lunes, 20 de junio de 2011

EL LUNAREJO UN MESTIZO DEFENSOR DE GONGORA



Hace algunos días, tuve oportunidad de visitar con unos amigos, el Valle de Cangas del Narcea y Tuña, el último Pueblo Ejemplar de Asturias, pueblo  hermoso, cuna de Rafael del Riego y Flórez,  militar,  embebido en los más progresistas ideales  liberales y constitucionales, encabezando la rebelión cuyo fruto fue el acatamiento de la Constitución por el Rey y la apertura del trienio liberal (1820-1823).

Mientras que íbamos por la carretera cuyo paisaje es impresionante por sus hermosos valles, envueltos en niebla que ocultan las cimas de sus montañas, en cuyo vientre se esconde el codiciado oro que se explota en la sierra de Begega. En  algunos momentos me hacían  pensar  que estaba en la Cordillera de los Andes, allá en mi país, Fantaseaba que estaba  en  un villorio de la sierra peruana, en la andina provincia de Aymaraes, donde se esta más cerca del cielo que de la tierra.  Muchos de estos pueblos viven todavía  primitivamente, costumbristas en su humilde manera. Sus  pocos  pobladores viven de la labranza.

Vino a mi mente aquel día de 1986, en que S.A.R. Don Felipe, entregó en el Teatro Campoamor, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras,  a mi paisano y amigo  el gran escritor Mario Vargas Llosa, quien en su discurso contó aquella  historia de Juan de Espinosa Medrano, que había nacido en ese pueblo andino, quien  fue el más insigne retórico peruano del siglo XVII y quien mejor ha defendido y exaltado a Góngora, en nuestro idioma.

En la provincia de Aymaraes, en Apurimac, en una aldea perdida de la Cordillera de los Andes, cuyo nombre,  Calcauso, pueblo que ni siquiera figura  en los mapas. En el año 1629 ó 1632 –nadie ha podido precisarlo-, vivía un  muchacho curioso y vivaracho a quien, un día, un clérigo de paso, impresionado por sus dotes, lo  llevó consigo al Cuzco, lo matriculo e hizo estudiar en el Colegio de San Antonio Abad, donde se concedían algunas becas para hijos de indígenas. De su biografía sabemos muy pocas cosas. Ni siquiera es seguro que se llamara con el nombre y el apellido españoles con que ha pasado a la historia: Juan Espinoza Medrano. Parece probado, eso sí, que tenía la cara averiada por verrugas o por un enorme lunar y que a ello debió su apodo: el Lunarejo.

Sus contemporáneos le pusieron también otro sobrenombre más ilustre: el Doctor Sublime. Porque aquel indio de Apurímac llegó a ser uno de los intelectuales más cultos y refinados de su tiempo y un escritor cuya prosa robusta y mordaz, de amplia respiración y atrevidas imágenes, multicolor, laberíntica, funda en América hispana esa tradición del barroco de la que serían tributarios, siglos más tarde, autores como Leopoldo Marechal, Alejo Carpentier y Lezama Lima.

Se cuenta que cuando el Doctor Sublime predicaba, desde el púlpito a la modesta iglesia del barrio de San Cristóbal, en el Cusco, de la que fue párroco, la nave rebotaba de fieles y que había quienes hacían largas travesías para escucharlo. ¿Entendía esa apretada multitud lo que el Lunarejo les decía? A juzgar por los sermones que de él nos han llegado -La Novena Maravilla se titula, con cierta hipérbole, la recopilación- es probable que, la mayoría, no. Pero no hay duda de que esa palabra lujosa, musical, que convocaba con autoridad a los poetas griegos y a los filósofos romanos, a fabulistas bizantinos, trovadores medievales y prosistas castellanos y los hacía desfilar galanamente por la imaginación de sus oyentes, hechizaba a su auditorio. Sus sermones eran tan famosos que el jesuita Juan de Mena, cada vez que El Lunarejo ocupaba su púlpito, decía a uno de sus cofrades: “Padre, coja su manteo, y vamos a oír cosas que nunca hemos oido”. Hasta el Virrey, Conde de Lemos, en su viaje para sofocar el levantamiento de Puno, llegó a Cuzco y para poder escuchar al celebre orador, tuvo que llegar temprano al templo donde predicaba, porque cuando esto ocurría era preciso ir a buscar sitio con mucho tiempo. 

