Con el nombre de conspiración de los capitanes, se
bautizó en el año 1845, un colosal proyecto de revolución, que de haberse
realizado, habría puesto lo de abajo arriba y vuelto el país de adentro para
fuera, “como calcetín de pobre”.
Dice don Ricardo Palma que debería llamarse “la Conspiración de los
poetas”, porque mucho de poético hubo en el programa de los afiliados.
Se cuenta que con motivo del desastre bélico de
Ingavi, se preparó a la juventud que
militaba en el ejército, que la derrota se debía exclusivamente a la
corrupción, perfidia, rivalidades y ambiciones de los militares mayores, y que
si bien éstos hicieron la Independencia patria, en cambio fueron los creadores
de la guerra civil, siendo obra suya la anarquía en que desde 1828 vivía el
Perú. “Los escándalos, ignominia y atraso del país eran cosecha obligada de la mala semilla
sembrada por ese cardumen de sanguijuelas del Tesoro público.
La juventud, para no hacerse cómplice del pasado,
devolver su empeñado lustre a la noble carrera de las armas y castigar con mano
de hierro la inmoralidad y el crimen, debía unirse en logia secreta, madurar
sus planes y dar el golpe sobre seguro.
Todo militar que invistiese las clases de general,
coronel o comandante, era para los de la logia regeneradora un pecador empedernido y sin misericordia ni
santo o padrino que le valiese debía ser fusilado. No podía caber honradez,
valor, ilustración, talento, virtud ni mérito alguno en hombres que, “ por andas o por mandangas”, habían
contribuido a entronizar la política de Agustín Gamarra Messia, que fue el
primer caudillo de motín que tuvo las patria nueva y el que fundó cátedra de anarquía y
bochinche.
Para los de la logia, cada general, coronel o
comandante, a pesar de las charreteras relumbrones y entorchados, no pasaba de
ser un escapado de presidio, un racimo de horca o un complemento de banquillo
patibulario. “Degollina con ellos o cuatro onzas de plomo entre pecho y
espalda”.
“Como eso de leyes y constitucionalidad no pasaban de ser una especie de ratonera con
queso rancio”, en la que caen pericotillos inocentuelos, para que los gatos
saquen el vientre de mal año, los que la logia proclamaban la dictadura de un
joven, ¡y abajo antiguallas! , que de la juventud es el porvenir, y solo los
muchachos saben hacer bien y en regla las cosas. Los viejos ni siquiera sirven
para dar hijos rollizos a la patria, que bien los ha menester, ¡Ea¡ “Los viejos
a la tumba y los jóvenes a la obra”
(este pensamiento es de Manuel González Prada).
So capa de ciencia, suficiencia y experiencia,
buenos petardos le han traído al Perú los tales vejestorios. Los mancebos de la
logia resolvieron declarar a la vejez en cesantía eterna y que todos los puestos públicos se
repartiesen entre la gente moza. Así
cuasndo gobernasen los muchachos, lo primero que tendría que hacer un
pretendiente no sería comprobar competencia para el buen desempeño de un destino, sino exhibir su partida de
bautismo. A los hombres de cuarenta o cuarenta y cinco, asi como por caridad y
para que no musiesen de gazuza, se les ocuparía en empleos subalternos, como
amanuenses o portapliegos. Después de
los cuarenta y cinco, ni para portero sería ya útil un prójimo. Así , y para no
experimentar sinsabores y agravios, lo mejor que podría hacer todo peruano sería morirse antes de llegar a los cincuenta.
En lo sucesivo no habría en el Perú generales ni
comandantes, porque estos títulos llevaban en si encarnado el virus de todo lo
malo. ¡Basta de langostas!. En lo
sucesivo no habría en el escalafón
militar más que capitanes y tenientes; “esto es los mismos mastines, con
solo dos collarines.
El director sería un capitán, irresponsable y con
facultades omnímodas para hacer y deshacer a su antojo. Estaba ya
designado para el ejercicio de las
autocráticas funciones, el capitán juan Ayarza, que era natural de Ayacucho, y
para su secretario general el capitán limeño Manuel Tafur, quien murió con el
grado de coronal en la batalla de Huamachuco, librada contra los chilenos.
Decididamente, con este gobierno íbamos a ser los peruanos tan archifelices , que “daríamos dentera a
todas las naciones del universo mundo”.
Y esa poética locura tomaba de día en día tal
incremento tan secretamente guardado entre los setenta y nueve capitanes y
tenientes comprometidos, que sólo por una casualidad , que “llamaremos
providencial, pudo el gobierno poner las manos en la masa y desbaratar el
pastel”.
El coronel Francisco García del Barco, mandaba un
batallón acantonado en Ayacucho, un teniente Faustino Flores, el que servía en
la primera compañía, de la cual era el capitán Juan Lizárraga, gallardisimo
mancebo, muy contenido en letras y
números, gran técnico y ordenancista, valiente como un león en el campo de
batalla, y muy querido y mimado por sus compañeros de armas. “Era como se dice
el niño bonito del ejército”.
