron la puerta de la habitación donde se encontraban. Uno a uno fueron cayendo muertos sus leales acompañantes. Pasaba el tiempo y Pizarro seguía resistiendo. Entonces Juan de Herrada, jefe de los atacantes almagristas, empujó a uno de los suyos, apellidado Narváez, que fue recibido por la espada de Pizarro que se hundió en su pecho. Ese instante bastó para que los demás almagristas ingresaran en la cámara y rodearan al gobernador asestándole varias estocadas, siendo la que recibió en el cuello la que lo derribó en el ensangrentado piso.
Sintiéndose morir, Pizarro pidió confesión, con la mano izquierda empapada en sangre trazó una cruz e intentó besarla. No pudo lograrlo. Uno de los almagristas le descargó el golpe de gracia con un grueso cántaro de barro que se quebró en la cabeza del moribundo conquistador del incario, fundador de Lima y de muchas otras ciudades, “que de descubrir reinos y conquistar provincias nunca se cansó”.
Muerto Pizarro, los almagristas nombraron gobernador a Diego de Alamgro ‘el Mozo’ y se levantan contra la autoridad del enviado real, Cristóbal Vaca de Castro, que había llegado al Perú en calidad de Juez Comisionado y Gobernador del Perú.
Ambos ejércitos se enfrentaron en la batalla de Chupas, muy cerca de Huamanga (Ayacucho) el 16 de septiembre de 1542, siendo derrotados los almagristas. Almagro ‘el Mozo’ pretendió refugiarse entre los rebeldes incas de Vilcabamba, pero fue capturado y ejecutado en el Cuzco.
Aún siguieron ensañándose con él durante tres días, siendo tales las penalidades, que no existen palabras con las cuales describirlas. A los tres días murió.”
A partir de ese momento, Almagro inició demandas cada vez más ambiciosas para su gobernación en el Cusco. Pizarro, obviamente, rechazó con firmeza tales pretensiones y de nada valieron fallidas entrevistas entre ambos socios y otras gestiones en busca de una conciliación. Entre los almagristas, cuyo caudillo era el mariscal Rodrigo Ordóñez, debido a la enfermedad de Almagro, y los pizarristas, al frente de los cuales estaba Hernando, hermano legítimo del gobernador, no cabía otra alternativa que dirimir sus diferencias con las armas. Esto ocurrió en la sañuda y sangrienta batalla de Las Salinas, cerca del Cusco (6 de abril de 1538). Los almagristas fueron derrotados. Diego de Almagro, imposibilitado de caminar, fue llevado preso a la capital del incario, donde fue juzgado y ejecutado. Dejaba como heredero de sus bienes al rey de España y, de su linaje, a un hijo mestizo que tuvo con una india panameña, que llevaba su mismo nombre y apellido con el remoquete de ‘El Mozo’. Mientras todo esto ocurría, Francisco Pizarro no se movió de Lima. Su conducta en relación con la muerte en el patíbulo de Almagro fue muy controvertida. El marqués gobernador, sin ninguna razón de fuerza, no abandonó la capital. Pudo haber viajado al Cusco y salvar la vida de su socio. Pero no lo hizo y, más bien, dejó actuar a su hermano. Posteriormente, Pizarro ordenó una durísima represión contra los almagristas, privándolos de sus encomiendas –a los pocos que las tenían– y de cualquier tipo de propiedad a todos los demás. Sumidos en desesperante miseria, viendo que el licenciado Cristóbal Vaca de Castro, enviado por la Corona para mediar entre los dos gobernadores, no tenía cuándo llegar al Perú, los almagristas que habían proclamado como su líder a Diego de Almagro ‘El Mozo’, de apenas dieciocho años, decidieron que no tenían otra salida para sus desventuras que el magnicidio, trágico episodio de nuestra historia que hoy recordamos.
Mientras se terminaba la fábrica del palacio de Lima, tan aciago para el primer gobernante que lo ocupara, es de suponer que Francisco Pizarro no dormiría al raso, expuesto a coger una terciana y pagar la chapetonada, frase con la que se ha significado entre los criollos las fiebres que acometían a los españoles recién llegados a la ciudad. Estas fiebres se curaban sin específico conocido hasta los tiempos de la virreina condesa de Chinchón, en que se descubrieron los maravillosos efectos de la quinina. A esos cuatro o seis meses de obligada terciana era a lo que llamaban pagar la chapetonada, aunque prójimos hubo que dieron finiquito en el cementerio o bóveda de las iglesias.

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