Entre las muchas aportaciones del continente americano al Viejo Mundo figuran una serie de productos alimenticios que a lo largo de los siglos se incorporarían a la dieta de la práctica totalidad de los países europeos, en muchos casos de manera muy significativa. Tal es el caso del maíz, la papa, el camote (batala) y el frejol (alubia), el tomate, los pimientos en sus distintas variedades, el palto, el ají, (especia) el cacao, el cacahuete y el tabaco, (alcaloide), entre otros. Estas plantas llegaron a Europa a finales del siglo XVI y eran cultivadas en distintos jardines botánicos, auténticos focos de adaptación y difusión.
Los viajes de Colón y los conquistadores a las tierras recién descubiertas, supusieron una nueva vía para sucesivas influencias entre poblaciones que hasta entonces eran desconocidas. Al margen de la valoración global acerca de tan colosal empresa y de cuanto ella supuso. Nadie podía imaginarse ni poner en duda que desde el mismo momento en que en que aquellas Indias occidentales fueron descubiertas. el intercambio alimentario comenzó a activarse, para cruzar el Océano.
El cronista soldado, Gonzalo Fernández de Oviedo, nacido en Madrid de padres asturianos. Gonzalo Fernández ha sido calificado como el Plinio americano, describe cuanto aquellas tierras ofrecen de nuevo en el reino natural. En sus descripciones, dirigidas en 1526 al Emperador, dice sobre el maíz: “La manera de pan de los indios es de dos géneros en esta isla, muy distintos y apartados el uno del otro y aquesto es muy común en la mayor parte de la tierra firme. Por no lo repetir más adelante, se dirá aquí que cosa es aqueste pan que llaman maíz, y qué tal es el que llaman cazabi. El maíz es grano, y el cazabí se hace de raíces de una planta que llaman yuca. Para sembrar el maíz, tienen los indios esta orden. Nace el maíz en unas cañas que echan unas espigas o mazorcas de un jeme luengas, y mayores y menores, y gruesas como la muñeca del brazo o manos, y llenas de granos gruesos como garbanzos… Y cuando los quieren sembrar, talan el monte o cañaveral (porque la tierra donde nace solamente hierba, no es habida por fértil en estas partes, como la de los cañaverales y arboledas) y después que se ha hecho aquella tala o roza, quémanla, y queda aquella ceniza de lo talado, dando tal temple a la tierra como si fuera estercolada…”
Los antiguos peruanos le decían zara o sara. Tan conocida es esta planta en el Perú, en la América y en el orbe. El escritor peruano Juan de Arona dice sobre el maíz: “La humanidad agradecida a sus beneficios comienza a permitir la entrada aún en las entalladuras de madera o bodegones de los comedores, donde figura entre otros productos simbólicos; y llegará día en que será conocida de todo el mundo hasta por las labores de la escultura. El rasgo poético de Andrés Bello, es feliz: “Jefe altanero/De la espigada tribu.”
Otro de los cultivos que vinieron de nuestra América, fue La papa, como la llamaban los antiguos peruanos, es otro de los productos de mayor trascendencia, tanto en el tiempo como el espacio fue para el Viejo Continente. Es un tubérculo oriundo del Perú, que aún se encuentra en estado silvestre en algunas regiones de la costa y la sierra. A la llegada de los Españoles al Perú su cultivo se extendía desde Quito hasta Chile.
La facilidad de su cultivo, pues no sólo es posible que se dé en diversas altitudes, sino que le basta un poco de humus para prosperar, hizo posible la vida en las punas de clima áspero e inclemente.
El indio la cultivó y domesticó tras pacientes años de esfuerzo, haciéndola base de su alimentación y más tarde, conocido su valor alimentario, fue llevada a Europa donde hoy día se cultiva a gran escala, así como en el resto del mundo.
La primera mención que se tiene de esta planta la hace Pedro Mártir de Anguiera, un milanés que fue cronista de los Reyes Católicos y lo cita en 1516. También el cronista soldado Pedro Cieza de León, en 1533 escribe sobre la papa, a la sazón de un tubérculo muy extendido en el Perú. Otros en cambio atribuyen su descubrimiento al Conquistador Francisco Pizarro, quien la había traído a España un año después. Esto resulta dudoso, pero es mucho más probable que fuera el propio Cieza quien lo hiciera. Es un alimento de primera necesidad. Cultivado por los Incas y el pueblo azteca constituyó como la papa la base de la alimentación del pueblo, que lo utilizaba en diversas formas.
Se cree que la primera cosecha en la Península se dio en los alrededores de Sevilla en 1573 – aunque es muy probable que fueran sus flores lo que más interesaba en un principio- y en esa segunda mitad del siglo la planta empezó a introducirse, más bien como curiosidad botánica. En Francia, fue el botánico Charles de l’Ecluse, llamado Clusius, quien la estudia a fondo y la da a conocer a otros países. Pero en cualquier caso como una novedad de ornamento y nunca de alimento, salvo en España, donde ya se comía en ciertos hogares y conventos como un manjar curioso, mientras que en otros lugares llegó a creerse pensarse que provocaba la lepra.