En los “Anales del Cuzco” hay un episodio en la vida de Espinosa Medrano. Se cuenta que un día predicando, El Lunarejo advirtió que repelían a su madre, que porfiaba por entrar, y desde el púlpito dijo: “Señores, den lugar a esa pobre india que es mi madre. Y al momento la llamaron, invitándola a sentarse...” 

Esto demuestra el orgullo de su estirpe india. Ni el éxito eclesiástico, ni las alabanzas mundanas, consiguen mellar su adhesión a la raza que le dio el ser. Rindiendo homenaje, en la figura de su madre, a sus antepasados

El único libro orgánico escrito por el Lunarejo del que tenemos noticia es un texto polémico: el Apologético en favor de don Luis de Góngora, que publicó en 1662, refutando al crítico portugués Manuel de Faría y Souza, que había atacado el culteranismo. Hay a quienes la intención de este turbulento panfleto hace reír. ¿No era patético que, allá, tan lejos de Madrid, y tan fuera del tiempo, ese indiano se empeñara en intervenir en una polémica que, aquí, en Europa, había cesado hacía varias décadas y cuyos protagonistas estaban ya muertos? A mí, el anacrónico empeño del curita cusqueño, lanzándose, desde su barriada andina, a reavivar esa extinta polémica, me conmueve profundamente. Porque en su texto erudito, belicoso, atiborrado de pasión y de metáforas, hay una voluntad de apropiación de una cultura que adelanta lo que es hoy, intelectualmente, América Latina. En el Lunarejo, y en un puñado de otros creadores indianos, como el Inca Garcilaso o Sor Juana Inés de la Cruz, las ideas y la lengua que fueron de Europa a América han echado raíces y germinado en un pensamiento y en una estética que representan ya un matiz diferente, una inflexión propia muy nítida dentro de la literatura española y la civilización occidental.

En los tiempos del Doctor Sublime, la mayoría de nuestros escritores eran meros epígonos: repetían, a veces con buen oído, a veces desafinando, los modelos de la metrópoli. Pero, en algunos casos, como en el suyo, apunta ya un curioso proceso de emancipación en el que el emancipado alcanza su libertad y su identidad eligiendo por voluntad propia aquello que hasta entonces le era impuesto. El colonizado se adueña de la cultura del colonizador y, en vez de mimarle, pasa a crearla, aumentándola y renovándola. Así, se independiza en la medida en que se integra. En eso consiste la soberanía cultural de Hispanoamérica: en saber que Cervantes, el Arcipreste y Quevedo son tan nuestros como de un asturiano o un leonés. Y que ellos nos representan tan legítimamente como las piedras de Machu Picchu o las pirámides mayas.

Aquel proceso fue extraño, sinuoso y, sobre todo, lento. Como el Doctor Sublime, otros hispanoamericanos encontraron su propia voz, sin proponérselo, tratando de emular a los peninsulares. En el Lunarejo, la inventiva y el brío verbal son tan fuertes que rompen los moldes estrechos y rastreros del género que escogió para expresarse. Su Apologético no es tal, sino un poema en prosa en el que, con el pretexto de reverenciar a Góngora y vituperar a Faría y Souza, el apurimeño se libra a una suntuosa prestidigitación. Juega con los sonidos y el sentido de las palabras, fantasea, canta, impreca, cita y va coloreando los vocablos y los malabares con un deje personal. Al final, no vemos en su texto una reinvindicación de Góngora y una abominación del portugués: lo vemos a él, emergiendo, borracho de verbo y de retruécanos, con una figura propia tan resuelta que afantasma al poeta y al crítico.