Todos los oficiales del batallón, con excepción de
cuatro o cinco, estaban afiliados en la logia, contándose el teniente Flores
entre los pocos de la excepción . Y no lo estaba porque Lizárraga, que era el
jefe de obra en el cuerpo, tenía
desfavorable concepto de sus prendas, como soldado y de sus dotes como hombre.
Flores, y Lizarraga, ambos eran ayacuchanos,
obtuvieron de su coronel dos días de licencia para ausentarse del cuartel e ir
a pasarlos a un quinta a inmediaciones de la ciudad, para celebrar fiesta de
familia por cumpleaños de una prima
suya.
Al terminar el permiso, Flores regreso al cuartel,
encontrándose en la puerta con el capitán Lizárraga, a quien aquel día estaba
confiado el servicio. El coronel había olvidado avisar a Lizárraga que el
teniente se encontraba de franco, y disculpable era que el capitán trinase
contra la falta en que, a su juicio,
había incurrido el subalterno. Así, apenas vio a Flores lo reconvino con dureza. Como las palabras, sacan
palabras , el teniente que no era mudo y venia tal vez envalentonado por los
humos alcohólicos del día anterior, también desato la sin hueso, terminando por
desafiar a su capitán. Este orgulloso, valiente y con fama de muy diestro
esgrimidor, contesto:
“Ahora mismo, Ven a que te haga vomitar el alma y el
aguardiente pedazo de sabandija”.
Y seguidos de algunos oficiales se encaminaron los
duelistas a la Alameda de Santa Teresa o de los Caballitos, que distaba pocas
cuadras del cuaertel de Santa Catalina.
Cuenta Palma en las Tradiciones Peruanas que “Flores
apenas sabía manejar la espada, y su antagonista era maestro en armas o por tal
tenido en el ejército”.
¡Pobre Flores!, decían por el camino los que iban a
presenciar el desafió. “Ya puede contarse
entre las almas de las otra vida”.
Pero ello es que no bien se cruzaron los aceros cuando Lizárraga cayó muerto,
atravesado el corazón por una estocada.
Aquel fue día de luto para Ayacucho, donde Lizárraga
era el favorito de los salones.
Traído el cadáver a la ciudad en brazos de los
oficiales, el coronel, seguido de un ayudante, entró en la vivienda que en el
cuartel había ocupado el difunto para inventariar las prendas. ¡Cuál sería su
sorpresa al abrir un maletín de campaña y encontrar en él cartas,
relaciones, documentos, en fin, que ponían en transparencia la conspiración!.
El coronel García del Barco, inmediatamente despacho
un expreso a Lima para que pusiese en manos del presidente de la República,
mariscal Ramón Castilla, los hilos del complot que la casualidad le había hecho
descubrir.
A la vez, Flores era juzgado y condenado a muerte
por un consejo de guerra; pero sus deudos consiguieron hacerlo fugar de la
prisión y que se asilase en Bolivia.
En el año 1856 fue indultado por la Convención
Nacional. No volvió a servir en el ejército, y murió, en un villorrio de
provincia, desempeñando las funciones de maestro de escuela.
Cuando el mariscal Ramón Castilla, atando cabos
sueltos , se puso al corriente de la terrorífica conjuración, exclamó con las frases cortadas que eran de su
peculiar y característico lenguaje:
¡EH! ¿Qué cosa?...!Muchachos locos!...!Calaveras!...
¡Cortarles las alas!... ¡Faltos de juicio!... ¡Qué no vuelen!... ¡Tunos!... ¡Qué
venga Mendiburu ¡… ¡Si!... ¡nada de escándalo!..., eso es!... ¡Romper hilos!...
¡Conviene!... ¡Mendiburu!... ¡sin ruido, ruido!... ¡Ya, ya!.
Y encerrándose con el entonces Coronal Manuel de
Mendiburu (quien seguramente después se ocuparía de tal episodio en sus “Memorias”,
(inéditas aun), hubo entre ambos larga platica y combinación de planes.
Al día siguiente Mendiburu se embarcaba rumbo a
Arica y en menos de un mes y con la mayor cautela recorrió tres departamentos
del sur, “tijera en mano y cortando hilos”, Mañosamente fue separando de los
batallones a los capitanes peligrosos, pero sin darles a conocer el motivo de
la separación. Esta no tenía nada de desairoso, pues no se les daba de baja en
el ejército. Unos capitanes fueron enviados al extranjero en calidad de
agregados a las Legaciones (Embajadas); otros marcharon a Europa a estudiar un nuevo sistema de armamento;
muchos pasaron a servir a los Ministerios y oficinas, y poquísimos, esto es,
los de escaso prestigio y aptitudes, fueron al gremio de indefinidos, donde
siquiera se les acudía con una ración de
pan.
El mariscal Castilla pudo encerrar en un fortín a los conspiradores, someterlos
a juicio, que habría sido perdurable si así convenía al gobernante, y alborotar
el cotarro; pero como hombre práctico y político sagaz, prefirió atajar el mal
sin grave escándalo, limitándose a impedir que jóvenes de soñadora fantasía
siguieran ejerciendo dominio sobre los soldados.
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