En la segunda mitad del siglo XVIII, ya en otros países como Alemania o Francia se empiezan a utilizar en sus dietas alimenticias. Fue Parmentier, boticario mayor de la corte gala, quien paso a la historia vinculado a la papa; éste prisionero de guerra en Prusia, pudo comprobar allí como se saciaba el hambre de campesinos, soldados y prisioneros con el tubérculo. En París, a su regreso, consiguió plantar 25 hectáreas de terreno con el mismo, que obtuvo la simpatía de Luis XVI en 1785, hasta el punto de ponerse la reina un ramillete de flores de esta plante en el escote, cuando el boticario se la enseñó. A partir de ahí tuvo lugar una de las más hábiles campañas publicitarias de la historias. Se cuenta que la plantación fue vigilada día y noche por la guardia real como un pago de alto interés de estado, entre gran curiosidad colectiva. Llegado el momento de la cosecha, la vigilancia fue suprimida y los parisienses de la calle entraron en tropel a la plantación. “Cada ladrón, un prosélito”, parece que dijo Parmentier. El tiempo no tardó en darle la razón.
Otra de los plantas alimenticias llegadas de América fueron los frijoles (frísoles), y que no debemos confundir con las que desde la época medieval se venían llamando “fabas, habas o abas”. “Entre los frutos procedentes del Nuevo Mundo que transportaban los galeones de la Corona Española a principios del Siglo XVI, la semilla de los frejoles, fésoles o pallares.
El cronista asturiano Fernández de Oviedo, dice en “La Historia Natural y General de las Indias”: “Los indios tenían esta simiente de los fésoles en esta isla y en otras muchas, y en la Tierra Firme mucho más, y en especial, en la Nueva España de Nicaragua e otras partes donde en mucha abundancia se coge tal legumbre. Desta simiente hace especial mención Plinio, e llámalos fagívoles. En Aragón se llamaban judías, y la simiente de los de España y los de acá, es la misma propiamente, pero en algunas partes se cogen en grandísima abundancia…” .
Un siglo más tarde, el Padre Bernabé Cobo insiste en algo parecido: “La mata de los frísoles de las Indias es muy semejante a la de los frísoles de España llamados judigüelos… Hállanse muchas diferencias de frísoles; las más notables son tres, y la mata de todas es de una misma manera, con muy poca variedad en las hojas. Los mayores frísoles y mejores de todos son los llamados pallares; son poco mayores que habas, remátanse en puntas ovaladas y tienen la cáscara o holejo más delgada que ellas; unos son blancos, otros morados y otros con pintas de blanco y rojo. Comidos estos pallares verdes, con sus vainas tiernas en aceite y vinagre, son regalados; guárdense también secos como habas, y los comen los españoles e indios unas veces guisados y otras cocidos con aceite y vinagre, y de cualquier manera son buen manjar”.
Podemos pensar que de América se trajo una mayor variedad de frejol (alubias o judías) y con toda seguridad una mayor calidad de frutos o semillas, dado el marco bioclímatico tan favorable de que gozaba para los diversos cultivos. Introducidas, estas nuevas simientes en la Península, habría que pensar que hubo un período más o menos breve de aclimatación y difusión.
Tenemos que resaltar una fruta que se llama Palta, es la fruta del palto, Persea gratisima, conocida en toda la América con el nombre de ahuacate, y se le conocia en las colonias francesas con el de avocat.
El palto es un árbol elevado y de porte majestuoso que señorea en el aire, y que, sus ramas son muy nobles. “O bien debajo el alto/ mendrugo, recio, corpulento palto,/que al gallinazo[1] en su alta copa asila,/ y hoja sobre hoja tan feraz apila,/ que hallas fáciles gradas en sus ramas,/ ¡Oh tú, que en pos de paltas te encaramas! (Poesías Peruanas)
Es oblonga y muy parecida a la pera; se come con sal y pan; tiene un cuezco (hueso-semilla) mondo, rosado y carnoso, no madura en el árbol sino puesta al abrigo de trapos o papel de periódico. Juan de Arona dice: “su pulpa o comida ha merecido el nombre de mantequilla (o manteca como dicen los españoles) vegetal”.
Quien dude, pruebe a llevarse a la boca pan untado con mantequilla y unos rábanos; y si alguna vez ha comido palta, es seguro que en el acto se acordará de ella.
El hueso o cuezco sirve además para marcar ropa del siguiente modo: se extiende sobre él el lienzo y se va picando con un alfiler la marca que se desea estampar; y el zumo que se transmite por los agujeros no tarda en negraear como un tinte.
He dejado para el final una planta indígena y exótica y común en el Perú, como en toda la América. En las lenguas europeas se le conoce con el nombre de pimienta española. En América se le conoce con diversos nombres, así en el Perú se llama Ají, en México “chiles”.
El tamaño, la forma, el color y el grado de picante son infinitos en nuestro ají, los hay de todos los colores y de todas las formas, los unos tan largos o más y tan puntiagudos como una zanahoria, los otros, pequeños y redondos como una cereza. Se pueden moler, y aderezados con aceite de comer u otro ingrediente, componen una masa o pasta que servida en un platito, hace las veces de mostaza inglesa y francesa. Uno solo, y grande viene de adorno en el centro de la fuente de comida, que aromatiza, y que pasa después al plato del más aficionado, el cual lo revienta y exprime, sazonando y condimentando a su manera lo que va a comer, que hace ver las estrellas a todo el que no esta acostumbrado a su delicioso sabor. El menos picante de los ajiés peruanos, creo que deja atrás a la más bravas de las pimientas ultramarinas. El escritor italiano Perolari Malmignati en su libro sobre el Perú dice: “que la primera vez que comió un picante (plato peruano en que predomina el ají) le pareció que se había metido en la boca un puñado de ascuas”. La comparación es de las más exactas.
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