lunes, 22 de junio de 2015

LA CONSPIRACIÓN DE LOS CAPITANES

Con el nombre de conspiración de los capitanes, se bautizó en el año 1845, un colosal proyecto de revolución, que de haberse realizado, habría puesto lo de abajo arriba y vuelto el país de adentro para fuera, “como calcetín de pobre”.
Dice don Ricardo Palma  que debería llamarse “la Conspiración de los poetas”, porque mucho de poético hubo en el programa de los afiliados.
Se cuenta que con motivo del desastre bélico de Ingavi, se preparó a la juventud  que militaba en el ejército, que la derrota se debía exclusivamente a la corrupción, perfidia, rivalidades y ambiciones de los militares mayores, y que si bien éstos hicieron la Independencia patria, en cambio fueron los creadores de la guerra civil, siendo obra suya la anarquía en que desde 1828 vivía el Perú. “Los escándalos, ignominia y atraso del país  eran cosecha obligada de la mala semilla sembrada por ese cardumen de sanguijuelas del Tesoro público.
La juventud, para no hacerse cómplice del pasado, devolver su empeñado lustre a la noble carrera de las armas y castigar con mano de hierro la inmoralidad y el crimen, debía unirse en logia secreta, madurar sus planes y dar el golpe sobre seguro.
Todo militar que invistiese las clases de general, coronel o comandante, era para los de la logia regeneradora  un pecador empedernido y sin misericordia ni santo o padrino que le valiese debía ser fusilado. No podía caber honradez, valor, ilustración, talento, virtud ni mérito alguno en hombres que, “     por andas o por mandangas”, habían contribuido a entronizar la política de Agustín Gamarra Messia, que fue el primer caudillo de motín que tuvo las patria nueva  y el que fundó cátedra de anarquía y bochinche.
Para los de la logia, cada general, coronel o comandante, a pesar de las charreteras relumbrones y entorchados, no pasaba de ser un escapado de presidio, un racimo de horca o un complemento de banquillo patibulario. “Degollina con ellos o cuatro onzas de plomo entre pecho y espalda”.
“Como eso de leyes y constitucionalidad  no pasaban de ser una especie de ratonera con queso rancio”, en la que caen pericotillos inocentuelos, para que los gatos saquen el vientre de mal año, los que la logia proclamaban la dictadura de un joven, ¡y abajo antiguallas! , que de la juventud es el porvenir, y solo los muchachos saben hacer bien y en regla las cosas. Los viejos ni siquiera sirven para dar hijos rollizos a la patria, que bien los ha menester, ¡Ea¡ “Los viejos a la tumba y los jóvenes a la obra”  (este pensamiento es de Manuel González Prada).
So capa de ciencia, suficiencia y experiencia, buenos petardos le han traído al Perú los tales vejestorios. Los mancebos de la logia resolvieron declarar a la vejez en cesantía  eterna y que todos los puestos públicos se repartiesen  entre la gente moza. Así cuasndo gobernasen los muchachos, lo primero que tendría que hacer un pretendiente no sería comprobar competencia para el buen desempeño  de un destino, sino exhibir su partida de bautismo. A los hombres de cuarenta o cuarenta y cinco, asi como por caridad y para que no musiesen de gazuza, se les ocuparía en empleos subalternos, como amanuenses  o portapliegos. Después de los cuarenta y cinco, ni para portero sería ya útil un prójimo. Así , y para no experimentar sinsabores y agravios, lo mejor que podría hacer  todo peruano sería morirse  antes de llegar a los cincuenta.
En lo sucesivo no habría en el Perú generales ni comandantes, porque estos títulos llevaban en si encarnado el virus de todo lo malo. ¡Basta  de langostas!. En lo sucesivo no habría en el escalafón  militar más que capitanes y tenientes; “esto es los mismos mastines, con solo dos collarines.
El director sería un capitán, irresponsable y con facultades omnímodas para hacer y deshacer a su antojo. Estaba ya designado  para el ejercicio de las autocráticas funciones, el capitán juan Ayarza, que era natural de Ayacucho, y para su secretario general el capitán limeño Manuel Tafur, quien murió con el grado de coronal en la batalla de Huamachuco, librada contra los chilenos. Decididamente, con este gobierno íbamos a ser los peruanos  tan archifelices , que “daríamos dentera a todas las naciones del universo mundo”.
Y esa poética locura tomaba de día en día tal incremento tan secretamente guardado entre los setenta y nueve capitanes y tenientes comprometidos, que sólo por una casualidad , que “llamaremos providencial, pudo el gobierno poner las manos en la masa y desbaratar el pastel”. 
El coronel Francisco García del Barco, mandaba un batallón acantonado en Ayacucho, un teniente Faustino Flores, el que servía en la primera compañía, de la cual era el capitán Juan Lizárraga, gallardisimo mancebo, muy contenido en letras  y números, gran técnico y ordenancista, valiente como un león en el campo de batalla, y muy querido y mimado por sus compañeros de armas. “Era como se dice el niño bonito del ejército”.