Gracias a la testarudez, de gentes como el Lunarejo, decidieron hacer suya, asumir como propia la cultura que España transplantó a sus tierras. El colonizado se adueña  de la cultura del colonizador y, en vez de mirarla, pasa a crearla, aumentándola y renovarla. Así, se independiza en la medida de que se integra. En eso consiste la soberanía cultural de Hispanoamérica “en saber que Cervantes, El Arcipreste y Quevedo son tan suyos como de un asturiano o un leonés. Y que ellos les representan tan legítimamente como las piedras de Machu Picchu o las Pirámides Mayas”.

En El Lunarejo, la inventiva y el brío verbal son tan fuertes que rompen los moldes estrechos y rastreros del género que escogió.

El 18 de octubre de 1682 es nombrado Canónigo, contra la opinión de quienes lo repuntaban indigno de semejante cargo. Pero una vez más el talento indio. El 24 de diciembre de 1683 ocupaba la Canongía Magisterial de la ciudad del Cuzco, al año siguiente ocupa la tesorería del Coro de la Catedral; en 1686 ostenta la dignidad de Chantre. Se le propuso entonces para el Arcedianato, pero sus adversarios racistas se opusieron a concederle tal honor, no le ayudo tampco la salud ni el ánimo.

La fama de que disfruto este gran pero humilde escritor, “hijo de sus obras”, se da principalmente a su defensa de Góngora y a sus sermones: en ambos luce una pericia del idioma y un desenfrenado lujo de figuras de dicción.

Espinosa Medrano deja constancia expresa en su libro de la condición poco favorable en que se encontraban “los criollos” y así se llama él que se contradice con su nacimiento “tarde parece que salgo a esta empresa (en la defensa de Góngora) pero vivimos muy lejos...los criollos, además que cuando Manuel de  Faría pronunció su sensura, Góngora era muerto y yo no (h)avia nacido...”

Poco menos queda acerca de Espinosa Medrano, aunque hay datos que demuestran su actividad intelectual, pero nos dan pocas luces acerca de los reales méritos de tales obras, perdidas, ignoradas o inéditas. En cambio sobre el predicador, mucho y excelente. La actividad oratoria cubre su vida  adulta entera. Quizá practicó la catequesis. No parece haber sido ajena a ella por su conocimiento del quechua y por la parroquia en que se desempeñó. Todo esto respita elegancia.

Dadas las circunstancias por las que atravesaba el Perú, los mestizos indígenas trataban de ostentar dominio sobre las letras. Jiménez Platón, discípulo de Góngora, llamó “culteranismo” al movimiento nacido de una ferviente y hasta ciega adhesión, a la cultura en sus aspectos más formales y eruditos; culteranismo porque utilizaba como términos de comparación figuras y alusiones grecolatinas, lo que dio un carácter jactancioso a dicha tendencia. Los clásicos y clasistas gustaron en demasía de las metáforas griegas y romanas; los renacentistas también. En cuanto se apeló a la naturaleza como termino comparativo, surgió el romanticismo. Las metáforas científicas dieron vida al realismo.  

En el Lunarejo se vislumbra lo que serían el Perú e Hispanoamérica: la frontera austral del Occidente, un mundo en ciernes, inconcluso, ansioso por cuajar, que tiene prisa y que a veces se cae de bruces. Pero la meta final de esa carrera de obstáculos en que está América Latina es clarísima y nada nos ayudaría tanto a alcanzarla como que Europa Occidental entendiera que nuestra suerte está unida a la de ella y que el anhelo de nuestros pueblos es lograr sociedades prósperas y justas, dentro del sistema de libertad y convivencia que es la más grande contribución de Occidente a la humanidad.

A los vínculos pasados que unieron a españoles y hispanoamericanos, se suma un denominador común, una vida política asignada por el principio de libertad, conseguida  por ayudar a recobrarla a quienes se la arrebataron y a defenderla a los que la tienen amenazada.




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