Todos los oficiales del batallón, con excepción de cuatro o cinco, estaban afiliados en la logia, contándose el teniente Flores entre los pocos de la excepción . Y no lo estaba porque Lizárraga, que era el jefe de obra en  el cuerpo, tenía desfavorable concepto de sus prendas, como soldado y de sus dotes como hombre.
Flores, y Lizarraga, ambos eran ayacuchanos, obtuvieron de su coronel dos días de licencia para ausentarse del cuartel e ir a pasarlos a un quinta a inmediaciones de la ciudad, para celebrar fiesta de familia  por cumpleaños de una prima suya.
Al terminar el permiso, Flores regreso al cuartel, encontrándose en la puerta con el capitán Lizárraga, a quien aquel día estaba confiado el servicio. El coronel había olvidado avisar a Lizárraga que el teniente se encontraba de franco, y disculpable era que el capitán trinase contra la falta  en que, a su juicio, había incurrido el subalterno. Así, apenas vio a Flores lo  reconvino con dureza. Como las palabras, sacan palabras , el teniente que no era mudo y venia tal vez envalentonado por los humos alcohólicos del día anterior, también desato la sin hueso, terminando por desafiar a su capitán. Este orgulloso, valiente y con fama de muy diestro esgrimidor, contesto:
“Ahora mismo, Ven a que te haga vomitar el alma y el aguardiente pedazo de sabandija”.
Y seguidos de algunos oficiales se encaminaron los duelistas a la Alameda de Santa Teresa o de los Caballitos, que distaba pocas cuadras del cuaertel de Santa Catalina.
Cuenta Palma en las Tradiciones Peruanas que “Flores apenas sabía manejar la espada, y su antagonista era maestro en armas o por tal tenido en el ejército”.
¡Pobre Flores!, decían por el camino los que iban a presenciar  el desafió. “Ya puede contarse entre las almas de las otra vida”.
Pero ello es que no bien se cruzaron  los aceros cuando Lizárraga cayó muerto, atravesado el corazón por una estocada.
Aquel fue día de luto para Ayacucho, donde Lizárraga era el favorito de los salones.
Traído el cadáver a la ciudad en brazos de los oficiales, el coronel, seguido de un ayudante, entró en la vivienda que en el cuartel había ocupado el difunto para inventariar las prendas. ¡Cuál sería su sorpresa  al abrir un maletín  de campaña y encontrar en él cartas, relaciones, documentos, en fin, que ponían en transparencia la conspiración!.
El coronel García del Barco, inmediatamente despacho un expreso a Lima para que pusiese en manos del presidente de la República, mariscal Ramón Castilla, los hilos del complot que la casualidad le había hecho descubrir.
A la vez, Flores era juzgado y condenado a muerte por un consejo de guerra; pero sus deudos consiguieron hacerlo fugar de la prisión y que se asilase en Bolivia.
En el año 1856 fue indultado por la Convención Nacional. No volvió a servir en el ejército, y murió, en un villorrio de provincia, desempeñando las funciones de maestro de escuela.
Cuando el mariscal Ramón Castilla, atando cabos sueltos , se puso al corriente de la terrorífica conjuración, exclamó  con las frases cortadas que eran de su peculiar y característico lenguaje:
¡EH! ¿Qué cosa?...!Muchachos locos!...!Calaveras!... ¡Cortarles las alas!... ¡Faltos de juicio!... ¡Qué no vuelen!... ¡Tunos!... ¡Qué venga Mendiburu ¡… ¡Si!... ¡nada de escándalo!..., eso es!... ¡Romper hilos!... ¡Conviene!... ¡Mendiburu!... ¡sin ruido, ruido!... ¡Ya, ya!.
Y encerrándose con el entonces Coronal Manuel de Mendiburu (quien seguramente después se ocuparía de tal episodio en sus “Memorias”, (inéditas aun), hubo entre ambos larga platica y combinación de planes.
Al día siguiente Mendiburu se embarcaba rumbo a Arica y en menos de un mes y con la mayor cautela recorrió tres departamentos del sur, “tijera en mano y cortando hilos”, Mañosamente fue separando de los batallones a los capitanes peligrosos, pero sin darles a conocer el motivo de la separación. Esta no tenía nada de desairoso, pues no se les daba de baja en el ejército. Unos capitanes fueron enviados al extranjero en calidad de agregados a las Legaciones (Embajadas); otros marcharon a Europa  a estudiar un nuevo sistema de armamento; muchos pasaron a servir a los Ministerios y oficinas, y poquísimos, esto es, los de escaso prestigio y aptitudes, fueron al gremio de indefinidos, donde siquiera  se les acudía con una ración de pan.

El mariscal Castilla pudo encerrar  en un fortín a los conspiradores, someterlos a juicio, que habría sido perdurable si así convenía al gobernante, y alborotar el cotarro; pero como hombre práctico y político sagaz, prefirió atajar el mal sin grave escándalo, limitándose a impedir que jóvenes de soñadora fantasía siguieran ejerciendo dominio sobre los soldados.      

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